Va al contenido

Huellas N.17, Junio 1989

IDEA DE MOVIMIENTO

El carisma crea afinidad

Antonio Sicari

¿Cómo nace un movimiento? Humanamente, no es explicable del todo. El protagonista es el Espíritu que toca a algunas personas a través de la palabra y
el testimonio de otras que viven un determinado aspecto del acontecimiento cristiano. Así fue para los primeros franciscanos que se «descalzaron» para
seguir al pobrecillo de Asís. Para aquellos seis amigos que fueron trastornados por
el ejemplo de Ignacio de Loyola, para los seguidores de Camilo de Lelis o los de
Juan Bosco.


«Los carismas del Espíritu crean siempre afinidades destina­das a ser para cada uno el sostén de su tarea objetiva en la Iglesia. El que se cree esta comunión es ley universal. Vivirla es un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu» Juan Pablo II, A los sa­cerdotes de CL, 12-IX-1985).
Si un cristiano mira con serie­dad y amor al misterio de la rela­ción marital entre Cristo y la Igle­sia, comprende dos cosas al mis­mo tiempo: que la Iglesia es ver­daderamente el cuerpo de Cristo y posee institucionalmente todo lo que le es necesario para vivir en Él, con Él y por Él; y que necesita ser guiada continuamente, «movi­da» por el Espíritu del Resucitado, el cual (más allá de los dones ins­titucionales) la colma de dones ca­rismáticos, sobre todo de aquéllos destinados a reproponer, de modo persuasivo, la «forma viva» de Cristo «presente aquí y ahora», que responde aquí y ahora a la ne­cesidad de su Iglesia.
En definitiva, sucede a nivel ca­rismático algo similar a lo que su­cede a nivel institucional en el sa­cerdocio ministerial: por una par­te, el sacerdote está totalmente in­merso en la Iglesia como cualquier otro fiel bautizado; por otra, está también frente a la Iglesia y «re­presenta la persona de Cristo»: ac­túa in persona Christi en la Igle­sia y por la Iglesia, reproponien­do el rostro, la palabra, el gesto sa­cramental de Cristo. De la misma manera (aunque en otro plano: no fundado sobre el sacramento sino sobre la libre ini­ciativa del Espíritu) un fiel puede recibir carismáticamente la gracia de traducir en algo vivo la imagen de Cristo hasta remover la existencia cristiana interna de aquéllos a los que ese carisma está destina­do en el designio de Dios.
Esta equivalencia es fácilmente comprensible y verificable en la historia si se piensa en el llamado «carisma de los fundadores». En un documento oficial de la Iglesia (Mutuae Relationes) leemos: «El carisma de los fundadores se reve­la como una experiencia del Espí­ritu transmitida a los propios dis­cípulos para ser vivida por éstos, custodiada, profundizada y de­sarrollada constantemente en sin­tonía con el cuerpo de Cristo en perenne crecimiento» (n. 11).
Expresiones de este tipo ya no son objeción para nadie porque nos hemos acostumbrado a usarlas para referirnos a realidades per­fectamente constituidas y recono­cidas desde el punto de vista jurí­dico: es decir, a Órdenes e Institutos religiosos oficialmente a pro­bados.
Hoy nadie puede negar el de­recho de cualquier cristiano a per­cibir una afinidad con el carisma de san Francisco de Asís, de santo Domingo o de santa Teresa o san Ignacio, y podríamos continuar con una lista innumerable de fun­dadores (santos o no) hasta llegar a los fundadores todavía vivos (por ejemplo, Madre Teresa de Calcuta). No sólo eso: ni siquiera sorprende que aquéllos que son contagiados por un determinado «carisma de un fundador» adquie­ran en la Iglesia el derecho a vivir dentro de esa experiencia carismá­tica toda la experiencia eclesial: la institución sigue siendo institu­ción también para ellos y como a tal se la respeta, pero todo el «mo­vimiento» de su vida eclesial ver­sa en el ámbito abierto del ca­risma.
A uno que vive la «comunión carismática» con el movimiento fundado por san Francisco (o por cualquier otro fundador reconoci­do) ningún obispo o párroco le pondría hoy ninguna objeción ar­gumentando que las diócesis y las parroquias tienen ya todo lo nece­sario para ser cristianas.
En efecto, ésta sería una afir­mación totalmente verdadera y le­gítima, sin embargo, diócesis y parroquias admiten tranquilamen­te que alguno de sus fieles pueda (o deba, si ésta es la voluntad de Dios) pertenecer plenamente a una determinada historia, fundada sobre un determinado carisma.
Si un obispo o un párroco or­ganiza su pastoral diocesana o parroquial, ciertamente desea in­tegrar también la experiencia ca­rismática de los religiosos presen­tes a su alrededor, pero sabe que lo tiene que hacer valorándolas en cuanto tales, según el carisma pro­pio de cada una, y no sometiéndo­la arbitrariamente a proyectos prefabricados.
Todo esto normalmente es aceptado por todos, e insistimos en que lo que hace a estas afirma­ciones no sólo obvias sino «prac­ticables» en la Iglesia sin demasia­das dificultades es el hecho de que se las entiende normalmente en referencia a Institutos ya reco­nocidos.
Pero, quién sabe por qué, se ol­vida a menudo que el «reconoci­miento oficial» ha sido siempre posterior al «hecho»: y es porque un número importante de fieles ha encontrado aquel determinado carisma, lo ha sentido afín y ha realizado una determinada expe­riencia de comunión (frecuente­mente contradicha y contrastada con su origen durante largos años) por lo que la Iglesia institucional ha terminado reconociéndoles una dignidad similar a la de la institu­ción misma.
Pero al principio, el fiel bauti­zado que era portador de aquel ca­risma determinado (a menudo un simple laico) y los que a él se ad­herían eran considerados con fre­cuencia como elementos perturba­dores de la «tranquilidad insti­tucional».
Por tanto, cuando se dice que es tarea de la Iglesia institucional reconocer un carisma y guiarlo, se dice una verdad, pero no se dedu­ce de hecho (como alguno parece querer entender) que el «surgi­miento de la comunión» sea o deba ser posterior a ese reconoci­miento. Por el contrario, normal­mente lo precede y lo estimula.
Tampoco se deduce que el «surgi­miento de tal comunión» pueda ser guiado y administrado en su «hacerse». Puede ser sólo reco­nocido.
Un último aspecto explica un poco más las dificultades que en­cuentran hoy los distintos movi­mientos para ser aceptados.
Si en el pasado -por una de­terminada concepción eclesiológi­ca estática- los movimientos nacidos en torno al carisma tendían a institucionalizarse en formas identificables de «vida religiosa» (la mayoría de las veces eran ins­titucionalizados a la fuerza, y no sin el sufrimiento de sus fundado­res), hoy, una concepción eclesio­lógica más dinámica (de la Iglesia como pueblo de Dios en camino, de la dignidad común de todos los bautizados y de su derecho-deber a organizarse libremente y a par­ticipar en la común misión de la Iglesia) impone un nuevo modo de pensar en el futuro de estos movimientos que nacen en torno a ciertos «carismas de fundación»: por una parte generarán formas asociativas oficialmente reconoci­das, y por otra animarán la vida laica normal en el mundo.
Tanto más sabrá la institución eclesiástica acoger y valorar estas realidades cuanto más comprenda que están al total servicio del en­cuentro entre Cristo y cada hom­bre (tal y como enseña la Re­demptor Hominis); el espacio que conduce de Cristo a cada hombre, y de cada hombre a Cristo es tan vasto que todos los movimientos posibles no bastarían para com­prenderlo y abarcarlo.
La Iglesia sólo puede estar con­tenta valorando a todos los hijos que caminan dentro de ella, cada uno con su propia «genialidad ca­rismática» y con su propia «com­pañía carismática».
Antes de ver las experiencias de los santos, vale la pena antepo­ner otra útil observación: las ex­periencias comunitarias que nacen en torno a quien es portador de un carisma tienden normalmente a ser descritas con el mismo lengua­je, rico de imágenes y símbolos, que habitualmente se usa para describir la experiencia eclesial en cuanto tal. Y eso ya es muy sig­nificativo.
El «surgimiento de la comu­nión» o la «afinidad» generada por el carisma de Francisco de Asís o de Domingo de Guzmán a principios de este milenio no fue un hecho humanamente explica­ble, sino un acontecimiento tras­tornador. Para documentarlo, po­dríamos releer las «fuentes fran­ciscanas» y las «dominicas», pero podemos también limitarnos a la espléndida síntesis que encontra­mos en La Divina Comedia, don­de toda la «teología del carisma» está poéticamente esbozada.
En el Canto XI del Paraíso, santo Tomás de Aquino (domini­co) con «inflamada cortesía» com­pone el elogio a san Francisco y a sus hermanos, y le corresponderá al franciscano Buenaventura, en el Canto XII, componer el elogio a santo Domingo.
Aquí se explica la presencia de los dos «fundadores» en la Iglesia como el deseo de Cristo de dar a su Esposa «dos príncipes» que la hagan «segura en sí misma y más fiel a su Esposo» (XI, 37).
Por brevedad, nos limitaremos a san Francisco, que es descrito como aquél que revive en su per­sona el matrimonio entre Cristo pobre y la Pobreza. Es decir, en la Iglesia de 1200, el matrimonio en­tre Francisco y la Pobreza encar­nó la relación marital entre Cristo pobre y su Iglesia.
Dante narra con gozo cómo el atractivo de este místico «matri­monio» atrajera en torno al Po­brecillo a un grupo cada vez ma­yor de amigos: «Su concordia y sus contentos semblantes eran pura saeta de santos pensamientos, inspirados en sus dulces miradas»: el carisma es descrito como un ma­trimonio envidiable que suscita, en quien observa a los esposos amantes, el deseo de participar en la fiesta nupcial. «Eso hizo que el admirable Bernardo se descalzara antes de correr a tanta paz, pare­ciéndole que llegaba tarde. ¡Oh, ig­nota riqueza!¡Oh, bien feraz! Des­calzáronse Egida y Silvestre tras el esposo, y, la esposa plugo que así lo hicieran».
Sería útil una aclaración histó­rica: Bernardo era un rico ciudada­no de Asís, Egidio era un joven de pueblo, Silvestre era un cura. El carisma les dio el ámbito vital en el que vivir la misma fe que la Iglesia institucional había sembra­do ya en ellos. Concluye Dante: «Hecho lo cual, aquel Padre y Maestro fuese por el mundo con su dama y su breve familia...» Si­gue después la narración de cómo la institución (Papa Inocencio III) reconoció el carisma y les dio el primer «sello». Fue éste el inicio de la «pobrecilla gente» y de su misión en la Iglesia y en el mun­do: antes de la muerte de Francis­co se contaban ya cerca de diez mil «franciscanos» y a un siglo de su nacimiento, 30 mil hermanos y 1.271 casas.
Otro espléndido ejemplo de ca­risma que generó afinidad (no quedando después institucionali­zado) fue el de Catalina de Siena.
He aquí cómo un historiador moderno lo describe en su Histo­ria de la Iglesia en Italia: «Con la aparición de esta frágil figura de mujer las masas se mueven, los co­razones endurecidos se convier­ten, las confesiones no acaban nunca. Odios implacables cesan, familias divididas se rehacen, ciu­dades en lucha firman la paz. Fa­milias enteras como aquélla de elevada posición de los Tolomeos, por efecto de las oraciones de san­ta Catalina abandonan la vida mundana y se dedican a Dios, al­gunos tras los Capuchinos, otros tras los Predicadores. Jóvenes di­rigidos y guiados por ella ingresan en distintas Órdenes monásticas, Vallambrosani, Olivetani, Certo­sini.
En 1375 en Pisa, toda la fami­lia Buonconti entra en su escuela y todos sus miembros se hacen re­ligiosos, después de que la misma madre de la santa, Lapa, que ha­bía quedado viuda, se hubiera con­vertido hermana de la Penitencia. En la incertidumbre de los tiem­pos, desorientación de los espíri­tus, santa Catalina es un punto de convergencia, un centro polariza­dor para los más variados indivi­duos que en ella reconocen la pre­sencia de una acción superior
». (G. Penco).
Incluso cuando habla de sus se­guidores, Catalina usa expresiones bastante similares a las que Cristo usaba hablando de sus discípulos, hasta preocuparse también ella de que éstos no quedasen tras su muerte «como ovejas sin pastor». Y era una joven mujer laica que se senda responsable hasta de los sa­cerdotes, religiosos y obispos.
Otro ejemplo de carisma que generó una afinidad arrasadora es el de Ignacio de Loyola. El primer grupo de seis amigos se constitu­yó a través de la relación que in­dividualmente tuvo cada uno con aquel soldado convertido: Pietro Faver les daba lecciones de filoso­fía e Ignacio en cambio les predi­caba los Ejercicios; Francisco Ja­vier en su ardor goliárdico fue casi paralizado y hecho prisionero por una frase de Jesús que sintió reso­nar en los labios de Ignacio como dirigida exclusivamente a él: «¿De qué le vale a un hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?». Y así se dedicó a ganar el mundo para Él, por Cristo, arrastrando detrás de sí a millones de convertidos.
Si en 1540 hay 8 jesuitas, en 1556 (año de la muerte de Igna­cio) los jesuitas son más de mil, repartidos por todo el mundo, y 60 años después serán ya más de 13 mil.
Teresa de Ávila escapó de su gran monasterio carmelita (de cerca de doscientas monjas) para fundar en la misma ciudad un mi­núsculo convento en el que ofre­ció la experiencia de una vida con­templativa vivida casi reprodu­ciendo «el pequeño colegio de Je­sús» : doce monjas en torno a su priora que testimonian que el cie­lo se puede encontrar también en la tierra y que la «compañía de los buenos» es el don más grande que Dios pueda dar a quien lo ama. Empieza sola, con cinco mucha­chas que llegan a ella sin tener ninguna experiencia de vida mo­nástica. A su muerte (veinte años des­pués) los monasterios carmelitas fundados por ella en España serán ya 16 y Teresa, en el lecho donde está esperando finalmente poder «ver a Dios», se acurruca consola­da por encontrarse en medio de sus monjas que se han transfor­mado para ella en la evidencia del regazo eclesial: «Bendito sea Dios que me ha puesto en medio de vo­sotras», considerándolas como su refugio y protección. Y así puede morir rezando tranquila: «Te doy gracias Señor, Dios mío y Esposo de mi alma, porque has hecho de mí una hija de tu santa Iglesia ca­tólica. En el fondo, soy hija de la Iglesia».
De hecho, la afinidad generada por el carisma permite no sólo a quien lo sigue sino, y sobre todo, a quien de él es depositario, encontrar «sostén para su tarea ob­jetiva en la Iglesia».
Camilo de Lelis, una vez intui­da su misión y haber acogido con infinito agradecimiento su perso­nal carisma, se dedicó enseguida a buscar «la compañía de hombres de bien los cuales, no por interés sino sólo por amor de Dios, se consagraron al servicio de los en­fermos con el amor de una madre a su único hijo enfermo». A su muerte, los «camilianos» estaban presentes en los hospitales de Roma, Nápoles, Milán, Ferrara, Mantua, Florencia y eran llamados por doquier.
Para aquellos que se unieron a Camilo, la afinidad provocada por el carisma debió descender incluso hasta aprender de él cómo y con qué ternura se debía hacer la cama al enfermo, arroparlo, escucharlo y asistirlo en cualquier necesidad. Las instrucciones capitulares que Camilo reservaba a sus frailes con­sistían en imprimir en ellos hasta sus gestos más prácticos.
Del Cotolengo se ha dicho que sus más grandes milagros consistían, no en el hecho de que la Pro­videncia le regalase improvisada­mente dinero cada vez que le fal­taba (que sucedía) sino en el he­cho de que cuando se enfrentaba a una necesidad (sordomudos, huér­fanos, minusválidos mentales, vie­jos, inválidos, etc.) llamaba a su al­rededor para resolverla a un nú­mero impresionante de personas y éstas lo seguían, encontrando así su propia vocación como si la hu­biesen buscado siempre.
A cada grupo de necesidades del Cotolengo ofrecía por tanto no sólo las obras y cuidados necesa­rios, sino una familia de personas contagiadas de su caridad, los cua­les tomaban a su cargo algunos cuidados, pero de modo humana­mente global, ofreciendo su ínte­gra compañía. Así él inventaba «tipos» distintos de laicos, mon­jas, frailes y hasta seminaristas y curas: un «tipo» para cada necesi­dad, pero todos «similares» en su gran corazón.
También en la vida de san Juan Bosco es impresionante la innu­merable cantidad de personas atraídas por él: aparte de los mi­les de chicos que crecieron forma­dos en la escuela de su personalí­sima paternidad, debemos recor­dar las numerosas personas adul­tas que reunió alrededor de su ca­risma como educador, transfirién­doselo a ellos. A su muerte tenía como colaboradores a 774 profe­sores y a 276 novicios.

***
Hasta ahora hemos hablado casi exclusivamente de movimien­tos que se transformaron después casi todos en congregaciones reli­giosas. Pero debemos subrayar cómo cada fundador (cada Orden, cada Instituto) ha experimentado siempre un reconocimiento y el ser guía de muchos miles de fieles que gravitaron en la órbita de su carisma.
Es el caso de las llamadas «Ter­ceras Órdenes seculares» que a ve­ces alcanzaron número y consis­tencia impresionantes. Por des­gracia -a causa de una concep­ción eclesiológica más bien estáti­ca e institucionalmente rígida­- estas agrupaciones laicales se limi­taron a menudo a gozar sólo de una determinada espiritualidad vaga y a organizar alguna genéri­ca actividad cultural o caritativa. Cuánto le ha costado a la Iglesia el hecho de que a ciertos carismas no se les haya permitido generar ver­daderos movimientos laicales, sino solamente «Terceras Órde­nes» más bien débiles, es difícil de decir.
Volviendo a las «agregaciones» provocadas por fundadores, es ne­cesario admitir que no es cierta­mente una cuestión de número, sin embargo, es decisiva la eviden­cia: cuando un verdadero carisma se afirma en la vida de la Iglesia, una parte consistente del pueblo de Dios se mueve y se agrega a él forzada por una misteriosa afini­dad. Respetar este hecho significa estar atentos y apasionados en la vida de la Iglesia y en la gracia multiforme del Espíritu Santo.
Una última observación -aun­que un poco triste- es necesaria aún. El florecer de estas agregacio­nes carismáticas juzga objetiva­mente a la Iglesia.
¿Por qué ciertas realidades ins­titucionales (por ejemplo los se­minarios) y ciertas realidades carismáticas del pasado (algunas Ór­denes, algunos Institutos) ya no tienen casi fuerza aglutinadora? La escasez de vocaciones es verifi­cable estadísticamente. En algunos casos se ha alcanzado hace tiempo el crecimiento cero.
Es preocupante el hecho de que esto sucede mientras otras realida­des carismáticas (piénsese en las Hermanas de la Caridad de Madre Teresa o en los Memores Domini del movimiento de CL) no consiguen casi contener el creciente nú­mero de novicios.
Dos son las respuestas que se pueden dar.
La primera debe hacer operati­vo un juicio que en la Iglesia es inevitable: lo que es fecundo juz­ga necesariamente a lo que es es­téril; y lo que es estéril puede sen­tir celos de lo que es fecundo. No hay que olvidar que el criterio de la «fructificación» señalado por Juan Pablo II como criterio de eclesialidad de los nuevos movi­mientos, sirve aún con mayor se­riedad para los movimientos «an­tiguos» y para las instituciones mismas.
La segunda debe pedir con fuerza la gracia de una conversión: ciertas hostilidades hacia el nuevo nacen simplemente porque aco­gerlo querría decir aceptar la con­siguiente provocación de conver­tirse.
Convertirse, sin embargo, aceptando humildemente el juicio que Dios indica, aprendiendo así nuevos métodos y nuevas perspec­tivas, vuelve alegre al corazón y la vida fructuosa.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página