¿Cómo nace un movimiento? Humanamente, no es explicable del todo. El protagonista es el Espíritu que toca a algunas personas a través de la palabra y
el testimonio de otras que viven un determinado aspecto del acontecimiento cristiano. Así fue para los primeros franciscanos que se «descalzaron» para
seguir al pobrecillo de Asís. Para aquellos seis amigos que fueron trastornados por
el ejemplo de Ignacio de Loyola, para los seguidores de Camilo de Lelis o los de
Juan Bosco.
«Los carismas del Espíritu crean siempre afinidades destinadas a ser para cada uno el sostén de su tarea objetiva en la Iglesia. El que se cree esta comunión es ley universal. Vivirla es un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu» Juan Pablo II, A los sacerdotes de CL, 12-IX-1985).
Si un cristiano mira con seriedad y amor al misterio de la relación marital entre Cristo y la Iglesia, comprende dos cosas al mismo tiempo: que la Iglesia es verdaderamente el cuerpo de Cristo y posee institucionalmente todo lo que le es necesario para vivir en Él, con Él y por Él; y que necesita ser guiada continuamente, «movida» por el Espíritu del Resucitado, el cual (más allá de los dones institucionales) la colma de dones carismáticos, sobre todo de aquéllos destinados a reproponer, de modo persuasivo, la «forma viva» de Cristo «presente aquí y ahora», que responde aquí y ahora a la necesidad de su Iglesia.
En definitiva, sucede a nivel carismático algo similar a lo que sucede a nivel institucional en el sacerdocio ministerial: por una parte, el sacerdote está totalmente inmerso en la Iglesia como cualquier otro fiel bautizado; por otra, está también frente a la Iglesia y «representa la persona de Cristo»: actúa in persona Christi en la Iglesia y por la Iglesia, reproponiendo el rostro, la palabra, el gesto sacramental de Cristo. De la misma manera (aunque en otro plano: no fundado sobre el sacramento sino sobre la libre iniciativa del Espíritu) un fiel puede recibir carismáticamente la gracia de traducir en algo vivo la imagen de Cristo hasta remover la existencia cristiana interna de aquéllos a los que ese carisma está destinado en el designio de Dios.
Esta equivalencia es fácilmente comprensible y verificable en la historia si se piensa en el llamado «carisma de los fundadores». En un documento oficial de la Iglesia (Mutuae Relationes) leemos: «El carisma de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu transmitida a los propios discípulos para ser vivida por éstos, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el cuerpo de Cristo en perenne crecimiento» (n. 11).
Expresiones de este tipo ya no son objeción para nadie porque nos hemos acostumbrado a usarlas para referirnos a realidades perfectamente constituidas y reconocidas desde el punto de vista jurídico: es decir, a Órdenes e Institutos religiosos oficialmente a probados.
Hoy nadie puede negar el derecho de cualquier cristiano a percibir una afinidad con el carisma de san Francisco de Asís, de santo Domingo o de santa Teresa o san Ignacio, y podríamos continuar con una lista innumerable de fundadores (santos o no) hasta llegar a los fundadores todavía vivos (por ejemplo, Madre Teresa de Calcuta). No sólo eso: ni siquiera sorprende que aquéllos que son contagiados por un determinado «carisma de un fundador» adquieran en la Iglesia el derecho a vivir dentro de esa experiencia carismática toda la experiencia eclesial: la institución sigue siendo institución también para ellos y como a tal se la respeta, pero todo el «movimiento» de su vida eclesial versa en el ámbito abierto del carisma.
A uno que vive la «comunión carismática» con el movimiento fundado por san Francisco (o por cualquier otro fundador reconocido) ningún obispo o párroco le pondría hoy ninguna objeción argumentando que las diócesis y las parroquias tienen ya todo lo necesario para ser cristianas.
En efecto, ésta sería una afirmación totalmente verdadera y legítima, sin embargo, diócesis y parroquias admiten tranquilamente que alguno de sus fieles pueda (o deba, si ésta es la voluntad de Dios) pertenecer plenamente a una determinada historia, fundada sobre un determinado carisma.
Si un obispo o un párroco organiza su pastoral diocesana o parroquial, ciertamente desea integrar también la experiencia carismática de los religiosos presentes a su alrededor, pero sabe que lo tiene que hacer valorándolas en cuanto tales, según el carisma propio de cada una, y no sometiéndola arbitrariamente a proyectos prefabricados.
Todo esto normalmente es aceptado por todos, e insistimos en que lo que hace a estas afirmaciones no sólo obvias sino «practicables» en la Iglesia sin demasiadas dificultades es el hecho de que se las entiende normalmente en referencia a Institutos ya reconocidos.
Pero, quién sabe por qué, se olvida a menudo que el «reconocimiento oficial» ha sido siempre posterior al «hecho»: y es porque un número importante de fieles ha encontrado aquel determinado carisma, lo ha sentido afín y ha realizado una determinada experiencia de comunión (frecuentemente contradicha y contrastada con su origen durante largos años) por lo que la Iglesia institucional ha terminado reconociéndoles una dignidad similar a la de la institución misma.
Pero al principio, el fiel bautizado que era portador de aquel carisma determinado (a menudo un simple laico) y los que a él se adherían eran considerados con frecuencia como elementos perturbadores de la «tranquilidad institucional».
Por tanto, cuando se dice que es tarea de la Iglesia institucional reconocer un carisma y guiarlo, se dice una verdad, pero no se deduce de hecho (como alguno parece querer entender) que el «surgimiento de la comunión» sea o deba ser posterior a ese reconocimiento. Por el contrario, normalmente lo precede y lo estimula.
Tampoco se deduce que el «surgimiento de tal comunión» pueda ser guiado y administrado en su «hacerse». Puede ser sólo reconocido.
Un último aspecto explica un poco más las dificultades que encuentran hoy los distintos movimientos para ser aceptados.
Si en el pasado -por una determinada concepción eclesiológica estática- los movimientos nacidos en torno al carisma tendían a institucionalizarse en formas identificables de «vida religiosa» (la mayoría de las veces eran institucionalizados a la fuerza, y no sin el sufrimiento de sus fundadores), hoy, una concepción eclesiológica más dinámica (de la Iglesia como pueblo de Dios en camino, de la dignidad común de todos los bautizados y de su derecho-deber a organizarse libremente y a participar en la común misión de la Iglesia) impone un nuevo modo de pensar en el futuro de estos movimientos que nacen en torno a ciertos «carismas de fundación»: por una parte generarán formas asociativas oficialmente reconocidas, y por otra animarán la vida laica normal en el mundo.
Tanto más sabrá la institución eclesiástica acoger y valorar estas realidades cuanto más comprenda que están al total servicio del encuentro entre Cristo y cada hombre (tal y como enseña la Redemptor Hominis); el espacio que conduce de Cristo a cada hombre, y de cada hombre a Cristo es tan vasto que todos los movimientos posibles no bastarían para comprenderlo y abarcarlo.
La Iglesia sólo puede estar contenta valorando a todos los hijos que caminan dentro de ella, cada uno con su propia «genialidad carismática» y con su propia «compañía carismática».
Antes de ver las experiencias de los santos, vale la pena anteponer otra útil observación: las experiencias comunitarias que nacen en torno a quien es portador de un carisma tienden normalmente a ser descritas con el mismo lenguaje, rico de imágenes y símbolos, que habitualmente se usa para describir la experiencia eclesial en cuanto tal. Y eso ya es muy significativo.
El «surgimiento de la comunión» o la «afinidad» generada por el carisma de Francisco de Asís o de Domingo de Guzmán a principios de este milenio no fue un hecho humanamente explicable, sino un acontecimiento trastornador. Para documentarlo, podríamos releer las «fuentes franciscanas» y las «dominicas», pero podemos también limitarnos a la espléndida síntesis que encontramos en La Divina Comedia, donde toda la «teología del carisma» está poéticamente esbozada.
En el Canto XI del Paraíso, santo Tomás de Aquino (dominico) con «inflamada cortesía» compone el elogio a san Francisco y a sus hermanos, y le corresponderá al franciscano Buenaventura, en el Canto XII, componer el elogio a santo Domingo.
Aquí se explica la presencia de los dos «fundadores» en la Iglesia como el deseo de Cristo de dar a su Esposa «dos príncipes» que la hagan «segura en sí misma y más fiel a su Esposo» (XI, 37).
Por brevedad, nos limitaremos a san Francisco, que es descrito como aquél que revive en su persona el matrimonio entre Cristo pobre y la Pobreza. Es decir, en la Iglesia de 1200, el matrimonio entre Francisco y la Pobreza encarnó la relación marital entre Cristo pobre y su Iglesia.
Dante narra con gozo cómo el atractivo de este místico «matrimonio» atrajera en torno al Pobrecillo a un grupo cada vez mayor de amigos: «Su concordia y sus contentos semblantes eran pura saeta de santos pensamientos, inspirados en sus dulces miradas»: el carisma es descrito como un matrimonio envidiable que suscita, en quien observa a los esposos amantes, el deseo de participar en la fiesta nupcial. «Eso hizo que el admirable Bernardo se descalzara antes de correr a tanta paz, pareciéndole que llegaba tarde. ¡Oh, ignota riqueza!¡Oh, bien feraz! Descalzáronse Egida y Silvestre tras el esposo, y, la esposa plugo que así lo hicieran».
Sería útil una aclaración histórica: Bernardo era un rico ciudadano de Asís, Egidio era un joven de pueblo, Silvestre era un cura. El carisma les dio el ámbito vital en el que vivir la misma fe que la Iglesia institucional había sembrado ya en ellos. Concluye Dante: «Hecho lo cual, aquel Padre y Maestro fuese por el mundo con su dama y su breve familia...» Sigue después la narración de cómo la institución (Papa Inocencio III) reconoció el carisma y les dio el primer «sello». Fue éste el inicio de la «pobrecilla gente» y de su misión en la Iglesia y en el mundo: antes de la muerte de Francisco se contaban ya cerca de diez mil «franciscanos» y a un siglo de su nacimiento, 30 mil hermanos y 1.271 casas.
Otro espléndido ejemplo de carisma que generó afinidad (no quedando después institucionalizado) fue el de Catalina de Siena.
He aquí cómo un historiador moderno lo describe en su Historia de la Iglesia en Italia: «Con la aparición de esta frágil figura de mujer las masas se mueven, los corazones endurecidos se convierten, las confesiones no acaban nunca. Odios implacables cesan, familias divididas se rehacen, ciudades en lucha firman la paz. Familias enteras como aquélla de elevada posición de los Tolomeos, por efecto de las oraciones de santa Catalina abandonan la vida mundana y se dedican a Dios, algunos tras los Capuchinos, otros tras los Predicadores. Jóvenes dirigidos y guiados por ella ingresan en distintas Órdenes monásticas, Vallambrosani, Olivetani, Certosini.
En 1375 en Pisa, toda la familia Buonconti entra en su escuela y todos sus miembros se hacen religiosos, después de que la misma madre de la santa, Lapa, que había quedado viuda, se hubiera convertido hermana de la Penitencia. En la incertidumbre de los tiempos, desorientación de los espíritus, santa Catalina es un punto de convergencia, un centro polarizador para los más variados individuos que en ella reconocen la presencia de una acción superior». (G. Penco).
Incluso cuando habla de sus seguidores, Catalina usa expresiones bastante similares a las que Cristo usaba hablando de sus discípulos, hasta preocuparse también ella de que éstos no quedasen tras su muerte «como ovejas sin pastor». Y era una joven mujer laica que se senda responsable hasta de los sacerdotes, religiosos y obispos.
Otro ejemplo de carisma que generó una afinidad arrasadora es el de Ignacio de Loyola. El primer grupo de seis amigos se constituyó a través de la relación que individualmente tuvo cada uno con aquel soldado convertido: Pietro Faver les daba lecciones de filosofía e Ignacio en cambio les predicaba los Ejercicios; Francisco Javier en su ardor goliárdico fue casi paralizado y hecho prisionero por una frase de Jesús que sintió resonar en los labios de Ignacio como dirigida exclusivamente a él: «¿De qué le vale a un hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?». Y así se dedicó a ganar el mundo para Él, por Cristo, arrastrando detrás de sí a millones de convertidos.
Si en 1540 hay 8 jesuitas, en 1556 (año de la muerte de Ignacio) los jesuitas son más de mil, repartidos por todo el mundo, y 60 años después serán ya más de 13 mil.
Teresa de Ávila escapó de su gran monasterio carmelita (de cerca de doscientas monjas) para fundar en la misma ciudad un minúsculo convento en el que ofreció la experiencia de una vida contemplativa vivida casi reproduciendo «el pequeño colegio de Jesús» : doce monjas en torno a su priora que testimonian que el cielo se puede encontrar también en la tierra y que la «compañía de los buenos» es el don más grande que Dios pueda dar a quien lo ama. Empieza sola, con cinco muchachas que llegan a ella sin tener ninguna experiencia de vida monástica. A su muerte (veinte años después) los monasterios carmelitas fundados por ella en España serán ya 16 y Teresa, en el lecho donde está esperando finalmente poder «ver a Dios», se acurruca consolada por encontrarse en medio de sus monjas que se han transformado para ella en la evidencia del regazo eclesial: «Bendito sea Dios que me ha puesto en medio de vosotras», considerándolas como su refugio y protección. Y así puede morir rezando tranquila: «Te doy gracias Señor, Dios mío y Esposo de mi alma, porque has hecho de mí una hija de tu santa Iglesia católica. En el fondo, soy hija de la Iglesia».
De hecho, la afinidad generada por el carisma permite no sólo a quien lo sigue sino, y sobre todo, a quien de él es depositario, encontrar «sostén para su tarea objetiva en la Iglesia».
Camilo de Lelis, una vez intuida su misión y haber acogido con infinito agradecimiento su personal carisma, se dedicó enseguida a buscar «la compañía de hombres de bien los cuales, no por interés sino sólo por amor de Dios, se consagraron al servicio de los enfermos con el amor de una madre a su único hijo enfermo». A su muerte, los «camilianos» estaban presentes en los hospitales de Roma, Nápoles, Milán, Ferrara, Mantua, Florencia y eran llamados por doquier.
Para aquellos que se unieron a Camilo, la afinidad provocada por el carisma debió descender incluso hasta aprender de él cómo y con qué ternura se debía hacer la cama al enfermo, arroparlo, escucharlo y asistirlo en cualquier necesidad. Las instrucciones capitulares que Camilo reservaba a sus frailes consistían en imprimir en ellos hasta sus gestos más prácticos.
Del Cotolengo se ha dicho que sus más grandes milagros consistían, no en el hecho de que la Providencia le regalase improvisadamente dinero cada vez que le faltaba (que sucedía) sino en el hecho de que cuando se enfrentaba a una necesidad (sordomudos, huérfanos, minusválidos mentales, viejos, inválidos, etc.) llamaba a su alrededor para resolverla a un número impresionante de personas y éstas lo seguían, encontrando así su propia vocación como si la hubiesen buscado siempre.
A cada grupo de necesidades del Cotolengo ofrecía por tanto no sólo las obras y cuidados necesarios, sino una familia de personas contagiadas de su caridad, los cuales tomaban a su cargo algunos cuidados, pero de modo humanamente global, ofreciendo su íntegra compañía. Así él inventaba «tipos» distintos de laicos, monjas, frailes y hasta seminaristas y curas: un «tipo» para cada necesidad, pero todos «similares» en su gran corazón.
También en la vida de san Juan Bosco es impresionante la innumerable cantidad de personas atraídas por él: aparte de los miles de chicos que crecieron formados en la escuela de su personalísima paternidad, debemos recordar las numerosas personas adultas que reunió alrededor de su carisma como educador, transfiriéndoselo a ellos. A su muerte tenía como colaboradores a 774 profesores y a 276 novicios.
***
Hasta ahora hemos hablado casi exclusivamente de movimientos que se transformaron después casi todos en congregaciones religiosas. Pero debemos subrayar cómo cada fundador (cada Orden, cada Instituto) ha experimentado siempre un reconocimiento y el ser guía de muchos miles de fieles que gravitaron en la órbita de su carisma.
Es el caso de las llamadas «Terceras Órdenes seculares» que a veces alcanzaron número y consistencia impresionantes. Por desgracia -a causa de una concepción eclesiológica más bien estática e institucionalmente rígida- estas agrupaciones laicales se limitaron a menudo a gozar sólo de una determinada espiritualidad vaga y a organizar alguna genérica actividad cultural o caritativa. Cuánto le ha costado a la Iglesia el hecho de que a ciertos carismas no se les haya permitido generar verdaderos movimientos laicales, sino solamente «Terceras Órdenes» más bien débiles, es difícil de decir.
Volviendo a las «agregaciones» provocadas por fundadores, es necesario admitir que no es ciertamente una cuestión de número, sin embargo, es decisiva la evidencia: cuando un verdadero carisma se afirma en la vida de la Iglesia, una parte consistente del pueblo de Dios se mueve y se agrega a él forzada por una misteriosa afinidad. Respetar este hecho significa estar atentos y apasionados en la vida de la Iglesia y en la gracia multiforme del Espíritu Santo.
Una última observación -aunque un poco triste- es necesaria aún. El florecer de estas agregaciones carismáticas juzga objetivamente a la Iglesia.
¿Por qué ciertas realidades institucionales (por ejemplo los seminarios) y ciertas realidades carismáticas del pasado (algunas Órdenes, algunos Institutos) ya no tienen casi fuerza aglutinadora? La escasez de vocaciones es verificable estadísticamente. En algunos casos se ha alcanzado hace tiempo el crecimiento cero.
Es preocupante el hecho de que esto sucede mientras otras realidades carismáticas (piénsese en las Hermanas de la Caridad de Madre Teresa o en los Memores Domini del movimiento de CL) no consiguen casi contener el creciente número de novicios.
Dos son las respuestas que se pueden dar.
La primera debe hacer operativo un juicio que en la Iglesia es inevitable: lo que es fecundo juzga necesariamente a lo que es estéril; y lo que es estéril puede sentir celos de lo que es fecundo. No hay que olvidar que el criterio de la «fructificación» señalado por Juan Pablo II como criterio de eclesialidad de los nuevos movimientos, sirve aún con mayor seriedad para los movimientos «antiguos» y para las instituciones mismas.
La segunda debe pedir con fuerza la gracia de una conversión: ciertas hostilidades hacia el nuevo nacen simplemente porque acogerlo querría decir aceptar la consiguiente provocación de convertirse.
Convertirse, sin embargo, aceptando humildemente el juicio que Dios indica, aprendiendo así nuevos métodos y nuevas perspectivas, vuelve alegre al corazón y la vida fructuosa.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón