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Huellas N.17, Junio 1989

REVISIONES

Notas críticas sobre la Revolución Francesa

Fidel González F.

INTRODUCCIÓN
Toda la modernidad es repen­sada a partir de la crisis historio­gráfica de una serie de aconteci­mientos históricos (que constitu­yen la llamada Revolución France­sa), que para muchos sigue siendo la cuna de la edad contemporánea y su cultura.
Este terreno historiográfico, ¡que no empezó antes de ayer!, está demoliendo los dogmas ilus­trado-liberales de los éxitos de la Revolución Francesa y sus hijos. Dos siglos después de aquel desen­cadenamiento de acontecimientos nos encontramos en una condición más favorable para leer críticamente aquella historia y sus se­cuelas.
Un intento de lectura crítica lo encontramos en las obras de Furet y Richet, La Révolution Francaise, y en otra obra de Furet, Penser la Révolution Francaise, donde aquel hecho lo ven no ya como un mito sagrado sino como una realidad compleja y unitaria y al mismo tiempo diferenciada. Lógicamente los historiadores hoy se ven obli­gados a mirar con ojo crítico el origen genérico de aquella cultura que la Revolución Francesa «in­tentó» instaurar: la ilustración («iluminismo» como se conoce en Europa) liberal-positivista. Con frecuencia solamente políticos y la masa de los medios de comunica­ción social obedientes a «la voz de su amo» siguen incensando a la que en nombre de la libertad va a inaugurar la época del liberalismo más cruel, del proletariado social indefenso con las secuelas de la de­gradación humana y social y las épocas de los totalitarismos más antihumanos de la Historia.
En una breve serie de apuntes, de la que este artículo es el prime­ro, quisiéramos recordar a nues­tros lectores algunos puntos con frecuencia olvidados. Nos propo­nemos ver la actitud de la Revo­lución Francesa frente al Aconte­cimiento cristiano y la Iglesia, y en otra serie de apuntes la relación estrecha entre la Revolución Fran­cesa y el fenómeno cultural de la llamada modernidad.
Pero, ¿qué piensa un cristiano de la Revolución Francesa? Como en todo acontecimiento de la His­toria, ve la gran ocasión para el cristianismo y la Iglesia de purifi­carse y renovarse. Pero no en el sentido de meter en una especie de «macedonia» revolución y cristia­nismo, sino en el sentido de poner en juego la fe en función anti-to­talitaria y pro-hombre, como tes­timonio concreto de aquella vida distinta que en definitiva era el de­seo que muchos revolucionarios ansiaban en aquellos años violen­tos y atribulados.
Hoy, a pesar de la cultura de la modernidad que ha ayudado a ge­nerar los mitos historiográficos de la Revolución Francesa, éstos se van desmoronando por doquier. Sólo quedan agarrados en algunos estratos ilustrados, liberales o marxistas y, curiosamente, en al­gunos sectores del mundo clerical que pretenden coger el tren de la modernidad cuando éste sólo se encuentra en una vía muerta.

LA DESCRISTIANIZACIÓN: DATOS QUE PLANTEAN UNA SERIE DE PREGUNTAS
Historiadores sobre el hecho religioso antes, durante y después de la Revolución Francesa de 1789 nos han venido ofreciendo una se­rie de datos que nos ponen ante la necesidad de un serio examen so­bre la fe en la Francia del Antiguo Régimen, de la Revolución, y del período subsiguiente.
En pocos años, de una Francia oficialmente arropada en la fe cristiana, se pasa a una Francia vestida de espíritu anticristiano. Nunca hasta entonces la descris­tianización de una sociedad fue tan rápida. Dejemos hablar a las esta­dísticas. En 1789, poco antes de la toma de la Bastilla, el 90 por cien­to de la población francesa iba re­gularmente a misa. El 95 por cien­to de los franceses celebraba la Pascua. Diez años más tarde nos encontramos con una situación in­versa.
Si examinamos los datos que nos ofrece París, la situación es más sombría. En diez años la prác­tica religiosa tradicional bajó del 90 al 10-15 por ciento. Se conser­va una práctica religiosa tradicio­nal limitada al bautizo de los ni­ños, al matrimonio y a los fu­nerales.

ALCANCE DEL FENÓMENO
Para comprender la amplitud y el alcance de este fenómeno es ne­cesario comprobar las raíces, y el cambio profundo que provocaron los acontecimientos revoluciona­rios en la sociedad y en la Iglesia de Francia a partir de 1789. Los daños para la Iglesia francesa fue­ron gravísimos.
El cisma querido por la Revo­lución acabó por llevar a la gente a la indiferencia: en vez de escoger entre constitucionales (los que aceptaban la Constitución Civil del Clero, de signo cismático y «gali­cano») o refractarios (los fieles del Papa, que se negaban a jurar aque­lla Constitución Civil del Clero, impuesta por la fuerza) la gente deja de practicar la religión.
Los pasos sucesivos de descris­tianización programada por el po­der revolucionario (tanto durante la Convención como durante el Directorio) agudizarán aún más esta situación. Las cosas no se arreglaron durante el Imperio, por el contrario, la disminución en la práctica religiosa fue creciendo, y sobre todo se fue estabilizando. Una tercera parte de los franceses se ve afectada por esta situación en un camino sin vuelta. Las lu­chas decimonónicas entre los herederos de la Revolución y los par­tidarios de la Restauración, y la victoria definitiva de aquéllos con la Tercera República Radical de 1871 (que durará hasta 1945) san­cionarán definitivamente aquel proceso de descristianización.
¿Cómo se explica todo esto?

EL INICIO DE UN PROCESO DE SECULARIZACIÓN: DEL PENSAR Y DE LA MORAL TEOLÓGICA AL CRITERIO SOCIOLÓGICO
«Estudiar la religión hoy signi­fica examinar el rumbo y el fin que han tomado sus contenidos en nuestras sociedades». Esta frase del historiador jesuita Michel De Certeau nos introduce en las raí­ces del tema.
La Francia del Antiguo Régi­men era fundamentalmente cris­tiana. Pero en aquella Francia echa sus raíces el fenómeno de la secu­larización «anticristiana». ¿Cómo?
Poco a poco el pensar y los funda­mentos teológicos de la praxis moral cristiana son sustituidos por sólo el pensar sociológico y su éti­ca correspondiente como instru­mento metodológico en una socie­dad que se quiere construir autó­nomamente a base de la ley moral objetiva natural, y de la revelada. La Iglesia de los siglos XVII y XVIII es la Iglesia de grupos antagonistas entre sí. Se combaten dentro de la Iglesia católica, como dentro de las Iglesias reformadas, para no hablar del antagonismo entre estas dos. La división de la cristiandad conduce al nacimiento de una referencia unificante exte­rior. Se introduce un criterio «re­ligioso» de certidumbre laico, ex­clusivamente secular: la participa­ción de la sociedad civil.
La verdad aparece no ya como lo que el grupo defiende, sino como algo con lo que el grupo se defiende. Se invierten así los pa­peles de la sociedad y de la verdad. Al final será la sociedad la que funde y determine lo que es verdad y bueno. La sustitución de lo religioso por lo social es la herejía global, como la llama De Certeau. Los mismos grupos dentro de la Iglesia como jansenistas (en Francia casi siempre casados con los galicanos, antirromanos y rigo­ristas, y más tarde, durante la Re­volución, los grandes sostenedores del proceso de separación del cle­ro francés de Roma y extrañamen­te aliados con los políticos tanto ilustrados como revolucionarios) y antijansenistas (a la cabeza de és­tos los jesuitas, suprimidos en el fondo por aquéllos y sus aliados ilustrados a partir de la segunda mitad del s. XVIII en los diversos Estados), como incluso los mis­mos grupos católicos y protestan­tes, no se distinguen al final tanto por la identidad religiosa, por la naturaleza de su experiencia, sino sólo por el simple hecho de opo­nerse entre sí, de aliarse entre ellos en cuanto se oponen los unos a los otros. Esto explica las extra­ñas alianzas de los jansenistas y los ilustrados «racionalistas», ene­migos de los jesuitas, y los distin­tos tipos de jansenismos teológi­cos, morales, disciplinares y polí­ticos. Es famosa en este sentido la frase del cardenal Aguirre: «¿Jan­senista? Los teológicos son muy pocos, los moralistas son algunos más, los antijesuitas son todos».

SEPARACIÓN ENTRE FE Y EXPERIENCIA
El vacío de la misión histórica del cristianismo está ya en acción. Lentamente se da una separación entre fe y experiencia, fe y cultu­ra, entre creencias y doctrinas, en­tre experiencia e instituciones. La religión es reducida a prácticas, ri­tos, momentos separados de la vida. La visibilidad de la fe se mide por los imperativos de la utilidad social con el metro de la filantro­pía y de la defensa del orden. Para los jansenistas esto coincide con la defensa de todo lo que sepa a «pri­mitivismo cristiano» (la Iglesia primitiva será siempre el punto dogmático de parangón en una vi­sión arqueologista impresionan­te); para los an­tijansenistas se identifica la im­posición farisaica de la ley cristiana (moralismo) en las leyes de la moralidad públi­ca, con la conse­cuente reducción de la fe a moralismo. Ambas posiciones tie­nen una cosa en común: la reduc­ción de la verdad a gesto social. Son los usos, más que la fe, el lugar decisivo de la vida.

RUPTURA ENTRE FE Y MORAL
Aquí se injertan los presupues­tos de la ética ilustrada-iluminista-­liberal. Se produce así lentamente una ruptura entre fe (religión) y moral. Una ética política y econó­mica, que nada tiene que ver con la teología o con la fe cristiana como experiencia, organiza la so­ciedad. Esta ética social relativiza la fe como simple objeto que se puede maniobrar. La fe ya no tie­ne nada que decir sobre las orien­taciones de la sociedad. La ética toma el puesto de la teología. Es interesante notar que en esta épo­ca se multiplican los tratados de reflexión ética sobre la sociedad; la religión se mide sobre la base de los valores éticos. Se la reduce a las prácticas religiosas. La moral es la que provee los principios universales del comportamiento humano y social, mientras que los dogmas deben retirarse en el inte­rior de las sacristías, en la tierra escondida de nadie, en la particu­laridad. Rousseau decía: «No tene­mos la misma fe, pero tenemos al menos la misma moral». Sería lo que hoy se ha dado en llamar «la
plataforma común de los valores éticos como la justicia, la honesti­dad, la paz...
».

POSICIÓN ANTE EL ACONTECIMIENTO CRISTIANO (ANTE CRISTO)
Para encontrar la unidad con la certidumbre hay que llegar hasta una religión natural fundamental. Lógicamente, en este camino, las religiones históricas, y por lo tan­to el cristianismo, son un impedi­mento que habrá que eliminar. Aquí están las raíces ideológi­cas de una historia legislativa de medidas persecutorias contra el cristianismo durante la Revolu­ción y todos los esfuerzos por pro­mover una serie de medidas para «crear» un nuevo culto de una re­ligión natural, de la Razón duran­te la Convención y el Directorio. Lo que la Masonería siempre ha­bía soñado y promovido (esta religión natural del gran Arquitecto del Universo) la revolución querrá forzosamente ponerlo en práctica. La Revolución no es atea, como en general no lo es el pensamiento ilustrado y la Masonería. La Revo­lución es la expresión más genui­na del pensamiento y de la actitud ideológica de la Masonería. En el fondo éstos son, en el contexto de la historia del cristianismo, una nueva forma de agnosticismo, de racionalización del Misterio cris­tiano y de su total vaciamiento teológico. La negación de la encar­nación del Verbo en la historia hu­mana. La Revolución es el triunfo de la burguesía ilustrada pero tam­bién es el triunfo de su pensa­miento agnóstico, con todo el sig­nificado que este término tiene en la historia del cristianismo.
Esto echa por tierra los clichés de una visión de la revolución del pueblo contra el poder dominan­te, simbolizado entonces por la monarquía, o el cliché de una re­volución progresista. Sabemos que aquella revolución genera el libe­ralismo ideológico, económico y social, aquel liberalismo también retratado en el prólogo del Mani­fiesto de Marx.
No serán por ello medidas ex­trañas las que el proceso revolu­cionario lenta, pero inexorable­mente irá tomando contra la Igle­sia católica como expresión de una religión histórica revelada, en la que el centro es el Acontecimien­to histórico de Cristo que preten­de ser el Dios que entra, encarna­do, en la Historia. Ni serán extra­ños los esfuerzos por inventar un calendario, un culto, un rito de una religión natural «razonable» que convierta a todos los hombres en «buenos y felices». Es interesante la pasión con la que estos «ilustra­dos» racionalistas de antes y des­pués de la Revolución niegan el dato de pecado original del hom­bre y por lo tanto de la redención de Cristo. Está en la lógica de este pensamiento aquí reseñado.
Tampoco será algo extraño el esfuerzo por unificar a todas las religiones «rivales» desde el su­perpoder estatal, que se propone en nombre de la libertad de con­ciencia el control de todas las con­ciencias. Tampoco es ilógico que se busquen desde la política (que aquí se hace coincidir con los in­tereses del Estado) los medios, in­cluso coercitivos, para unir, con­trolar y dictar los sentimientos religiosos de la gente, como es el caso de la Constitución Civil del Clero y de la religión de la Razón o de la Naturaleza que durante la Convención o el Directorio se querrán imponer por la fuerza a Francia. En definitiva todas estas medidas reafirmaban la teoría de que la moral es siempre proviso­ria, externa, de la situación, de lo útil (según el Poder, es decir, el Estado, la Economía, la Política, en este caso liberal, en otro mar­xista ... ).
Por todo ello, la religión, la fe, se empiezan a percibir como algo externo en cuanto a su práctica (separación entre la vida y la fe), y privado en cuanto a su expresión de la teoría liberal sobre el ámbi­to privado de la fe a las concien­cias (la fe cerrada en las sacris­tías). A lo sumo a la fe se le con­cede el privilegio o la categoría de la costumbre, o del folklore. En esto coinciden todos los liberalis­mos, marxismos, fascismos.

LA RAZÓN DE ESTADO
Todo esto es la premisa de la afirmación definitiva de la «razón de Estado». La novedad durante la Revolución Francesa y la mentali­dad liberal que genera no es que sea antirreligiosa. De hecho no lo es. Robespierre manda a varios personajes a la guillotina por «ateos». Más tarde Napoleón re­conocerá incluso a la Iglesia cató­lica un papel importante en el fa­moso Concordato de 1802, y los Estados liberales reconocerán la fe católica o la protestante como re­ligión oficial de los Estados según los casos.
Lo dramático es que se la quie­re convertir en un ente al servicio del Estado, en una especie de po­licía espiritual al servicio de una política de orden, de un sistema (véase el esfuerzo constante de fa­bricar Iglesias patrióticas, o nacio­nales, desde entonces hasta hoy). Se busca la transición de las con­ciencias cristianas hacia una nue­va moralidad pública. La verdade­ra religión es la razón de Estado, la politización de los comporta­mientos, los distintos contratos sociales con los que se reorganizan las fuerzas dominantes en la socie­dad, los valores comunes que estos contratos exigen.
Esta mentalidad había empezado a tomar mayor vigor a lo largo del siglo XVIII. Tiene expresiones diversas entre jansenistas, antijan­senistas, ilustrados deístas, pero en el fondo el principio es idénti­co en todos: la identificación de la fe cristiana con las prácticas. Para unos eran los comportamientos culturales o civiles como la hones­tidad, el deber de Estado, el legíti­mo amor propio, los deberes so­ciales y un largo etc.; para otros se excluía además la fe sobrenatural de la vida de los hombres, cerra­dos en su mundo exclusivo y na­tural.
Aquella identificación entre la función social y el significado del hombre llevará a los «excesos» de la Revolución Francesa, o a las medidas legislativas anti-Iglesia de los regímenes liberales-burgue­ses, o a las persecuciones san­grientas de los regímenes social­marxistas en los dos siglos que han sucedido a aquellos hechos.
No son «excesos» en absoluto. Son la más lógica forma de actuar una vez que se han propuesto unos principios y aceptado una nueva «fe»: la señalada arriba.

DEFENESTRACIÓN DE LA IGLESIA DE LA VIDA PÚBLICA
La política del Poder durante la Revolución Francesa y sus herede­ros será la de llevar a la práctica puntualmente las consecuencias de aquellas premisas. Esta política llevada a cabo con guante blanco había sido ya ensayada durante el siglo XVIII por los regímenes del absolutismo ilustrado embebido
por aquellas ideas. Basta pensar en algunos: Pombal, Aranda, Chois­seul, Tanucci...
Esto comportaba la «defenes­tración» de la vida pública de la Iglesia y de los cristianos. Tal de­fenestración se llevó a cabo a tra­vés de una legislación precisa, ela­borada por un grupo de poder emergente, en élite político-inte­lectual, que hacía ya tiempo había dejado de ser cristiana. Este grupo al principio permite la existencia de la Iglesia como algo funcional dentro de la sociedad, siguiendo la regla famosa de Montesquieu. La religión tiene que convertirse en utilidad social.
Pero ahora el Estado quiere sustituir a la Iglesia como el lugar del sentido del absoluto y el cuer­po del mismo. Se mide por tanto a la Iglesia por su utilidad social concreta y se obliga a la fe cristia­na a una privatización en el ámbi­to de las conciencias, que se «de­samortizan» porque el «hacer» (las prácticas) obedece ahora ya a otro criterio: el establecido por el poder-estado. Muchos cristianos no acepta­rán esta nueva moralidad y nueva religión. Miles de ellos, desde al­gunos obispos hasta simples fie­les, ya en la Francia revoluciona­ria, intentarán restituir un cuerpo a la fe, una visibilidad social, un Verbo con Carne histórica, que es la Iglesia, y no el Estado, que si en el Antiguo Régimen se identifica­ba con el Rey («L'Etat c'est moi»), ahora coincide con los nuevos Po­deres dentro de la sociedad.
Éste es el origen del floreci­miento del movimiento misione­ro. Desde Francia se extiende por toda Europa. Con él nace todo un florecer de numerosos movimien­tos de renovación cristiana que desde la Francia revolucionaria se extenderán por toda Europa. Una expresión clara de ellos serán las numerosas congregaciones reli­giosas nuevas que nacen en Fran­cia en este período. Un historia­dor ha contado hasta 360, caso único en la historia moderna.
Es en esta perspectiva en la que hay que leer las medidas legislati­vas persecutorias contra la Iglesia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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