INTRODUCCIÓN
Toda la modernidad es repensada a partir de la crisis historiográfica de una serie de acontecimientos históricos (que constituyen la llamada Revolución Francesa), que para muchos sigue siendo la cuna de la edad contemporánea y su cultura.
Este terreno historiográfico, ¡que no empezó antes de ayer!, está demoliendo los dogmas ilustrado-liberales de los éxitos de la Revolución Francesa y sus hijos. Dos siglos después de aquel desencadenamiento de acontecimientos nos encontramos en una condición más favorable para leer críticamente aquella historia y sus secuelas.
Un intento de lectura crítica lo encontramos en las obras de Furet y Richet, La Révolution Francaise, y en otra obra de Furet, Penser la Révolution Francaise, donde aquel hecho lo ven no ya como un mito sagrado sino como una realidad compleja y unitaria y al mismo tiempo diferenciada. Lógicamente los historiadores hoy se ven obligados a mirar con ojo crítico el origen genérico de aquella cultura que la Revolución Francesa «intentó» instaurar: la ilustración («iluminismo» como se conoce en Europa) liberal-positivista. Con frecuencia solamente políticos y la masa de los medios de comunicación social obedientes a «la voz de su amo» siguen incensando a la que en nombre de la libertad va a inaugurar la época del liberalismo más cruel, del proletariado social indefenso con las secuelas de la degradación humana y social y las épocas de los totalitarismos más antihumanos de la Historia.
En una breve serie de apuntes, de la que este artículo es el primero, quisiéramos recordar a nuestros lectores algunos puntos con frecuencia olvidados. Nos proponemos ver la actitud de la Revolución Francesa frente al Acontecimiento cristiano y la Iglesia, y en otra serie de apuntes la relación estrecha entre la Revolución Francesa y el fenómeno cultural de la llamada modernidad.
Pero, ¿qué piensa un cristiano de la Revolución Francesa? Como en todo acontecimiento de la Historia, ve la gran ocasión para el cristianismo y la Iglesia de purificarse y renovarse. Pero no en el sentido de meter en una especie de «macedonia» revolución y cristianismo, sino en el sentido de poner en juego la fe en función anti-totalitaria y pro-hombre, como testimonio concreto de aquella vida distinta que en definitiva era el deseo que muchos revolucionarios ansiaban en aquellos años violentos y atribulados.
Hoy, a pesar de la cultura de la modernidad que ha ayudado a generar los mitos historiográficos de la Revolución Francesa, éstos se van desmoronando por doquier. Sólo quedan agarrados en algunos estratos ilustrados, liberales o marxistas y, curiosamente, en algunos sectores del mundo clerical que pretenden coger el tren de la modernidad cuando éste sólo se encuentra en una vía muerta.
LA DESCRISTIANIZACIÓN: DATOS QUE PLANTEAN UNA SERIE DE PREGUNTAS
Historiadores sobre el hecho religioso antes, durante y después de la Revolución Francesa de 1789 nos han venido ofreciendo una serie de datos que nos ponen ante la necesidad de un serio examen sobre la fe en la Francia del Antiguo Régimen, de la Revolución, y del período subsiguiente.
En pocos años, de una Francia oficialmente arropada en la fe cristiana, se pasa a una Francia vestida de espíritu anticristiano. Nunca hasta entonces la descristianización de una sociedad fue tan rápida. Dejemos hablar a las estadísticas. En 1789, poco antes de la toma de la Bastilla, el 90 por ciento de la población francesa iba regularmente a misa. El 95 por ciento de los franceses celebraba la Pascua. Diez años más tarde nos encontramos con una situación inversa.
Si examinamos los datos que nos ofrece París, la situación es más sombría. En diez años la práctica religiosa tradicional bajó del 90 al 10-15 por ciento. Se conserva una práctica religiosa tradicional limitada al bautizo de los niños, al matrimonio y a los funerales.
ALCANCE DEL FENÓMENO
Para comprender la amplitud y el alcance de este fenómeno es necesario comprobar las raíces, y el cambio profundo que provocaron los acontecimientos revolucionarios en la sociedad y en la Iglesia de Francia a partir de 1789. Los daños para la Iglesia francesa fueron gravísimos.
El cisma querido por la Revolución acabó por llevar a la gente a la indiferencia: en vez de escoger entre constitucionales (los que aceptaban la Constitución Civil del Clero, de signo cismático y «galicano») o refractarios (los fieles del Papa, que se negaban a jurar aquella Constitución Civil del Clero, impuesta por la fuerza) la gente deja de practicar la religión.
Los pasos sucesivos de descristianización programada por el poder revolucionario (tanto durante la Convención como durante el Directorio) agudizarán aún más esta situación. Las cosas no se arreglaron durante el Imperio, por el contrario, la disminución en la práctica religiosa fue creciendo, y sobre todo se fue estabilizando. Una tercera parte de los franceses se ve afectada por esta situación en un camino sin vuelta. Las luchas decimonónicas entre los herederos de la Revolución y los partidarios de la Restauración, y la victoria definitiva de aquéllos con la Tercera República Radical de 1871 (que durará hasta 1945) sancionarán definitivamente aquel proceso de descristianización.
¿Cómo se explica todo esto?
EL INICIO DE UN PROCESO DE SECULARIZACIÓN: DEL PENSAR Y DE LA MORAL TEOLÓGICA AL CRITERIO SOCIOLÓGICO
«Estudiar la religión hoy significa examinar el rumbo y el fin que han tomado sus contenidos en nuestras sociedades». Esta frase del historiador jesuita Michel De Certeau nos introduce en las raíces del tema.
La Francia del Antiguo Régimen era fundamentalmente cristiana. Pero en aquella Francia echa sus raíces el fenómeno de la secularización «anticristiana». ¿Cómo?
Poco a poco el pensar y los fundamentos teológicos de la praxis moral cristiana son sustituidos por sólo el pensar sociológico y su ética correspondiente como instrumento metodológico en una sociedad que se quiere construir autónomamente a base de la ley moral objetiva natural, y de la revelada. La Iglesia de los siglos XVII y XVIII es la Iglesia de grupos antagonistas entre sí. Se combaten dentro de la Iglesia católica, como dentro de las Iglesias reformadas, para no hablar del antagonismo entre estas dos. La división de la cristiandad conduce al nacimiento de una referencia unificante exterior. Se introduce un criterio «religioso» de certidumbre laico, exclusivamente secular: la participación de la sociedad civil.
La verdad aparece no ya como lo que el grupo defiende, sino como algo con lo que el grupo se defiende. Se invierten así los papeles de la sociedad y de la verdad. Al final será la sociedad la que funde y determine lo que es verdad y bueno. La sustitución de lo religioso por lo social es la herejía global, como la llama De Certeau. Los mismos grupos dentro de la Iglesia como jansenistas (en Francia casi siempre casados con los galicanos, antirromanos y rigoristas, y más tarde, durante la Revolución, los grandes sostenedores del proceso de separación del clero francés de Roma y extrañamente aliados con los políticos tanto ilustrados como revolucionarios) y antijansenistas (a la cabeza de éstos los jesuitas, suprimidos en el fondo por aquéllos y sus aliados ilustrados a partir de la segunda mitad del s. XVIII en los diversos Estados), como incluso los mismos grupos católicos y protestantes, no se distinguen al final tanto por la identidad religiosa, por la naturaleza de su experiencia, sino sólo por el simple hecho de oponerse entre sí, de aliarse entre ellos en cuanto se oponen los unos a los otros. Esto explica las extrañas alianzas de los jansenistas y los ilustrados «racionalistas», enemigos de los jesuitas, y los distintos tipos de jansenismos teológicos, morales, disciplinares y políticos. Es famosa en este sentido la frase del cardenal Aguirre: «¿Jansenista? Los teológicos son muy pocos, los moralistas son algunos más, los antijesuitas son todos».
SEPARACIÓN ENTRE FE Y EXPERIENCIA
El vacío de la misión histórica del cristianismo está ya en acción. Lentamente se da una separación entre fe y experiencia, fe y cultura, entre creencias y doctrinas, entre experiencia e instituciones. La religión es reducida a prácticas, ritos, momentos separados de la vida. La visibilidad de la fe se mide por los imperativos de la utilidad social con el metro de la filantropía y de la defensa del orden. Para los jansenistas esto coincide con la defensa de todo lo que sepa a «primitivismo cristiano» (la Iglesia primitiva será siempre el punto dogmático de parangón en una visión arqueologista impresionante); para los antijansenistas se identifica la imposición farisaica de la ley cristiana (moralismo) en las leyes de la moralidad pública, con la consecuente reducción de la fe a moralismo. Ambas posiciones tienen una cosa en común: la reducción de la verdad a gesto social. Son los usos, más que la fe, el lugar decisivo de la vida.
RUPTURA ENTRE FE Y MORAL
Aquí se injertan los presupuestos de la ética ilustrada-iluminista-liberal. Se produce así lentamente una ruptura entre fe (religión) y moral. Una ética política y económica, que nada tiene que ver con la teología o con la fe cristiana como experiencia, organiza la sociedad. Esta ética social relativiza la fe como simple objeto que se puede maniobrar. La fe ya no tiene nada que decir sobre las orientaciones de la sociedad. La ética toma el puesto de la teología. Es interesante notar que en esta época se multiplican los tratados de reflexión ética sobre la sociedad; la religión se mide sobre la base de los valores éticos. Se la reduce a las prácticas religiosas. La moral es la que provee los principios universales del comportamiento humano y social, mientras que los dogmas deben retirarse en el interior de las sacristías, en la tierra escondida de nadie, en la particularidad. Rousseau decía: «No tenemos la misma fe, pero tenemos al menos la misma moral». Sería lo que hoy se ha dado en llamar «la
plataforma común de los valores éticos como la justicia, la honestidad, la paz...».
POSICIÓN ANTE EL ACONTECIMIENTO CRISTIANO (ANTE CRISTO)
Para encontrar la unidad con la certidumbre hay que llegar hasta una religión natural fundamental. Lógicamente, en este camino, las religiones históricas, y por lo tanto el cristianismo, son un impedimento que habrá que eliminar. Aquí están las raíces ideológicas de una historia legislativa de medidas persecutorias contra el cristianismo durante la Revolución y todos los esfuerzos por promover una serie de medidas para «crear» un nuevo culto de una religión natural, de la Razón durante la Convención y el Directorio. Lo que la Masonería siempre había soñado y promovido (esta religión natural del gran Arquitecto del Universo) la revolución querrá forzosamente ponerlo en práctica. La Revolución no es atea, como en general no lo es el pensamiento ilustrado y la Masonería. La Revolución es la expresión más genuina del pensamiento y de la actitud ideológica de la Masonería. En el fondo éstos son, en el contexto de la historia del cristianismo, una nueva forma de agnosticismo, de racionalización del Misterio cristiano y de su total vaciamiento teológico. La negación de la encarnación del Verbo en la historia humana. La Revolución es el triunfo de la burguesía ilustrada pero también es el triunfo de su pensamiento agnóstico, con todo el significado que este término tiene en la historia del cristianismo.
Esto echa por tierra los clichés de una visión de la revolución del pueblo contra el poder dominante, simbolizado entonces por la monarquía, o el cliché de una revolución progresista. Sabemos que aquella revolución genera el liberalismo ideológico, económico y social, aquel liberalismo también retratado en el prólogo del Manifiesto de Marx.
No serán por ello medidas extrañas las que el proceso revolucionario lenta, pero inexorablemente irá tomando contra la Iglesia católica como expresión de una religión histórica revelada, en la que el centro es el Acontecimiento histórico de Cristo que pretende ser el Dios que entra, encarnado, en la Historia. Ni serán extraños los esfuerzos por inventar un calendario, un culto, un rito de una religión natural «razonable» que convierta a todos los hombres en «buenos y felices». Es interesante la pasión con la que estos «ilustrados» racionalistas de antes y después de la Revolución niegan el dato de pecado original del hombre y por lo tanto de la redención de Cristo. Está en la lógica de este pensamiento aquí reseñado.
Tampoco será algo extraño el esfuerzo por unificar a todas las religiones «rivales» desde el superpoder estatal, que se propone en nombre de la libertad de conciencia el control de todas las conciencias. Tampoco es ilógico que se busquen desde la política (que aquí se hace coincidir con los intereses del Estado) los medios, incluso coercitivos, para unir, controlar y dictar los sentimientos religiosos de la gente, como es el caso de la Constitución Civil del Clero y de la religión de la Razón o de la Naturaleza que durante la Convención o el Directorio se querrán imponer por la fuerza a Francia. En definitiva todas estas medidas reafirmaban la teoría de que la moral es siempre provisoria, externa, de la situación, de lo útil (según el Poder, es decir, el Estado, la Economía, la Política, en este caso liberal, en otro marxista ... ).
Por todo ello, la religión, la fe, se empiezan a percibir como algo externo en cuanto a su práctica (separación entre la vida y la fe), y privado en cuanto a su expresión de la teoría liberal sobre el ámbito privado de la fe a las conciencias (la fe cerrada en las sacristías). A lo sumo a la fe se le concede el privilegio o la categoría de la costumbre, o del folklore. En esto coinciden todos los liberalismos, marxismos, fascismos.
LA RAZÓN DE ESTADO
Todo esto es la premisa de la afirmación definitiva de la «razón de Estado». La novedad durante la Revolución Francesa y la mentalidad liberal que genera no es que sea antirreligiosa. De hecho no lo es. Robespierre manda a varios personajes a la guillotina por «ateos». Más tarde Napoleón reconocerá incluso a la Iglesia católica un papel importante en el famoso Concordato de 1802, y los Estados liberales reconocerán la fe católica o la protestante como religión oficial de los Estados según los casos.
Lo dramático es que se la quiere convertir en un ente al servicio del Estado, en una especie de policía espiritual al servicio de una política de orden, de un sistema (véase el esfuerzo constante de fabricar Iglesias patrióticas, o nacionales, desde entonces hasta hoy). Se busca la transición de las conciencias cristianas hacia una nueva moralidad pública. La verdadera religión es la razón de Estado, la politización de los comportamientos, los distintos contratos sociales con los que se reorganizan las fuerzas dominantes en la sociedad, los valores comunes que estos contratos exigen.
Esta mentalidad había empezado a tomar mayor vigor a lo largo del siglo XVIII. Tiene expresiones diversas entre jansenistas, antijansenistas, ilustrados deístas, pero en el fondo el principio es idéntico en todos: la identificación de la fe cristiana con las prácticas. Para unos eran los comportamientos culturales o civiles como la honestidad, el deber de Estado, el legítimo amor propio, los deberes sociales y un largo etc.; para otros se excluía además la fe sobrenatural de la vida de los hombres, cerrados en su mundo exclusivo y natural.
Aquella identificación entre la función social y el significado del hombre llevará a los «excesos» de la Revolución Francesa, o a las medidas legislativas anti-Iglesia de los regímenes liberales-burgueses, o a las persecuciones sangrientas de los regímenes socialmarxistas en los dos siglos que han sucedido a aquellos hechos.
No son «excesos» en absoluto. Son la más lógica forma de actuar una vez que se han propuesto unos principios y aceptado una nueva «fe»: la señalada arriba.
DEFENESTRACIÓN DE LA IGLESIA DE LA VIDA PÚBLICA
La política del Poder durante la Revolución Francesa y sus herederos será la de llevar a la práctica puntualmente las consecuencias de aquellas premisas. Esta política llevada a cabo con guante blanco había sido ya ensayada durante el siglo XVIII por los regímenes del absolutismo ilustrado embebido
por aquellas ideas. Basta pensar en algunos: Pombal, Aranda, Choisseul, Tanucci...
Esto comportaba la «defenestración» de la vida pública de la Iglesia y de los cristianos. Tal defenestración se llevó a cabo a través de una legislación precisa, elaborada por un grupo de poder emergente, en élite político-intelectual, que hacía ya tiempo había dejado de ser cristiana. Este grupo al principio permite la existencia de la Iglesia como algo funcional dentro de la sociedad, siguiendo la regla famosa de Montesquieu. La religión tiene que convertirse en utilidad social.
Pero ahora el Estado quiere sustituir a la Iglesia como el lugar del sentido del absoluto y el cuerpo del mismo. Se mide por tanto a la Iglesia por su utilidad social concreta y se obliga a la fe cristiana a una privatización en el ámbito de las conciencias, que se «desamortizan» porque el «hacer» (las prácticas) obedece ahora ya a otro criterio: el establecido por el poder-estado. Muchos cristianos no aceptarán esta nueva moralidad y nueva religión. Miles de ellos, desde algunos obispos hasta simples fieles, ya en la Francia revolucionaria, intentarán restituir un cuerpo a la fe, una visibilidad social, un Verbo con Carne histórica, que es la Iglesia, y no el Estado, que si en el Antiguo Régimen se identificaba con el Rey («L'Etat c'est moi»), ahora coincide con los nuevos Poderes dentro de la sociedad.
Éste es el origen del florecimiento del movimiento misionero. Desde Francia se extiende por toda Europa. Con él nace todo un florecer de numerosos movimientos de renovación cristiana que desde la Francia revolucionaria se extenderán por toda Europa. Una expresión clara de ellos serán las numerosas congregaciones religiosas nuevas que nacen en Francia en este período. Un historiador ha contado hasta 360, caso único en la historia moderna.
Es en esta perspectiva en la que hay que leer las medidas legislativas persecutorias contra la Iglesia.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón