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Huellas N.17, Junio 1989

CAMINO A SANTIAGO

El Pórtico de la Gloria. una acogi­da al hombre peregrino

Magdalena Lapuerta

Año 813. Un hecho logra con­mover a Europa. Un monje llama­do Bernardo atraído por unos ex­traños resplandores descubre cer­ca de Ira Flavia el sepulcro de uno de los doce apóstoles. Uno de los que, tras recibir el mandato de Cristo: «Id por todo el mundo», llegó hasta las costas del Atlánti­co, aguas que señalaban el fin del mundo conocido. Eran los restos de Santiago, el hijo de Zebedeo, el que trajo la fe a Hispania, el que comió y vivió con Cristo, escuchó sus palabras, lloró su muerte, fue testigo de su resurrección y entre­gó su vida a anunciar a Aquél que había cambiado por completo su vida. La cristiandad entera parece estremecerse ante el cuerpo de este hombre que una vez más les recordaba que su fe estaba funda­da en un acontecimiento histórico. Lo que sucedió en Jerusalén resul­taba ya lejano y sin embargo era algo tan cercano y real como lo era ahora el apóstol Santiago, el «Boa­nerges» («hijo del trueno»), así llamado por Cristo debido a su ar­diente temperamento.
Se inicia entonces uno de los mayores movimientos religiosos, culturales y artísticos de la histo­ria. Es el fruto de una fe revitali­zada que vuelve a sus orígenes; el fruto de un pueblo que no duda en dejar hogares, tierras, trabajos y echar a andar para contemplar con sus propios ojos los lugares que le acercan a las raíces de su fe, para comprender a través de este desa­pego qué es lo único importante en la vida que da sentido a todo lo demás.
Este espíritu del medievo hará crecer una sensibilidad nueva na­ciendo, así, las grandes construc­ciones románicas, obras de arte cuya belleza tiene algo de divino que parece no querer dejarse atra­par. El arte que se desarrolla a tra­vés de las distintas rutas que con­ducen hasta la tumba del apóstol crea, allí, en Santiago, una de sus obras más sublimes: El «Pórtico de la Gloria», la puerta que siglo tras siglo ha acogido a los peregri­nos procedentes de todos los luga­res de la Tierra.
Es imposible, por tanto, llegar a comprender lo que significa el Pórtico, desentrañar su significado y encender el porqué de su miste­riosa belleza si lo desligamos del espíritu que le ha dado vida, si lo apartamos del pueblo al que esta­ba dirigido pues es él, en cierto modo, el que hace posible que de la mano de un artista broten obras como ésta. Debemos acercarnos a la portada con la mirada del hom­bre peregrino que llegaba a San­tiago tras meses y meses de sacri­ficios y penurias, con la seguridad, sin embargo, del paso firme que sabe a dónde se dirige. Su vida, al igual que ese camino, tenía un principio conocido y un fin, ya no incierto, al que tender. Llegar al umbral del Pórtico de la Catedral de Santiago y contemplar el Cris­to sereno con las llagas de la pa­sión en sus manos y los brazos ex­tendidos acogiéndole era ver re­presentado plásticamente, con una belleza casi sobrehumana, a Aquél que ya había empezado a conver­tirse en compañía cercana a lo lar­go del camino; al Misterio que se le había revelado como significa­do de sí mismo, de las cosas que solo no habría podido afrontar o comprender. Con esta mirada el peregrino comenzaba a contem­plar el Pórtico, descubría lenta­mente (el tiempo ya no contaba) todo el mensaje implícito que la portada le iba desvelando. En el centro estaba Cristo. Ya no sólo el Cristo-Dios, el Cristo mayestático del Románico. Su ros­tro sigue siendo inmutable en se­ñal de su dignidad divina, pero la personificación de la fe les ha lle­vado a descubrir al Cristo-hombre: a la persona que sufrió y padeció como ellos, entró en la Historia para darle un significado, y es para siempre «el testigo veraz, el pri­mogénito de los muertos... que nos ama y nos ha absuelto de nuestros
pecados por la virtud de sus san­gre
» (Ap 4,5 ). Es este Cristo el que con los brazos abiertos parece querer abrazar a la humanidad en­tera pues el pecado ya no puede
definirla, no puede ser la última palabra, porque Él ha vencido al pecado. No podemos olvidar que muchos de los peregrinos que rea­lizaban el camino eran grandes pecadores que decidían así purgar sus faltas y afianzar aún más su conversión. El camino les enseña­ba su condición de peregrinos en la Tierra y a la vez el sentido de este caminar. Era a estos hombres a quienes estaba dirigido el abra­zo de Cristo. A sus pies, en el din­tel, unos ángeles llevan los instrumentos de la pasión: un ángel arrodillado lleva, mediante un paño en señal de respeto, la co­lumna, otros los cuatro clavos, la lanza de Longinos, el pergamino de la sentencia con el aguamanil de Pilatos; los azotes y la caña con la esponja junto con el INRI. Es la meditación paso a paso del su­frimiento no legendario sino real que padeció Cristo por nosotros. Va a ser, por tanto, la figura de Cristo la que nos introduzca en el rico mensaje del Pórtico: todo un mensaje de salvación y de gloria del que Él es el centro.
La portada tiene su fundamen­to en el Apocalipsis de san Juan, y es sin duda, una de las más com­pletas representaciones de los ca­pítulos que describen la alabanza y el «Cántico Nuevo». Vemos, así, formando un rectángulo en torno a Cristo, a los cuatro evangelistas. Junto a ellos están también un león, un toro, un ángel y un águi­la. Son los cuatro animales descri­tos por san Juan en su visión ro­deando al trono, el tetramorfos que san Ireneo interpretó en el si­glo II como los símbolos de los cuatro evangelistas, los que escri­bieron al mundo lo que habían vis­to y oído. A ambos lados de Cris­to se encuentran los bienaventura­dos, aquéllos que participan ya de su gloria, en cierto modo los mis­mos peregrinos que la contemplan porque la Gloria no es sólo algo futuro. Su inicio, el ciento por uno, es experimentable ya por cada uno de nosotros. Las treinta y ocho fi­guritas de los bienaventurados son «los hombres de toda tribu, lengua y nación que has comprado con tu sangre y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes» (Ap 5,9-10).
Enmarcando el tímpano, en las arquivoltas, se encuentran los veinticinco ancianos del Apocalip­sis. Sentados, sus piernas cruzadas buscan el movimiento. Tal y como describe el Apocalipsis llevan co­ronas y están tocando instrumen­tos musicales. Es el símbolo del arte, de la creatividad, puesta al servicio de la gloria de Dios. Dos de los ancianos llevan copas y po­mos que simbolizan la petición del hombre: «Los veinticuatro ancia­nos cayeron delante del Cordero teniendo cada uno su cítara y co­pas de oro llenas de perfumes que son las oraciones de los santos» (Ap 4,8).
Todo el tímpano está sosteni­do por una gran columna central que parte la puerta en dos. Este parteluz esconde también un men­saje de profunda meditación. En la base de la columna encontramos dos leones con sus fauces abiertas (son además dos orificios que sir­ven para airear la cripta que se encuentra justamente debajo). Entre los dos leones hay una figurilla huma­na que agarra con sus brazos las cabezas de éstos como si quisiera aho­garlos. Sólo po­demos ver su cabeza y sus pies, pero, ¿quién es esta figurilla? Algunos la han interpretado como la repre­sentación abs­tracta del hom­bre redimido del pecado que serían los leones. Otros han querido ver a Sansón que a través de su fuerza vencedora sería, a su vez, prefiguración de Cristo, ven­cedor definitivo del pecado y de las fieras que lo representan. Otros, no conformes con una representa­ción genérica del hombre, dan a esta figurilla la identidad de Adán, cabeza de la humanidad, símbolo también del hombre redimido. De este modo estaría así mismo insi­nuada la figura de Cristo, el Nue­vo Adán. En cualquier caso, la sín­tesis de lo que el basamento quie­re expresar está perfectamente re­cogido en el Apocalipsis: «No llo­res, mira que ha vencido el león de la tribu de Judá, la raíz de David para abrir el libro y sus siete se­llos» (Ap 5,5).
Este león de Judá, que es Cris­to y su promesa de salvación, va a concretarse aún más a través del fuste de la columna en el que está esculpido el árbol de Jessé. Jessé está tumbado y de su cabeza broca un árbol con la genealogía de Cris­to. De entre las ramas surge David, de cuya estirpe nacerá el Me­sías, y otra serie de personajes hasta llegar al final del tronco del que brota la Virgen como un fru­to, libre ya de las ramas opresoras, del pecado original y último esca­lón en la genealogía de Cristo. No se conforma el artista con repre­sentar a la Virgen, sino que intro­duce además la figura del ángel. Quiere culminar el tronco con la imagen de la Anunciación, con es­tas figurillas cuyos rostros y ma­nos están ya dialogando. Subraya así la importancia del Fiat de la Virgen en esta historia de la Re­dención encarnada. Remata esta columna un capitel con la representación de la Tri­nidad: el Padre con el Hijo en sus brazos y el Espíritu Santo en for­ma de paloma; nos hablan de la generación divina de Cristo, que completa la humana ya represen­tada en la columna.
Sobre la columna se encuentra la figura de Santiago. Sentado, nos mira plácidamente ocupando el lu­gar preeminente del parteluz. Se ha querido resaltar su carácter de obispo por medio del báculo y de santo con la aureola. Quizás con la intención de recordar la importan­cia de la Iglesia para mantener ín­tegro el mensaje apostólico.
A ambos lados del parteluz, una serie de columnas soportan también el tímpano central; en sus basas vemos representada toda una serie de monstruos medieva­les, símbolos del pecado y conde­nados a ser aplastados por la gran­diosidad del edificio, por la Jerusa­lén celeste. En la parte superior, adosadas a ellas, se encuentran a un lado los cuatro apóstoles y al otro los profetas. Estas estatuas de las jambas van a enlazar con el tema de las dos puertas laterales que flanquean esta gran portada central. Los profetas mayores de las jambas de la izquierda recoge­rán la idea de la antigua ley mo­saica, mientras que los apóstoles de la derecha representan la nue­va ley traída por Cristo: los que profetizaron la venida de Cristo y los que presenciaron y anunciaron al mundo este acontecimiento. En­contramos ya en las figuras un de­seo de caracterización e individua­ción de los rasgos de la persona, a la vez que se busca el movimiento y el diálogo.
Las puertas laterales no van a quedar exentas de un mensaje que completará aún más la idea cen­tral del Pórtico. La puerta izquier­da nos muestra a la Iglesia judía de la que es continuación Cristo. Las jambas están decoradas con profetas que concluyen el número de los mayores e incluyen algún profeta menor. Pero quizás lo más interesante de esta puerta son las arquivoltas. En el arquillo exte­rior, entre motivos vegetales, ve­mos una serie de figurillas con las piernas cruzadas que están opri­midas por un bocel que represen­ta la dureza de la Antigua Ley. Son palabras de san Pablo a los gála­tas las que dicen: «Antes de venir a la fe estábamos encarcelados ante la ley». Sin embargo aún en­tonces la promesa ya existía y fue anunciada por los profetas. Esta promesa está representada en la arquivolta interior en la que ve­mos once personajes presididos por el Creador entre Adán y Eva (los primeros hombres que fueron redimidos) y rodeado Aquél por los sucesivos personajes que anun­cian la venida del Mesías. El cum­plimiento de la promesa mesiáni­ca al pueblo judío lo vemos expre­sado a través de un ángel que, si­tuado entre las dos puertas, con­duce hacia la presencia de Jesús (tímpano central) las almas de los judíos que creyeron en el Mesías. Estas 'almitas' estarán representa­das a la manera medieval en for­ma de niños desnudos. Veremos esta misma idea de ángeles llevan­do almas hacia el lugar de los bie­naventurados en la parte de la de­recha pero allí las almitas no es­tarán coronadas, pues la corona que llevan los niños representa el triunfo de la Gloria, la distinción del pueblo elegido. Este paralelis­mo con la puerta lateral derecha teje aún más el hilo de unidad que existe en toda la obra.
En la puerta lateral derecha se encuentra situada la Iglesia de los gentiles. En las jambas ya no hay profetas sino apóstoles, porque es­tamos frente a la iglesia que ha re­cibido el mensaje de la encarna­ción de Cristo. En las claves de sus arquivoltas vemos representado a Cristo y debajo a san Miguel. Las cabezas forman un eje en la parte central de las arquivoltas que se­paran a los elegidos (parte de la izquierda, más cercana a la parte central y por lo tanto a la Gloria) de los condenados. La representa­ción, aquí, de san Miguel, alude a su función de «psicostasis» que será muy frecuente a partir de ahora en la iconografía medieval.
El arcángel san Miguel será el en­cargado del «peso de las almas» para decidir quién puede y quién no pasar a la Gloria.
La parte izquierda de estas ar­quivoltas recoge las penas infernales. Sorprende ver cómo el Maes­tro Mateo y sus discípulos llegan ya a una especificación nunca al­canzada en el Románico: encon­tramos demonios atenazando la lengua a un personaje (símbolo de la blasfemia), una serpiente co­miéndole el sexo a una figurilla (símbolo de la lujuria), un perso­naje comiendo al que un dogal en­rollado al cuello le impide tragar (símbolo de gula). Estos detalles que rayan en lo anecdótico y pin­toresco, junto con la libertad de movimiento y expresión que al­canzan las figuras de todo el con­junto de la portada, nos anuncian la llegada del arte Gótico.
El arco lateral de la derecha, con su representación de los elegi­dos en la otra mitad, concluye el relato apocalíptico: «Después de esto miré y vi una muchedumbre grande que nadie podía contar ... Éstos son los que vienen dé la gran Tribulación y lavaron sus tú­nicas y las blanquearon en la san­gre del Cordero» (Ap 7, 14). Con él se completa la visión de la Je­rusalén celeste, de la Gloria apo­calíptica agrupada alrededor de la impresionante figura de Cristo. Enlaza, además, el pasado con nuestro presente, pues en él esta­mos representados todos noso­tros. También nosotros formamos parte de esta Iglesia limitada pero fuerte, porque Cristo sigue estan­do en el centro abrazándolo todo. El rostro plácido de esta figura de piedra está volviendo a susurrar­nos que «tengáis paz en mi. En el mundo habéis de tener tribula­ción; pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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