Año 813. Un hecho logra conmover a Europa. Un monje llamado Bernardo atraído por unos extraños resplandores descubre cerca de Ira Flavia el sepulcro de uno de los doce apóstoles. Uno de los que, tras recibir el mandato de Cristo: «Id por todo el mundo», llegó hasta las costas del Atlántico, aguas que señalaban el fin del mundo conocido. Eran los restos de Santiago, el hijo de Zebedeo, el que trajo la fe a Hispania, el que comió y vivió con Cristo, escuchó sus palabras, lloró su muerte, fue testigo de su resurrección y entregó su vida a anunciar a Aquél que había cambiado por completo su vida. La cristiandad entera parece estremecerse ante el cuerpo de este hombre que una vez más les recordaba que su fe estaba fundada en un acontecimiento histórico. Lo que sucedió en Jerusalén resultaba ya lejano y sin embargo era algo tan cercano y real como lo era ahora el apóstol Santiago, el «Boanerges» («hijo del trueno»), así llamado por Cristo debido a su ardiente temperamento.
Se inicia entonces uno de los mayores movimientos religiosos, culturales y artísticos de la historia. Es el fruto de una fe revitalizada que vuelve a sus orígenes; el fruto de un pueblo que no duda en dejar hogares, tierras, trabajos y echar a andar para contemplar con sus propios ojos los lugares que le acercan a las raíces de su fe, para comprender a través de este desapego qué es lo único importante en la vida que da sentido a todo lo demás.
Este espíritu del medievo hará crecer una sensibilidad nueva naciendo, así, las grandes construcciones románicas, obras de arte cuya belleza tiene algo de divino que parece no querer dejarse atrapar. El arte que se desarrolla a través de las distintas rutas que conducen hasta la tumba del apóstol crea, allí, en Santiago, una de sus obras más sublimes: El «Pórtico de la Gloria», la puerta que siglo tras siglo ha acogido a los peregrinos procedentes de todos los lugares de la Tierra.
Es imposible, por tanto, llegar a comprender lo que significa el Pórtico, desentrañar su significado y encender el porqué de su misteriosa belleza si lo desligamos del espíritu que le ha dado vida, si lo apartamos del pueblo al que estaba dirigido pues es él, en cierto modo, el que hace posible que de la mano de un artista broten obras como ésta. Debemos acercarnos a la portada con la mirada del hombre peregrino que llegaba a Santiago tras meses y meses de sacrificios y penurias, con la seguridad, sin embargo, del paso firme que sabe a dónde se dirige. Su vida, al igual que ese camino, tenía un principio conocido y un fin, ya no incierto, al que tender. Llegar al umbral del Pórtico de la Catedral de Santiago y contemplar el Cristo sereno con las llagas de la pasión en sus manos y los brazos extendidos acogiéndole era ver representado plásticamente, con una belleza casi sobrehumana, a Aquél que ya había empezado a convertirse en compañía cercana a lo largo del camino; al Misterio que se le había revelado como significado de sí mismo, de las cosas que solo no habría podido afrontar o comprender. Con esta mirada el peregrino comenzaba a contemplar el Pórtico, descubría lentamente (el tiempo ya no contaba) todo el mensaje implícito que la portada le iba desvelando. En el centro estaba Cristo. Ya no sólo el Cristo-Dios, el Cristo mayestático del Románico. Su rostro sigue siendo inmutable en señal de su dignidad divina, pero la personificación de la fe les ha llevado a descubrir al Cristo-hombre: a la persona que sufrió y padeció como ellos, entró en la Historia para darle un significado, y es para siempre «el testigo veraz, el primogénito de los muertos... que nos ama y nos ha absuelto de nuestros
pecados por la virtud de sus sangre» (Ap 4,5 ). Es este Cristo el que con los brazos abiertos parece querer abrazar a la humanidad entera pues el pecado ya no puede
definirla, no puede ser la última palabra, porque Él ha vencido al pecado. No podemos olvidar que muchos de los peregrinos que realizaban el camino eran grandes pecadores que decidían así purgar sus faltas y afianzar aún más su conversión. El camino les enseñaba su condición de peregrinos en la Tierra y a la vez el sentido de este caminar. Era a estos hombres a quienes estaba dirigido el abrazo de Cristo. A sus pies, en el dintel, unos ángeles llevan los instrumentos de la pasión: un ángel arrodillado lleva, mediante un paño en señal de respeto, la columna, otros los cuatro clavos, la lanza de Longinos, el pergamino de la sentencia con el aguamanil de Pilatos; los azotes y la caña con la esponja junto con el INRI. Es la meditación paso a paso del sufrimiento no legendario sino real que padeció Cristo por nosotros. Va a ser, por tanto, la figura de Cristo la que nos introduzca en el rico mensaje del Pórtico: todo un mensaje de salvación y de gloria del que Él es el centro.
La portada tiene su fundamento en el Apocalipsis de san Juan, y es sin duda, una de las más completas representaciones de los capítulos que describen la alabanza y el «Cántico Nuevo». Vemos, así, formando un rectángulo en torno a Cristo, a los cuatro evangelistas. Junto a ellos están también un león, un toro, un ángel y un águila. Son los cuatro animales descritos por san Juan en su visión rodeando al trono, el tetramorfos que san Ireneo interpretó en el siglo II como los símbolos de los cuatro evangelistas, los que escribieron al mundo lo que habían visto y oído. A ambos lados de Cristo se encuentran los bienaventurados, aquéllos que participan ya de su gloria, en cierto modo los mismos peregrinos que la contemplan porque la Gloria no es sólo algo futuro. Su inicio, el ciento por uno, es experimentable ya por cada uno de nosotros. Las treinta y ocho figuritas de los bienaventurados son «los hombres de toda tribu, lengua y nación que has comprado con tu sangre y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes» (Ap 5,9-10).
Enmarcando el tímpano, en las arquivoltas, se encuentran los veinticinco ancianos del Apocalipsis. Sentados, sus piernas cruzadas buscan el movimiento. Tal y como describe el Apocalipsis llevan coronas y están tocando instrumentos musicales. Es el símbolo del arte, de la creatividad, puesta al servicio de la gloria de Dios. Dos de los ancianos llevan copas y pomos que simbolizan la petición del hombre: «Los veinticuatro ancianos cayeron delante del Cordero teniendo cada uno su cítara y copas de oro llenas de perfumes que son las oraciones de los santos» (Ap 4,8).
Todo el tímpano está sostenido por una gran columna central que parte la puerta en dos. Este parteluz esconde también un mensaje de profunda meditación. En la base de la columna encontramos dos leones con sus fauces abiertas (son además dos orificios que sirven para airear la cripta que se encuentra justamente debajo). Entre los dos leones hay una figurilla humana que agarra con sus brazos las cabezas de éstos como si quisiera ahogarlos. Sólo podemos ver su cabeza y sus pies, pero, ¿quién es esta figurilla? Algunos la han interpretado como la representación abstracta del hombre redimido del pecado que serían los leones. Otros han querido ver a Sansón que a través de su fuerza vencedora sería, a su vez, prefiguración de Cristo, vencedor definitivo del pecado y de las fieras que lo representan. Otros, no conformes con una representación genérica del hombre, dan a esta figurilla la identidad de Adán, cabeza de la humanidad, símbolo también del hombre redimido. De este modo estaría así mismo insinuada la figura de Cristo, el Nuevo Adán. En cualquier caso, la síntesis de lo que el basamento quiere expresar está perfectamente recogido en el Apocalipsis: «No llores, mira que ha vencido el león de la tribu de Judá, la raíz de David para abrir el libro y sus siete sellos» (Ap 5,5).
Este león de Judá, que es Cristo y su promesa de salvación, va a concretarse aún más a través del fuste de la columna en el que está esculpido el árbol de Jessé. Jessé está tumbado y de su cabeza broca un árbol con la genealogía de Cristo. De entre las ramas surge David, de cuya estirpe nacerá el Mesías, y otra serie de personajes hasta llegar al final del tronco del que brota la Virgen como un fruto, libre ya de las ramas opresoras, del pecado original y último escalón en la genealogía de Cristo. No se conforma el artista con representar a la Virgen, sino que introduce además la figura del ángel. Quiere culminar el tronco con la imagen de la Anunciación, con estas figurillas cuyos rostros y manos están ya dialogando. Subraya así la importancia del Fiat de la Virgen en esta historia de la Redención encarnada. Remata esta columna un capitel con la representación de la Trinidad: el Padre con el Hijo en sus brazos y el Espíritu Santo en forma de paloma; nos hablan de la generación divina de Cristo, que completa la humana ya representada en la columna.
Sobre la columna se encuentra la figura de Santiago. Sentado, nos mira plácidamente ocupando el lugar preeminente del parteluz. Se ha querido resaltar su carácter de obispo por medio del báculo y de santo con la aureola. Quizás con la intención de recordar la importancia de la Iglesia para mantener íntegro el mensaje apostólico.
A ambos lados del parteluz, una serie de columnas soportan también el tímpano central; en sus basas vemos representada toda una serie de monstruos medievales, símbolos del pecado y condenados a ser aplastados por la grandiosidad del edificio, por la Jerusalén celeste. En la parte superior, adosadas a ellas, se encuentran a un lado los cuatro apóstoles y al otro los profetas. Estas estatuas de las jambas van a enlazar con el tema de las dos puertas laterales que flanquean esta gran portada central. Los profetas mayores de las jambas de la izquierda recogerán la idea de la antigua ley mosaica, mientras que los apóstoles de la derecha representan la nueva ley traída por Cristo: los que profetizaron la venida de Cristo y los que presenciaron y anunciaron al mundo este acontecimiento. Encontramos ya en las figuras un deseo de caracterización e individuación de los rasgos de la persona, a la vez que se busca el movimiento y el diálogo.
Las puertas laterales no van a quedar exentas de un mensaje que completará aún más la idea central del Pórtico. La puerta izquierda nos muestra a la Iglesia judía de la que es continuación Cristo. Las jambas están decoradas con profetas que concluyen el número de los mayores e incluyen algún profeta menor. Pero quizás lo más interesante de esta puerta son las arquivoltas. En el arquillo exterior, entre motivos vegetales, vemos una serie de figurillas con las piernas cruzadas que están oprimidas por un bocel que representa la dureza de la Antigua Ley. Son palabras de san Pablo a los gálatas las que dicen: «Antes de venir a la fe estábamos encarcelados ante la ley». Sin embargo aún entonces la promesa ya existía y fue anunciada por los profetas. Esta promesa está representada en la arquivolta interior en la que vemos once personajes presididos por el Creador entre Adán y Eva (los primeros hombres que fueron redimidos) y rodeado Aquél por los sucesivos personajes que anuncian la venida del Mesías. El cumplimiento de la promesa mesiánica al pueblo judío lo vemos expresado a través de un ángel que, situado entre las dos puertas, conduce hacia la presencia de Jesús (tímpano central) las almas de los judíos que creyeron en el Mesías. Estas 'almitas' estarán representadas a la manera medieval en forma de niños desnudos. Veremos esta misma idea de ángeles llevando almas hacia el lugar de los bienaventurados en la parte de la derecha pero allí las almitas no estarán coronadas, pues la corona que llevan los niños representa el triunfo de la Gloria, la distinción del pueblo elegido. Este paralelismo con la puerta lateral derecha teje aún más el hilo de unidad que existe en toda la obra.
En la puerta lateral derecha se encuentra situada la Iglesia de los gentiles. En las jambas ya no hay profetas sino apóstoles, porque estamos frente a la iglesia que ha recibido el mensaje de la encarnación de Cristo. En las claves de sus arquivoltas vemos representado a Cristo y debajo a san Miguel. Las cabezas forman un eje en la parte central de las arquivoltas que separan a los elegidos (parte de la izquierda, más cercana a la parte central y por lo tanto a la Gloria) de los condenados. La representación, aquí, de san Miguel, alude a su función de «psicostasis» que será muy frecuente a partir de ahora en la iconografía medieval.
El arcángel san Miguel será el encargado del «peso de las almas» para decidir quién puede y quién no pasar a la Gloria.
La parte izquierda de estas arquivoltas recoge las penas infernales. Sorprende ver cómo el Maestro Mateo y sus discípulos llegan ya a una especificación nunca alcanzada en el Románico: encontramos demonios atenazando la lengua a un personaje (símbolo de la blasfemia), una serpiente comiéndole el sexo a una figurilla (símbolo de la lujuria), un personaje comiendo al que un dogal enrollado al cuello le impide tragar (símbolo de gula). Estos detalles que rayan en lo anecdótico y pintoresco, junto con la libertad de movimiento y expresión que alcanzan las figuras de todo el conjunto de la portada, nos anuncian la llegada del arte Gótico.
El arco lateral de la derecha, con su representación de los elegidos en la otra mitad, concluye el relato apocalíptico: «Después de esto miré y vi una muchedumbre grande que nadie podía contar ... Éstos son los que vienen dé la gran Tribulación y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Con él se completa la visión de la Jerusalén celeste, de la Gloria apocalíptica agrupada alrededor de la impresionante figura de Cristo. Enlaza, además, el pasado con nuestro presente, pues en él estamos representados todos nosotros. También nosotros formamos parte de esta Iglesia limitada pero fuerte, porque Cristo sigue estando en el centro abrazándolo todo. El rostro plácido de esta figura de piedra está volviendo a susurrarnos que «tengáis paz en mi. En el mundo habéis de tener tribulación; pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
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