El sentido del peregrinar está en la meta, que es la que da sentido a cada
paso. Incluimos en esta sección un primer artículo que expresa sintéticamente este
sentido («...y nunca se posa hasta que la cosa amada sea su gozo» Dante, Pur. XVIII, v. 33). El segundo nos acerca al símbolo artístico de la gloria que alcanza el peregrino (el hombre) al llegar a su Destino.
Esto es el hombre. Esto soy yo, peregrino que no puede pararse hasta que «la Cosa Amada» no sea suya realmente, es decir, no sea su gozo.
Por esto el camino es la imagen más atractiva de lo que es el hombre: nuestra naturaleza es un ir imparable porque es relación con el infinito.
Cuando alcanzamos una meta, o conseguimos una cosa o realizamos un proyecto, precisamente allí, nuestra estatura humana vibra de nuevo atraída por la totalidad. El peregrinar, entonces, concreta en una experiencia nuestra estructura humana, le da una forma física, la encarna en un gesto que nos da la percepción de lo que somos.
En el peregrinar se revela la imagen del hombre según sus coordenadas esenciales: la razón y la libertad.
1. El peregrino exige una meta adecuada. Caminando, el hombre actúa su energía de relación con la totalidad: al acercarse a ella da un sentido más profundo a cada cosa, hace nueva cada jornada e imprevisible cada acontecimiento. Nuestra exigencia no se acalla hasta que no reconoce una meta adecuada a todos los factores de su experiencia.
El hombre que camina percibe que su razón es mirada abierta a la totalidad, relación con el horizonte entero, conciencia de lo que ve, oye, toca y tiene, dentro de una perspectiva que lo abarque todo, afirmación de un significado que no olvide nada. Por este motivo la religiosidad es el culmen de la racionalidad.
2. La peregrinación es parábola de la libertad. La totalidad atrae al hombre a través de las criaturas, a través de la belleza del ser de las cosas, porque cada criatura es expresión del Misterio y refleja el atractivo último.
Al andar el hombre experimenta la libertad, no como indiferencia ante las cosas o insuficiencia de las cosas, sino como necesidad del nexo entre lo particular y la totalidad para que «cada cosa sea buena». Todas las cosas que le atraen sitúan al hombre ante una alternativa, pueden bloquearlo o ahogarlo, o pueden empujarlo al camino despertando su corazón, sosteniendo su esfuerzo, corrigiendo su pretensión. El peregrinar está evidentemente determinado por la meta. Es esto lo que nos impide contentarnos con una etapa o quedarnos en las cosas como prisión, y lo que nos permite vivir las cosas, ellas mismas, como camino a la totalidad. Experimentamos que al tender a la meta no perdemos nada de lo que queremos, sino que lo poseemos dentro del horizonte total. Únicamente es necesario no tener miedo al hecho de que para descubrir que las cosas son una puerta abierta a una perspectiva siempre más humana, hay que desarraigarse de su momentaneidad.
Pero el hombre es pobre.
Solo y por sus propias fuerzas no puede ni siquiera desear el camino hacia la totalidad. Mucho menos hacerlo. Su fuerza inagotable es lo que le ha sido dado.
Su naturaleza que desea y su razón que, tomando conciencia, actúa aquella libertad soberana que es la PETICIÓN.
Caminar razonable y libremente es pedir. Nuestro ser camina hacia la totalidad pidiendo.
¡Y qué asombro lleno de consecuencias humanas que todo esté en un «Hombre»!
Si la totalidad se ha hecho hombre, merece la pena vivir.
«Cristo, única razón adecuada a la vida, permíteme ser función de tu presencia en el mundo, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia».
Este hombre consciente, que camina en la libertad de la petición, se adhiere a la Compañía que lo ha encontrado y que lo ha engendrado, no ya con imágenes o pretensiones, sino con gratitud.
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