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Huellas N.16, Abril 1989

ENCUENTROS

La lucha armada y la espera de Cristo

Maurizio Vitali

En el décimo primer piso de un edificio popular, en el corazón del distrito veinte, en un barrio habi­tado casi íntegramente por árabes, viven Norberto y Delia, con un hijo de quince años. A los casi cin­cuenta años, él (ella no lo sé, se­guramente es más joven), tratan de rehacer su vida. Por segunda vez. La primera fue a mediados de los años '70, cuando huyeron de Argentina, abandonando la lucha armada con los montoneros, y lle­garon a París en busca de una exis­tencia humana, de Dios y de un trabajo. La segunda vez es la his­toria presente iniciada cuando sin­tieron su vida explicada en toda su profundidad en el encuentro con El sentido religioso, de Luigi Gius­sani: una luz imprevista a la que quieren dejar esclarecer a toda cos­ta los pasos de su humanidad.
Norberto y Delia se quieren desde hace años, con aquella ter­nura esencial y fuerte que pueden experimentar sólo los verdaderos compañeros de camino, sobre el camino del destino.
Su love-story, historia de amor y más historia todavía la del amor de Dios por ellos, comienza en las peores circunstancias. Así contada, parece una película de aventuras. Pero la realidad, como siempre, es más prosaica. Enrolados en las filas de los montoneros, se encon­traban en una cueva secreta de los guerrilleros. Se conocieron allí. No con sus verdaderos nombres, sino con los de batalla, es decir, los de la clandestinidad en cuyo juego de fuerza habían entrado. Él es Ca­cho, intraducible. Ella Chela, abre­viado de Graziella, ambos atrapa­dos como liebres por perros.
Él deberá esconderse después de una acción revolucionaria ar­mada, un alocado asalto a las cár­celes para liberar a cuatro compa­ñeros detenidos. Operación que tendrá éxito a excepción de un compañero que había perdido la vida acribillado por la ametralladora de la guardia. Este compañe­ro era el marido de Delia. Ella, to­davía jovencísima, había huido precipitadamente de la rica casa burguesa de su rebelde adolescen­cia. Sus compañeros los recogie­ron apresuradamente, según un plan de emergencia puesto en ac­ción inmediatamente después de la acción armada contra la cárcel.
Delia no tiene más que una hora para comprender que Bruno, su marido, ha muerto, recoger al­gunos vestidos, localizar por telé­fono y citar en un bar a su padre, ignorante hasta entonces, para soltarle de golpe aquello que había sucedido: que era militante de la lucha clandestina y que debía mar­charse apresuradamente y entrar en la clandestinidad.
Procediendo de historias, fami­lias y experiencias muy diversas, Cacho y Chela se encuentran en­tonces sobre el mismo camino inaccesible de la lucha por la vida y por la revolución. Muy unidos más que por la pasión política o por un ideal de justicia por el sen­timiento de la dramaticidad de la existencia.
Empiezan a compartir la vida, en la medida que la absurda vida del guerrillero revolucionario lo permite, cada uno con un par de uniones fallidas a la espalda, inclu­so con hijos.
Norberto es hijo de una fami­lia hebrea de origen alemán. En aquella casa los hijos son circunci­dados como era costumbre. Pero por lo demás no había ninguna huella de religiosidad: «La tras­cendencia siempre permanece fue­ra de aquella puerta. Jamás una re­ferencia a Dios, jamás se permite el derecho a acceder a las pregun­tas últimas de la vida. Ni siquiera para negarlas, ni siquiera para blasfemar. Peor que el ateísmo». Con esta repulsión por el ju­daísmo fingido de su casa, Cacho conoce algo de la Iglesia católica, y entra en relación con ella del modo siguiente. En primer lugar, la escuela elemental, donde el pe­queño Norberto, no se sabe por qué, tiene la misión permanente de llevar el estandarte en las pro­cesiones de las fiestas solemnes. Banal, pero estimado recuerdo.
Después, la adolescencia y el des­cubrimiento del Evangelio. En aquella lectura le fascina la huma­nidad de muchos personajes, sobre todo la de Pedro. Así, impresiona­do por aquellas páginas -no en­cuadradas por el rigor interpreta­tivo, sino cercanas de un modo sincero y vivo- escribe sobre las poesías: «Tengo necesidad de Dios. Tengo necesidad como del aire y del pan, siempre, incluso aunque no sepa reconocerlo y dar­le un nombre.»
La aventura política comienza, casi por azar, en el '58. Norberto acaba de empezar los estudios de jurisprudencia; le interesan sobre todo los derechos de los trabajado­res. Es elegido delegado sindical de la CGT (Confederación Gene­ral de los Trabajadores), potente central sindical inspirada en el «justicialismo» y que entonces, derrotado Perón en el '55 y derro­tadas también las sucesivas dicta­duras militares, es regida por el gobierno central del radical Fron­dizi. Llega la licenciatura. Por fin puede defender, código en mano, la causa de los trabajadores y de los prisioneros políticos.
«Pero todo esto no basta», di­cen muchos en el sindicato. «No basta para cambiar realmente las cosas.» Había estallado la revolu­ción cubana, en el '59, y su fuerza de reclamo era inmensa. Después aparecerá en el firmamento de los héroes revolucionarios la mítica figura de Che Guevara... El sueño de la nueva sociedad, del paraíso en la tierra recorre las nuevas ge­neraciones latinoamericanas de los años '60.
El abogado Norberto entra a formar parte de las organizaciones peronistas de extrema izquierda (el movimiento «justicialista», de fuerte base popular, es durante aquellos años una galaxia de posi­ciones), como muchos de sus com­pañeros, como muchos de los obreros de los suburbios rojos de Buenos Aires, Avellaneda en cabe­za. Comienzan los atentados con bombas, los atentados en apoyo a los parados. «Pero no se quería la violencia por la violencia, al me­nos contra la persona.» La prime­ra operación de la que Cacho y los suyos serían los encargados con­sistía en colocar un artefacto en las vías para poner fuera de uso el ferrocarril. «Colocada la bomba -cuenta- nos estábamos alejan­do, cuando divisamos un convoy imprevisto... Entonces corrimos desesperadamente a desmontar el mecanismo, arriesgando la piel, para evitar el desastre. La actitud de respeto a la vida humana que teníamos al principio era muy dis­tinta de aquélla que prevalecerá en seguida en las formaciones guerri­lleras, a través de una progresiva exasperación.»
He sido un mal marido y un mal padre», Delia no lo duda. «», dice él.) La política se con­vierte bien pronto en un hecho to­talizante. El grupo de los desespe­rados de Avellaneda comparte la lucha pero también la vida. Entre ellos hay un espíritu fraterno, la ideología no es lo más importan­te, al contrario, resulta un poco abstracta. La política es una prác­tica, la única posibilidad de vivir algo para los pobres, para los opuestos a las injusticias y la úni­ca política posible en tiempo de dictadura parecía la de la lucha ar­mada. La vida se desdobla entre una existencia civil «normal» por un lado y la participación, por otro, en la lucha revolucionaria «sin hacerlo saber a nadie». Ex­cepto si se es descubierto y se debe pasar a la clandestinidad. En la psicología cotidiana está la consa­bida aceptación del riesgo de la vida, por honestidad con las pro­pias convicciones, y el desprecio por los intelectuales, que predican la revolución sin correr ningún peligro. Por lo demás, no había desaparecidos entre ellos todavía; el primero sería un abogado, como Cacho.
Ser abogado y combatiente era la cosa más difícil, se estaba dema­siado expuesto. En cierto sentido el guerrillero a tiempo pleno esta­ba más seguro en la total clandes­tinidad. Cacho lo hace a la fuerza, a partir del desafortunado asalto a la cárcel del Buen Pastor de Bue­nos Aires, en el '71.
El plan era simple y temerario.
El abogado tiene derecho a entrar en la cárcel, para dialogar con sus clientes. Cuando el carcelero entra, el apacible defensor de oficio le apunta bajo su nariz con una pis­tola y hace pasar a los compañe­ros. Sabe que la acción puede cos­tarle la vida, en cualquier caso está seguro de que éste es el último acto de su existencia civil. Ser des­cubierto así le obligaba a entrar para siempre en la clandestinidad.
El paso a la clandestinidad es celebrado con un acto de heroísmo naif: Cacho toma papel y pluma, anuncia su decisión a los cuatro vientos mandando una carta a los periódicos. Victoria o muerte de la revolución, es la conclusión. Fir­mado con nombre, apellidos y profesión. Aparece en todos los periódicos. En todos los diarios de aquellos días aparece también la foto de Delia: la mujer del guerri­llero muerto en aquella acción.
Delia, por aquella época, ya ha­cía tiempo que se había marchado de casa. Siempre había tenido una relación muy conflictiva con su fa­milia. Nunca había habido un mo­mento en el que su padre no estu­viera ocupadísimo en sus nego­cios. La madre neurasténica, mal de la cabeza y fuera de la realidad. Su padre, que apreciaba a la oveja negra de la familia, se verá obliga­do en último extremo a hacerse una pregunta, a la que tal vez nun­ca haya sabido responder. Fue en aquel bar donde Delia le había ci­tado. «Papá, Bruno ha muerto en un atentado. Era un guerrillero, y también yo lo soy. Debo huir». El se quedó pálido y desfallecido. Su contestación fue: «¿Qué hemos hecho nosotros, los padres, noso­tros adultos? ¿Por qué nuestros jó­venes han sido obligados a tanto?»
Y dijo al montonero que debía conducirla fuera: «Cuida de ella».
No había tiempo para explica­ciones. Delia le envió noticias al­gún tiempo después, a través de un sacerdote amigo, el padre Car­los Mujeta, alto-burgués por ca­sualidad y cristiano por el socialis­mo que morirá asesinado, no se sabe si por la derecha o por la mis­ma izquierda de la que era parti­dario. Se sabe que las amenazas venían de ambas partes y que él se daba perfecta cuenta de la degeneración totalitaria que operaba en­tre los montoneros.
Delia era la mayor de los cinco hijos nacidos en aquella familia, muy católica en los ritos externos, muy burguesa en el alma y en la escala social, totalmente incapaz de relaciones positivas en su inte­rior. Es una chica muy sensible, da mucha importancia a los senti­mientos verdaderos. Un poco por esto, un poco por su espíritu de contradicción en la confrontación con el insoportable formalismo vacío de la familia, se adhiere al Evangelio, mejor aún, a lo esencial del Evangelio. Toma en serio, casi literalmente, aquel mensaje que le parece dirigido sobre todo a los pobres. Ella, tan rica, es rebelde y anárquica. La Iglesia le parece de­masiado alejada del ideal evangé­lico. No soporta a los curas ni a los obispos.
«La mala relación con la insti­tución eclesiástica ha señalado toda mi vida». Abandona la Igle­sia por el trauma que le provocó un sacerdote al que, a los diecisie­te años, había confesado la rela­ción con un chico; él la cubrió de improperios con una vehemencia que le pareció inaudita. También todos sus hermanos abandonarían la Iglesia, pero sin traumas, por la inercia burguesa de las cosas. Ella no. Ella lo hace por algo que le ruge dentro, más grande que ella. Se encierra en la habitación, re­chaza la comida durante una se­mana. Los padres la confían a un psiquiatra: creyente, naturalmen­te, para salvar las formas; éste comprende que el problema son los padres... La madre no sabe decir otra cosa a la hija: «Si dejas el catoli­cismo, ¿a qué te adherirás cuando tengas desgracias en la vida? Y además eres la mayor, debes dar ejemplo». Pero no dice nada que responda a la pregunta que Delia tiene dentro. Pregunta que se ex­presaba de mil formas -en rela­ción a la muerte, el sentido de la vida, el purgatorio y el paraíso, el destino del hombre- que desde que tenía once años dirigía a su padre, por la tarde, las veces que él le concedía media hora de su precioso tiempo. El padre era un hombre culto, tenía en la bibliote­ca todos los libros posibles, inclu­so Mein Kampk, pero ni una línea de marxismo.
Delia fue enviada más adelan­te a la escuela francesa, por la in­sistencia ambiciosa de su madre. La investigación filosófica, en Francia naturalmente, debía ser el destino de aquella chica tan inte­ligente. Ella rehúsa. «Basta de Iglesia y basta de Francia. Estoy en Argentina, que está llena de po­bres. Dejadme leer a Marx y lo que de él deriva.»
La familia es un drama que se agrava por las siguientes vicisitu­des sentimentales. Delia, jovencí­sima, decide casarse. Es inestable, no encuentra equilibrio. Se va de casa mientras el padre rompe las relaciones y la madre se va de va­caciones como si nada ocurriese. Se va para buscar..., ni siquiera ella sabe qué. Encuentra un trabajo y mientras tanto estudia sociología.
Cuando se casa, se ve obligada a hacerlo por la Iglesia, de otro modo el padre no le hubiera dado la autorización. El matrimonio du­rará sólo dos años. En la Facultad de Sociología, Delia inicia la militancia en un partido de inspira­ción socialista. En la universidad se hablaba mucho de los pobres, pero los pobres en realidad no se veían. Delia inicia un trabajo en barrios donde verdaderamente ha­bía pobres. Encuentra en aquella gente el afecto y el compartir que nunca había tenido. ¿Qué importa si para conciliar trabajo, estudio y política hay que levantarse a las cinco de la mañana para luego ir a la bidonvilla?
La historia de Delia cuenta des­pués que el camino de la política, por una cadena de decisiones co­herentes, la lleva al peronismo, a los cargos y grupos de extrema iz­quierda y finalmente a la lucha armada.
El camino de la lucha armada que Cacho y Delia recorren durante años es en realidad un callejón sin sa­lida. Al final llega la desesperación. Cambiaban los re­gímenes en Ar­gentina, a las dic­taduras militares les sucedían los gobiernos consti­tucionales y vice­versa. «Pero toda nuestra obra la veíamos finalmen­te hundirse».
En el transcur­so de aquellos años, ¿cuántos compañeros mu­rieron? ¿Y por qué? ¿Qué se ha­bía obtenido? Además, ¿era la violencia el méto­do de lucha políti­ca? Habían pasado por la Casa Rosa­da los radicales, los generales, in­cluso los radicales del otro bando, un gobierno peronis­ta, Perón en per­sona, después su segunda mujer, Isabelita (período de un terrible ja­leo). Y en el '76 nuevamente la dictadura, «Basta, ya no se puede más. Hay que irse, huir al exilio, ya no hay espe­ranzas» .
Es el año '76 y Cacho y Chela parten hacia Francia con el peque­ño Martín, nacido en la clandesti­nidad de padres que entonces no hablaban de otra cosa que de política, y que sin embargo lo que­rían bautizado, con padrino mar­xista. Como diría un día el padre de Delia: «Tú siempre has tenido dentro de ti el sentido religioso como una herida abierta». Era ver­dad. Como también era cierto que Norberto, judío alemán, todavía se sentía atraído por el Evangelio de Cristo.
En Francia comienza, con tra­bajo, la nueva vida. Cacho debe dar un sentido a aquella existencia, es necesario ir al fondo de algo que merezca la pena. La religión cató­lica, ¿por qué no? «Debo decirte algo» . Delia está pasando el aspi­rador. «Quiero entrar en la Iglesia católica.» Ya han pasado varios años, más de diez. «La Iglesia de los obispos y de los curas, no.» De­lia parece firme. Pero al final cede aceptando hacer de madrina. Bau­tismo y confirmación de Cacho.
Finalmente, encuentran un tra­bajo estable: como profesores en los cursos para adultos, que el co­nocimiento de las lenguas les ha facilitado, sobre todo el español que es la de origen. Bien o mal, consiguen vivir al día.
Delia, de todos modos, no quie­re saber nada de los curas. Cacho, se compromete en la CCF, Comi­té eclesial contra el hambre en el mundo, como consecuencia de su continua búsqueda de «compañe­ros de camino.»
Se recogen fondos que termi­nan, no en los hambrientos, sino en las organizaciones de la guerri­lla marxista. Es un duro golpe para Cacho, un terrible desencan­to. Él conoce bien cuál es la lógica despiadada, tan alejada de los idea­les originales, que domina en este tipo de organizaciones. Lo sabe muy bien. Se empieza proyectan­do defender la causa de los opri­midos, más tarde la lógica de las elecciones realizadas y la fuerza de las circunstancias empujan a ocu­parse de propaganda, de recluta­miento, de «acciones ejemplares» . En resumidas cuentas, la lucha ar­mada se convierte en el fin por el que sacrifican todo.
Comentando los años parisinos dicen: «Estábamos buscando un contexto humano en el que podernos reconocer, donde nuestra in­quietud pudiera encontrar el cami­no de un cambio de nosotros mis­mos y de la realidad que nos ro­deaba». Entonces comienzan los contactos con Solidarnosc, el deseo de hacer conocer en América Latina la experiencia de los trabaja­dores polacos, la dificultad y las barreras ideológicas encontradas en este intento. Más tarde la bús­queda de una relación con la Igle­sia. «Pero nuestra experiencia de contacto con el catolicismo francés nos desilusionó. Nuestra vida es­piritual y también la de nuestro hijo de quince años se encontró frente a un gran vacío. Nuestra in­quietud no encontraba ninguna respuesta, nuestros intentos de co­municarnos con los que nos pare­cían más cercanos, tal vez porque eran progresistas, inexorablemen­te, estaban condenados al fracasoPor suerte, durante el exilio pa­risino, pasaron las vacaciones de verano en Venecia. Delia (de Che­la no quiere oír hablar más) y Ca­cho (que por el contrario es toda­vía Cacho, así está bien...) tienen amigos en Venecia. En Lido tiene lugar el nuevo y decisivo encuen­tro, a través del diario La Repub­blica, con la entrevista a Formigo­ni y el testimonio de su opción por Cristo y por la virginidad; leen La Repubblica cuando están en Italia, porque se parece un poco a Le Monde, que no les convence del todo, «pero, ¿qué alternativa hay?» De cualquier modo, la en­trevista les impresiona. Es muy di­ferente de las frecuentes vuotaggi­ni de los políticos. Les impresiona la convencida serenidad con la que el entrevistado habla de la opción vocacional de pertenecer al grupo de consagrados a Dios. Gratuidad evidente de una posición humana. Entonces, ¿de Cristo, de aquel Cristo del mensaje evangélico, ideal alejado de la práctica, se pue­de efectivamente vivir?
La noticia, original e interesan­te, y la pregunta quedan grabadas en la memoria y por el momento dejadas a un lado.
Transcurre el año 1985, y toda­vía parece que nada ocurre. Pasa el tiempo, vuelven a ir de vacaciones y vuelven a leer La Re­pubblica. Hay un artículo que ha­bla mal de un semanario de chi­quillos, II Sabato, « Debe ser inte­resante», deducen. Ninguno es conformista. Buscan II Sabato. Cambian de quiosco, porque no lo tenían por aversión ideológica. Y descubren a través de II Sabato la otra cara de las «cosas» italianas. Oyen hablar de Comunión y Libe­ración, de su fundador y de sus li­bros, algunos traducidos al fran­cés.
Los libros de Giussani inaugu­ran el tercer acto de la extraordi­naria vida de Cacho y Delia: las entrevistas de Robi Ronza y la re­ciente traducción de El Sentido Religioso.
A Delia se le iluminan los os­curos ojos. «Si hemos terminado por encontrar Comunión y Liberacion es porque durante toda la vida hemos buscado. No buscába­mos CL sino a Cristo. Y gente con la que hacer un camino juntos.» Cacho no cabe en sí, finalmente ha encontrado. Corre como la sama­ritana a decir que un libro, un hombre, le ha enseñado el sentido de su propia vida. Delia, sin em­bargo, se resiste, j'avais peur (te­nía miedo). Se había lanzado siempre de cabeza sin poner me­dida a las cosas en las que había creído y había pagado. Ahora te­mía ir hacia una enésima desilu­sión... «Entonces leí El Sentido Religioso, lentamente, un poco cada vez. Con cautela. Sintiendo en cada pasaje ( ... ) La razón de mi propia vida, encontrándome con­tinuamente con un Cristo verda­dero, vivo, al que nunca había en­contrado... Hay una mano que te empuja, que me ha empujado du­rante toda mi vida a las peripecias más increíbles, para acercarme a la vida de CL».
De esto se da cuenta Martin (los pequeños comprenden mu­chas cosas): «Mamá, este año ha sido importante para ti porque has encontrado CL».
Delia, con Cacho, ha encontra­do «algo para volver a empezar a vivir, no para meterme en una nueva organización».
¿Una vida nueva? «Incluso la­var los platos, si lo haces con este sentimiento del que rebosa El Sen­tido Religioso, se convierte en algo diferente, lleno de significa­do.» Palabra de militante revolu­cionaria. «Pasado un tiempo he sentido que efectivamente así su­cedía en mí».
Y Cacho comenta: «El hombre por el que siempre había deseado batirme se encuentra verdadera­mente en Cristo. En Cristo cuan­do se manifiesta en el Evangelio y cuando don Giussani habla de Él. Es como si hubiese vuelto a nacer. No sé cómo. Sé que ha sucedido. Un hombre habla a través de aquel libro, Giussani, y me da la sensación de escuchar palabras que había estado esperando y bus­cando desde siempre. Vuelvo así a la concreción existencial. La vida se hace experiencia. Toda aquello que durante años nos había movi­lizado se había hecho abstracto, una pretensión empedernida sin relación con la realidad. Ahora es­tamos en el camino que permite encontrar a Cristo en la realidad, el cristianismo como relación con­creta con la vida. Exactamente lo que buscábamos sin saberlo y que ahora reconocemos como eviden­cia irrebatible, habiendo tenido durante largos años la experiencia dramática y dolorosa de una res­puesta equivocada.»
Para Cacho y Dalia el cristia­nismo es aquello que la Redemp­tor Hominis expresa: una «rela­ción concreta y precisa con el co­razón del hombre», un asombro por el hombre. El camino debía ser el sacrificio y el sufrimiento para que la verdad, como dice Mounier, «no quede cristalizada en doctrina, sino que nazca continuamente de la carne». «El cami­no ha sido doloroso. Hemos per­dido todo lo que esperábamos con­seguir, la justicia, la revolución. Habíamos contribuido, objetiva­mente, a empeorar la situación, a desencadenar terribles represio­nes contra los trabajadores. He­mos perdido a los amigos, muer­tos en las locas batallas, reducidos al final por una represión cruenta y violentísima. Hemos perdido los pocos amigos que nos quedaban porque, cuando entramos en crisis y buscamos otro camino, nos acu­saron de ser unos traidores. Sin embargo, nunca hemos perdido el deseo del inicio, el deseo de un mundo más humano y justo que diese razones a la vida. En aquel deseo no había nada equivocado. El Sentido Religioso ha salvado este deseo y por tanto nuestras propias vidas».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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