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Huellas N.16, Abril 1989

IDEA DE MOVIMIENTO

El acontecimiento de un carisma

Antonio Sicari

Para aquellos que le encontraron y le siguieron era un joven laico de Asís, Francisco, hijo de Pedro Bernardone, que puso en movimiento el «bien» del que era depositaria la institución.
Catalina no tenía todavía dieciocho años cuando nobles y gente humilde, teólogos, magistrados, artistas, poetas y artesanos de Siena se reunían en torno a ella llamándola «dulcísima Madre».
Ignacio de Loyola creó una compañía porque deseaba que la vida fuera como un tejido de pertenencia.
Camilo de Lelis y Vicente de Paúl generaron importantes movimientos de caridad.
La historia de los santos refleja de un modo ejemplar, la relación casi nunca fácil pero siempre fecunda, entre institución y carismas.


«La manifestación del cuerpo eclesial como institu­ción, su fuerza persuasiva y su energía aglutinadora, tie­nen su raíz en el dinamismo de la Gracia sacramental. Sin embargo, encuentra su forma expresiva, su modali­dad operativa, su concreta incidencia histórica a través de los diversos carismas que caracterizan un tempera­mento y una historia perso­nales» (Juan Pablo II, A los sacerdotes de CL, 12-IX-1985)
También en aquellos pri­meros decenios del siglo XIII -como siempre en la historia cristiana- «el cuer­po eclesial como institu­ción» crecía arraigándose «en el dinamismo de la Gra­cia sacramental» y de tal di­namismo surgía «su fuerza persuasiva y su energía aglu­tinadora». No obstante, ya nadie se maravilla hoy, es más, casi nadie se alegra al oír que aquella «raíz» de Gracia sacramental encon­trara entonces, para muchos cristianos, «forma expresiva, modalidad operativa y concreta incidencia históri­ca» en el carisma de un jo­ven laico de Asís: Francisco, hijo de Pedro Bernardone.
Sin desestimar nada la dignidad y la función insti­tucional del Papa Inocencia III, ni siquiera la del obispo Guido y mucho menos la del más ignorante e indigno sa­cerdote de cualquier pueble­cillo, «... ya éstos y a todos los demás quiero temer y honrar como a mis Señores, y no quiero tener en cuenta el pecado en ellos, porque en ellos veo al Hijo de Dios y son mis Señores. Y hago esto porque del Altísimo Hijo de Dios y no de otro veo corporalmente en este mundo su santísimo cuerpo y su sangre que sólo ellos consagran y sólo ellos admi­nistran...» (del Testamento de Francisco), podemos afir­mar igualmente que, para todos aquéllos que lo encon­traron y lo siguieron, Fran­cisco fue sobre todo a poner en movimiento aquel «bien» del que era depositaria la institución.
Y en realidad no se pue­de sostener que lo haya puesto en movimiento de­jándolo dentro de las estruc­turas previstas, o respetan­do métodos y estilos ya ad­mitidos. Simplemente, Francisco se arrastraba de­trás de aquéllos que encon­traba (y así el «movimien­to» entendido como impul­so de revitalización dado a la institución se convertía tam­bién en un fenómeno social­mente relevante, en el mis­mo sentido en que hoy se realizan los «movimientos eclesiales»).
Lo que entonces ocurría -con el más pleno respeto de los datos institucionales, pero también con la adhe­sión generosa a los libres impulsos del Espíritu- era simplemente esto: que Cris­to mismo venía personal­mente «hecho presente, vivo aquí y ahora» como «el único que cambia y puede cambiar, transfigurándolos, al hombre y al mundo».
«La Gracia objetiva del encuentro con Cristo llega a nosotros a través de encuen­tros con personas determi­nadas de las que recordamos con gratitud el rostro, las palabras, las circunstancias» (Juan Pablo II).
Para muchos, aquel ros­tro fue Francisco.
«El verdadero siervo de Cristo, san Francisco, pero que en cierto sentido fue casi otro Cristo dado al mundo para la salvación de la gen­te, el deseo de hacer la vo­luntad de Dios Padre en mu­chos actos conforme y seme­jante a su hijo Jesucristo» (Fuentes Franciscanas, n. 1835).
Evidentemente, es tarea de todo cristiano ser para el otro hombre signo de la pre­sencia de Cristo y saber re­conocer en el otro la misma Presencia. Pero el Señor Je­sús llena la historia de su Iglesia de momentos privi­legiados en los cuales la li­bertad de su Espíritu, que aferra a la criatura y la liber­tad de la criatura que se le ofrece (en su completa adhesión), suscita un testimo­nio vivo del Resucitado, de su actividad y salvífica Pre­sencia, de manera que otros muchos son llamados a se­guir este testimonio: y el movimiento que nace tras­pasa y fermenta la historia cristiana de una determina­da época.
«Los hermanos que vi­vían con él saben muy bien cómo todos los días, o más bien, en todo momento aflo­raba en sus labios el recuer­do de Cristo, con cuánta sua­vidad y dulzura Le hablaba, con qué tierno amor dis­curría con Él. Verdadera­mente estaba muy ocupado con Jesús. Llevaba a Jesús siempre en el corazón. Jesús en los labios, Jesús en los oí­dos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús en todos los demás miembros... , lle­vaba y conservaba siempre en el corazón con admirable amor a Jesucristo y este cru­cifijo» (Fuentes Francisca­nas, n. 522).
En el próximo artículo veremos cómo este carisma de particular «cristiformi­dad» genera en torno a Francisco el acudir, el «mo­verse» de un verdadero pue­blo de seguidores.
En este punto es fácil po­ner una objeción, que en realidad es sólo aparente: ¡Que Francisco de Asís era un santo! Me explico. No debe confundirnos este he­cho: él no realizó un movi­miento porque fuera santo, sino que se convierte en san­to porque realizó un mo­vimiento.
Es decir: en aquel mo­mento (en el que la Iglesia tenía una gravísima necesi­dad «de estar presente de forma nueva y adecuada a la sed de verdad, de belleza y de justicia que Cristo iba suscitando en el corazón de los hombres», cuando, por consiguiente, la Iglesia tenía de nuevo «necesidad de re­formarse, de volver a descubrir de un modo cada vez más auténtico la inagotable fecundidad del propio Prin­cipio») «inició y fundó una obra de renacimiento ecle­sial». De este modo, para to­dos aquéllos que le siguieron y junto con ellos, se convier­te «en un instrumento pri­vilegiado para una personal y siempre nueva adhesión al Misterio de Cristo».
Tal vez lo más específico del carisma de Francisco (respecto a otros carismas aparecidos en la vida de la Iglesia) fuera su tarea de «repintar en vivo» -a co­mienzos del segundo mile­nio- la amada imagen en­carnada de Cristo, desventu­rado y crucificado: de remo­ver a la Iglesia entera hacia la idea de permanencia fí­sica.
El valor sustancial dé lo que estamos diciendo está en esto: estamos aplicando tranquilamente a la historia de Francisco de Asís las ex­presiones que Juan Pablo II dirigió en 1985 a los sacer­dotes del movimiento del CL, señalando cómo éstos se adecuan perfectamente para describir aquello que ocurría entonces, y que ahora todos valoran cuando se habla de aquel momento pasado, pero que también muchos miran con recelo por el he­cho de que se trata de ahora.
No es un juego de pala­bras (sobre todo porque es un poco triste para tratarse de un juego), sino tan sólo una humilde y convencida observación de aquello por lo que es necesario pedir y luchar con fuerza: para que sea reconocido y apreciado en la Iglesia el aconteci­miento del carisma.
Por tanto, en el carisma (cuando está destinado a ori­ginar un movimiento) acon­tece un fenómeno singular: la Iglesia, cuerpo de Cristo, permanece con toda su pro­funda consistencia histórica y también con toda la histó­rica fragilidad de sus hijos, de sus obras y de sus méto­dos, pero en ella acontece el don de una automanifesta­ción convincente de Cristo que, a través de personas que Él escoge y envía, agita la historia de su Iglesia, la pone en movimiento, la sal­va de peligros, a menudo no bien advertidos todavía por los demás, y la purifica.
Que nazca de los proble­mas, de las incomprensio­nes, de los conflictos es, no sólo evidente, sino com­prensible y, en cierto senti­do, también necesario.
Toda la historia de la Iglesia lo confirma
Si hemos recordado a san Francisco de Asís es, ante todo, porque su ejemplo es el más conocido y estimado, y también porque tal vez es, a su modo, el más radical. Se podría hablar igualmente de muchos otros. Pero puesto que requeriría demasiado es­pacio la reconstrucción de los respectivos períodos his­tóricos, me limitaré sobre todo a algunos episodios tra­zados por la hagiografía cristiana, de los que surge el contacto entre la Iglesia ins­titucional y un carisma, ilus­trado en el momento en el que está a punto de generar un «movimiento».

La «dulcísima Madre» de Siena
En la segunda mitad del siglo XIV, la expresión más enérgica de integración vital que el carisma ofrece a la institución se da indudable­mente en Catalina de Siena.
Por todos es conocido cómo se había acercado tam­bién a los problemas institu­cionales de la vida eclesial, algunos de los cuales eran particularmente duros e in­trincados, pero la fuerza de Catalina fue precisamente la de su experiencia de unión mística, de personificar a la Iglesia-Esposa, apasionada por el Verbo encarnado y por su Sangre redentora.
No tenía todavía diecio­cho años cuando ya se crea­ba en torno a ella un movi­miento de hombres y muje­res, nobles y gente humilde, teólogos, magistrados, artis­tas, poetas y artesanos. Y to­dos -¡casi increíble sólo de pensarlo!- la llamaban «dulcísima Madre».
Catalina era la Iglesia, es­posa y madre, que invitaba a «actuar virilmente» sobre todo a aquellos hombres de Iglesia enflaquecidos.
Más que recordar aquí su célebre acción, sus papas, cardenales, gobernadores y reinantes, es interesante sorprenderla en el acto de atraer hacia su «movimien­to» a un significativo ejem­plar de la Iglesia institucio­nal de entonces.
Juan de Volterra era pa­dre provincial de los Fran­ciscanos, Inquisidor general de Siena, considerado uno de los mayores teólogos y pre­dicadores que había enton­ces en toda Italia, cuando de­cide someter a examen a la joven sienesa.
Vivía «como si fuese un cardenal» y en su convento había hecho tirar la pared de tres celdas para hacerse la suya, con la cama recubierta de cortinajes de seda, con una preciosa biblioteca de cientos de ducados de coste y con objetos de valor, ex­presión de su refinamiento. El interrogatorio sobre temas bíblicos y dogmáticos se trocó para él en una nue­va propuesta ardiente del Evangelio: Catalina recordó al reverendo padre que la ciencia podía «hinchar la vanidad» de aquéllos que la poseen y le hace darse cuen­ta de lo triste que debía de ser la vida de quien «se fija en la corteza y no en el meollo».
Al final, el célebre fran­ciscano sacó la llave de su celda y pidió a uno de los presentes que fuera a vender todo lo que encontrara en aquella habitación: bastaba con que allí dejara el brevia­rio. Se convierte así -aun­que sin abandonar su Orden- en miembro de la «fa­milia cataliniana».
Si san Francisco se sitúa en el origen del ideal de la vocación de fray Juan de Volterra, si el Pontífice y toda la estructura eclesiásti­ca mantenían toda su fuerza de raíz y de referencia, Ca­talina, muchacha de pueblo, fue el carisma: el encuentro con Cristo hecho expresivo y operativo «por un tempe­ramento y una historia per­sonales».

Ansia de reforma y confraternidades
Hacia finales del siglo XV la Iglesia entera estaba agitada por aquel ansia de reforma que encontraría en Lutero su punto paroxístico y profundo, tanto que aquel deseo de renovación había pretendido penetrar hasta el fondo las raíces del cuerpo institucional de la Iglesia y de la Gracia sacramental; y revolver también aquello que debía permanecer, por otro lado, intacto e intoca­ble.
La Iglesia católica estaría a punto de regirse, sin con­sentir convertirse en algo vano, sólo por el Concilio de Trento.
Hoy en día, de todos mo­dos, los historiadores están de acuerdo en admitir que la reforma católica alimentó mucho más a toda la inmen­sa red de confraternidades dedicadas a la renovación es­piritual de sus miembros y a la creación capilar, en toda Italia, de obras de caridad y de educación.
Las diversas «fraternida­des del Divino Amor» pla­garon literalmente Italia y a ello contribuían indistintamente cristianos pertene­cientes a cualquier estado de vida. No obstante, en el ori­gen de este vastísimo movi­miento está sobre todo (aunque no exclusivamente) la personalidad y el carisma de santa Catalina de Géno­va.
La joven esposa aristó­crata Fieschi-Adorno, des­pués de diez años de vida conyugal mediocremente llevada tiene la ardiente ex­periencia de una misericor­dia divina que la invade, la purifica, la consume y la arrastra en experiencias místicas cada vez más pro­fundas que exigen ser comunicadas y dar vida a iniciati­vas concretas de caridad: construcción de lugares físi­cos en los que la misericor­dia pueda ser experimenta­da sobre codo por aquéllos para los que es realmente el último recurso; de este modo se difunden los hospitales de los Incurables, entre los que transcurre la vida de Catalina, y desde los cuales se irradia, por tanto, su ma­gisterio.

Frente al desafío protestante
Avanzando en el tiempo, en plena crisis luterana, la fe católica es agredida justa­mente en el corazón: allí donde la obediencia a Cristo era invocada contra la obe­diencia a su Iglesia, en su concreción histórica y su consistencia. En tal situa­ción, evidentemente, toda la Iglesia responde reuniendo sus energías y comando vi­gor de la inagotable Gracia sacramental. Pero es igual­mente verdad que la res­puesta más apreciada viene del carisma de un soldado que se convierte a Cristo con toda su psicología de hom­bre de armas.
Si Ignacio de Loyola com­prende a Cristo como «al sumo y verdadero Capitán» al que hay que seguir sin ninguna vacilación, si imagi­nó su acción en la Iglesia como formación de una «Compañía de Jesús», si de­seó como eje de su obra la obediencia absoluta debida al Papa y a los superiores «como a Cristo presente», todo esto responde a un ca­risma preciso con el que Dios decide enriquecer a la Iglesia, a través de Ignacio y a través de sus compañeros. Estos no descubrieron a la Iglesia el ya conocido valor teóricamente entendido de la obediencia, no afirmaron la necesidad de la obediencia para la compaginación orgá­nica del cuerpo eclesial (esta también era bien conocido), simplemente verá la obe­diencia como propuesta per­suasiva y totalizante de toda su existencia.
Pero querían obedecer «a toda costa», y por ello al principio alguno les acusaba de desobedecer las medidas previstas.
Ignacio de Loyola no po­día hacer otra cosa, tanta es así que al convertirse había aprendido a mirar al mun­do. La compañía de Jesús ya había nacido dentro de él (y para la Iglesia entera) cuan­do, todavía en la universidad de París, Ignacio «encontra­ba consuelo espiritual plan­teándose estas consideracio­nes: imaginaba que el profe­sor era Jesús; a un compañe­ro le daba el nombre de san Pedro, a otro de san Juan, y lo mismo hacía con los nom­bres de todos los apóstoles. Reflexionaba: cuando el profesor me dé una orden pensaré que Cristo me lo manda,- y si otro me pregun­ta cualquier cosa, pensaré que es san Pedro quien pre­gunta» (Autobiografía, n. 75).
El carisma de Ignacio de Loyola creó un movimiento en la Iglesia simplemente porque consistía en imaginar y desear la vida y las re­laciones como un tejido de pertenencia, de obediencia. Podrían ponerse otros muchos ejemplos, pero el valor pedagógico es el mis­mo en todos los casos: la Iglesia institucional vive de aquello que Cristo ha depo­sitado permanentemente en ella y de la energía carismá­tica que el Espíritu suscita.
Estas energías tienen una trayectoria común: nacen de volver a proponer a Cristo de un modo persuasivo vivo aquí y ahora (es decir, nacen de una aguda percepción de la «contemporaneidad» que el creyente tiene con Cristo) y tienden a la construcción de un movimiento que ali­menta y vivifica a todos los dones institucionales.
Tal vez, todavía sería ne­cesaria una última observa­ción: cada carisma repropo­ne a Crista vivo y presente, «aquí y ahora», según una determinada concepción cristológica que es estimula­da por una particular nece­sidad de la Iglesia, a la que está destinado el mismo ca­risma.
De este modo -limitán­donos a dos últimos ejem­plos- el carisma de Camilo de Lelis nace comprendien­do, por así decirlo, toda la cristología de la afirmación de Jesús: «Estaba enfermo y me habéis asistido». Sobre esta identificación evangéli­ca, tomada en su totalidad, se desarrolló en la Iglesia uno de los más impresio­nantes movimientos de cari­dad hospitalaria.
De modo análogo, san Vicente de Paúl parte del gozoso anuncio con el que Cristo se presentó a su pue­blo: 'evangelizare pauperi­bus missit me' «me ha en­viado a evangelizar a los po­bres»; la identificación abso­luta entre Cristo y los po­bres, entendida en su sentido más concreto -incluso más de lo que abarca el tex­to bíblico- le induce a im­plicar a otros miles de creyentes en un movimiento decidido y prácticamente convencido de que «la cari­dad de Cristo es creativa hasta el infinito».
Podemos concluir esta se­gunda parte de nuestra re­flexión repitiendo sin can­sarnos una verdad que toda la historia de la Iglesia está de acuerdo en confirmar: el pueblo cristiano vive del movimiento normal que la institución eclesiástica prevé y anima, administrando la Gracia sacramental y los do­nes que Dios le ha confiado, pero vive también del movi­miento extraordinario que el Espíritu suscita distribu­yendo sus carismas.
Este segundo «movi­miento» no contradice al primero, no se sobrepone a él; no obra separándose, ni siquiera se puede pretender desestabilizarlo o hacerlo confluir en lo que ya se co­noce o está ya predispuesto.
Para aquéllos que se ven implicados en algún carisma (y esto es Dios quien lo de­cide) no existe otra historia cristiana, pero existe una responsabilidad dentro de la historia común: construir aquel movimiento que exige intrínsecamente el carisma.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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