El nuevo arzobispo de Colonia, el cardenal Meisner, en la homilía de la misa de
incardinación, el 12 de febrero de este año, afirmó: «La Palabra eterna del Padre se ha hecho carne, y ahora es oíble y tangible por todos los hombres en la Iglesia. No debemos "adoctrinar'' a los hombres con el Evangelio, debemos hacerles encontrar a Cristo en la Iglesia. Será él, luego, quien cambie el corazón de los hombres. (...) No somos nosotros los que producimos la fe, es Cristo quien nos la dona. Debemos tan sólo preocuparnos de que la Iglesia mantenga su identidad, de que los hombres puedan realmente tocar el cuerpo de Cristo en la Iglesia y no un globo que haya sido inflado de aire por nosotros. No podemos asimilarnos al espíritu del tiempo sino convertirnos al Señor y vivir la misión de la Iglesia. Ella es realmente el punto de encuentro entre Cristo y el mundo; no es del mundo sino para el mundo. Y es por esto por lo que ella debe estar presente y ser encontrable por todos a todos los niveles de nuestra sociedad».
Son palabras que expresan la novedad y la originalidad del anuncio cristiano en un modo que desde hacía mucho tiempo y en no muchos lugares habíamos escuchado, por lo menos con esta claridad y urgencia. En efecto, si miramos un poco a nuestro alrededor, ¿qué es lo que se ve emerger cada vez más en esta época que está entre el final del segundo y el principio del tercer milenio cristiano?
En la escena mundial puede parecer que los únicos sujetos reales que hoy se disputan el dominio del mundo son, por un lado, la secularización y, por otro, el fundamentalismo religioso: el laicismo ilustrado de Gorbachov o el integrismo religioso de Imam Jomeini. Tertium non datur.
Pero también en el mundo católico parecería que hoy no se da más alternativa que la de ser o católicos fundamentalistas o católicos secularizados: o la proposición de verdades «trascendentes», religiosas y morales, que sólo tocan externamente a las personas y, para ser aceptadas, necesitan por tanto de un forzamiento de la razón y de la conciencia personal, o la disolución de aquellas mismas «verdades» en los valores comunes de un universalismo humanitario y filantrópico, que hace que la Iglesia se asemeje cada vez más a un púlpito moral, algo parecido a una «ONU espiritual», tanto más elogiado por el poder cuanto menos significativo para la vida real de la gente.
Sin embargo no es éste el cristianismo que nosotros hemos encontrado, aquél que nos
convence hoy a seguir siendo fieles. No es un humanismo al lado de otros, pues si fuera esto nos hubiéramos quedado igual que antes: quien liberal, quien marxista, quien nada de nada
(como la mayoría de la gente). Y no es tampoco un credo religioso y un ritual moral que hay que imponerse voluntaristamente, pues amamos demasiado nuestra libertad de hombres para aceptar una verdad que no corresponda plenamente a aquello que de verdad esperamos.
El cristianismo que hemos encontrado es más bien el estupor frente a un Acontecimiento
(«La Palabra eterna del Padre se ha hecho carne, y ahora es oíble y tangible en la Iglesia», decía el card. Meisner) que cambia la vida y, milagro más grande todavía, la cambia sin pretensiones moralistas, en la paciencia, por el sólo hecho de existir y de ser seguido (como recientemente ha sucedido a un joven amigo nuestro, encontrado desde hace pocos meses, y cuyo padre, antes escéptico y sin real esperanza por la vida, no ha podido más que afirmar: «No creía en los milagros pero ahora no puedo negar que existan, al ver el cambio gratuito de mi hijo»).
También en la alternativa entre fundamentalistas religiosos y laicos secularizados, hoy la situación de los cristianos es cada vez más semejante a la de los principios del cristianismo. En los Hechos de los Apóstoles (cf. ce. 23-25), cuando Pablo de Tarso con habilidad y humorismo, para salvarse de un proceso, hace enfrentarse entre ellos a los fundamentalistas de entonces, los fariseos, con los progresistas de entonces, los saduceos; sólo un político pagano llamado Festo, al que nada le interesaban las cuestiones religiosas y morales, hablando de Pablo intuye así la originalidad absoluta del Cristianismo: «Una cuestión sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive».
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