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Huellas N.12, Julio/Agosto 1988

POR LA CULTURA

Ionesco, el teatro de la pregunta

Irene Llabrés

Eugene Ionesco -de origen rumano pero afincado en Francia desde 1938- continúa siendo, a sus 76 años, un autor teatral rebelde: se rebela contra el sinsentido de las cosas. Incapaz de manifestar todo lo que querría expresar, recurre a un lenguaje nuevo: un lenguaje lleno de signos que desconciertan, un teatro del absurdo que no se agota en sí mismo, sino que remite a lo inefable.

El teatro de Ionesco es muy poco conocido, incluso entre los que se llaman a sí mismos «gen­tes cultas». Como todo, también el mundo literario parece estar baña­do por esa asepsia que todo lo inunda. Cuando intentamos acer­carnos a este complejo personaje (manuales, comentarios sobre su obra... ), nos encontramos ante un ser desesperado, que huye de la realidad cubriéndola con un hu­mor irónico y sarcástico, un hu­mor que insensibiliza.
Nada más lejos de la intención de Ionesco que huir de la realidad; él se aferra, por el contrario, a la vida, a lo humano. No sólo se aferra sino que intenta profundi­zar y buscarle una explicación, siempre en incesante actitud in­quisitoria. Sólo cuando se queda a solas con la incógnita de lo abso­luto, calla. Incapaz de manifestar todo lo que querría expresar re­curre a un lenguaje nuevo, un len­guaje lleno de signos que descon­ciertan, un teatro absurdo que no se agota en sí mismo, sino que re­mite a lo inefable. A lo largo de su obra dramática y de su testimonio pesonal no desperdicia ni un mo­mento para interrogarse a sí mis­mo (y a los que se dejan interro­gar) sobre el sentido de la existen­cia. Su obra literaria no va a ser más que el instrumento que le acerque al conocimiento profundo del hombre, y con el que intente buscar una explicación razonable a todo lo que le rodea.
En su Diario, Eugene Ionesco nos lega un manifiesto de rebeldía contra esta situación caótica y sin­sentido de las cosas que (se supo­ne) habría que aceptar; y a veces parece que el humor es la única posibilidad de librarnos de la in­quietud de la existencia, ocultando el dolor y la angustia con la bufo­nería y lo ridículo (el absurdo).
Para Ionesco el único y verda­dero absurdo de la humanidad es no tener o no querer ver las preguntas, cuando son éstas precisa­mente la iluminación y la cuestión fundamental de la existencia hu­mana: ¿qué es... ?, ¿por qué...?, ¿cómo... ? De hecho el pecado del hombre de hoy es solamente uno: haber reducido las tres preguntas a la que por sí sola (¿cómo...?) le aliena en un activismo; y este de­senfrenado hacer es el que le con­duce al olvido del dramatismo de la vida.
La causa de esta reducción es muy sencilla: la respuesta a las otras dos preguntas no está en nuestras manos (mentes) dárnos­la y éstas nos revelan algo que no estamos dispuestos a aceptar: que somos limitados.
Este nuevo hombre se atiene al cómo, y en este conformismo está aceptando formar parte de un sis­tema en el que se aliena en el ac­tivismo y en el que pretende olvi­dar su conciencia de individuo.
La conciencia del Yo frente al Sistema, o frente a la masa, está presente, de una manera u otra, a lo largo de toda su producción ar­tística: «Más bien tiendo a creer que es el Yo quien existe en lugar de lo demás. Ahora parece que es lo demás. Lo demás, la sociedad, la estructuración de los conjuntos. Sin embargo, los conjuntos no po­seen una conciencia propia. Los conjuntos obedecen a unas reglas. Están determinados. ¿No estarán determinados por una conciencia ajena?»
Siempre pendiente y atento a la realidad de su época, pero al mismo tiempo siempre crítico, no se deja arrastrar por la avalancha del «momento histórico». Contra este tópico de ir al ritmo de la his­toria, tan bien aceptado y respal­dado por la intelectualidad de la época, se subleva Ionesco. Opo­nerse a él significa no dejarse ma­nejar, y aceptarlo es renunciar a la realización del ser, porque la polí­tica y la ideología «son un intento oculto de destruir lo humano». Nuestra época ha sustituido el de­seo esencial de elevarse por enci­ma de uno mismo por un proble­ma político, económico. Ya no in­teresa el destino del hombre; el in­terés fundamental de ahora es el destino de una nación política, de la economía; «la humanidad se hace bestial». En el ajetreado con­texto histórico que siguió a la Se­gunda Guerra Mundial, no era di­fícil (como tampoco hoy lo es) en­contrarse con hombres que creían tener una vida comprometida con una tarea justa, pero que no eran capaces de reconocer la relatividad de ese ideal político, social o hu­manitario. Eran arrastrados por ese ritmo de la historia, que vivía de masas enajenadas y no de con­ciencias individuales. Sólo unos pocos espíritus agudos eran capa­ces de ver el utilitarismo de la ideología: «Míralos, míralos; están habitados por el fango de la pro­paganda. Creen haber inventado y pensado lo que les han metido en la cabeza. Dentro de unos años, cuando el "sentido de la historia" haya dado la vuelta, sus cabezas es­tarán llenas del fango de otra pro­paganda (...) Pero los propios do­minadores no hacen más que obe­decer, inconscientemente, a sus instintos de querer ser dominado­res. Los hombres libres no son do­minados, no son dominantes».
Este desajuste entre el indivi­duo y el entramado social en el que se desarrolla afecta y, cómo no, contribuye a la decadencia de la cultura, de la tradición y de la moral. ¿Qué moral es la que propone esta sociedad de masas? La moral que propone es una «uniformiza­ción», relativizando todo por igual. Esta relativización va mi­nando poco a poco las conciencias individuales y creando una con­ciencia uniforme (¿informe?) para la cual el amoral es aquél que se subleva contra la ley, susceptible de «retoques» con cualquier excu­sa política.
Frente a esta «sociedad moral», cualquier crítica, cualquier discre­pancia es tachada -sea cual sea la ideología del sistema- de anar­quía y de disturbadora de los valores comunes. La moral se ha con­vertido en aquel conjunto de valo­res que han sido aprobados por la cultura dominante. La tradición y la cultura como instrumentos de humanización y de realización de la persona ya no tienen sentido. La cultura pasa de ser la conciencia crítica del Yo, a un intento de en­cerrar el mundo en esquemas y convencionalismos.
Ionesco no se deja arrastrar por esta dinámica masificadora; es del «Yo incluido en el mundo» del que parte. La clave de su felicidad es la conciencia, que le remite constantemente a lo que él es, aunque también está sometido al peligro del olvido: «(...) Yo mismo no siempre utilizo esa clave. La pierdo»
De pronto vuelve a aparecer ese sentimiento de impotencia, de incapacidad. Parece como si su la­bor de crítica constante, de testi­monio frente al caos no tuviera sentido. Todo lo que señala como amoral encuentra su justificación en nombre de la Nación, de la Economía. Todo se justifica y se engloba en esa generalidad, donde puede esconderse cualquier tiranía y cualquier mentira, del signo que sea. Ionesco está más allá de cual­quier ideología, no se somete a corrientes, a modas. Siempre fir­me en su posición de permanen­cia humana, aparece como una conciencia universal que no se vende a ningún movimiento revo­lucionario o reaccionario que pre­tenda rehacer el mundo destru­yéndolo para crear otro mejor: «(...) Virgile declaraba que había que destruirlo todo para que todo volviese a empezar desde cero. (...) Miraba a aquel Virgile, tan feo, tan antipático, tan sórdido, que da­ban ganas de destruir el mundo, empezando por él».
También el teatro actual está dentro de esta corriente que todo lo engloba, lo iguala y lo purifica de connotaciones molestas. Por un lado, nos encontramos con un tea­tro de entretenimiento, que des­cargue tensiones acumuladas a lo largo de jornadas de agotadora ac­tividad. El otro tipo de teatro es un teatro pretendidamente crítico, pero que en realidad es tendencio­so, ideológico, aunque siempre dentro de los límites de la uni­formidad.
Tampoco escapa a la drástica crítica de Ionesco la mentalidad científica actual, que pretende or­denar la ininteligibilidad del mun­do mediante la imposición mental de un falso cientifismo, para el que cada avance en el conocimiento y en la ciencia suponen dejar atrás viejos moldes de interpretación.
Todos los sistemas que preten­den explicar el mundo son y serán artificiales, alejados de la realidad. La explicación será siempre redu­cida, y la única salida posible será optar por una de estas explicacio­nes; de este modo nosotros tam­bién estamos siendo reducidos a un conformismo (con el marxis­mo, fascismo, liberalismo o posi­tivismo por ejemplo), porque un sistema «No expresa, ni cubre, ni extingue, ni absorbe, ni agota fa realidad». Lo único que podemos hacer es dejarnos arrastrar por este caos. La única posibilidad de escapar a este caos es Dios, pero Dios no está en ningún sistema humano posible. Sólo Ionesco, en su explicación del mundo, hace un silencio para que quepa Dios.

BIBLIOGRAFIA DEL AUTOR
- La cantante calva, Alianza.
- Diario, Guadarrama.
- El peatón del aire, Alianza.
- El porvenir está en los huevos, Alianza.
- Jacques o la sumisión, Alianza.
- Víctimas del deber, Alianza.
- Amadeo o cómo liberarse de él, Alianza.
- Rinoceronte, Alianza.
- Las sillas, Alianza.
- La lección, Alianza.
- El maestro, Alianza.
- Teatro, Losada

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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