La eutanasia -la «buena muerte»- a la palestra. ¿Es justo mantener en vida
al moribundo, incluso entre terribles dolores? ¿Quién decide: el médico, el enfermo? ¿Acaso el optimismo de la voluntad puede resolver el misterio del sufrimiento?
Massachussetts (EEUU). Paul Brophy, bombero, queda en estado de coma a consecuencia de la rotura de un aneurisma cerebral.
Antes, Brophy había dicho que de ninguna manera aceptaría vivir en estado vegetativo. Su esposa, Patricia, pide al hospital que desconecten los tubos que le alimentan. En 1986, tras un proceso judicial largo, se le retira el suero. Brophy muere ocho días después.
Otros tribunales, como el de Colorado, han aceptado solicitudes de este tipo.
Karen Quinlan, de veintiún años. Entró en coma por una mezcla de droga y alcohol. Fue mantenida artificialmente hasta 1975, año en que fue desconectado el respirador artificial por deseo de
sus padres. Continuó viviendo diez más sin auxilios artificiales, hasta el 12 de julio de 1985.
¿Es justo que una persona deba estar siempre y a toda costa mantenida en vida, aún en medio de indecibles dolores?
¿Qué significa ser el protagonista en el momento de la muerte?
¿Quién decide: el médico o el enfermo?
HOLANDA, NO SÓLO UNA EXCEPCIÓN
Hoy ya no escandaliza a nadie leer que el quince por ciento de los holandeses muere por eutanasia. Esto es lo que afirma el belga Philippe Schepens, secretario general de la Federación Mundial de Médicos que respeta la vida humana.
Entre 6.000 y 18.000 holandeses fallecen cada año por «muerte dulce». Las autoridades holandesas toleran el fenómeno, que ha sido, incluso, en cierto modo, reglamentado.
Una sentencia del tribunal de Rotterdam emitida el 1 de diciembre de 1981, exime de persecución legal a aquéllos que practiquen la eutanasia activa en casos de sufrimiento insoportable e ineludible, con participación de un médico en la decisión y, eso sí, firme decisión del enfermo ejercida sin presiones. La sentencia añade que se deberán tomar las máximas precauciones para evitar errores.
El gobierno holandés no se decidió, sin embargo, a despenalizar la eutanasia, pero los jueces holandeses no imponen penas a los médicos que la practiquen de acuerdo con las ya nombradas condiciones.
Es decir, la ley es despenalizadora en la práctica y espera el momento propicio para que un marco legal para la eutanasia no encuentre la oposición que existe hoy.
La mentalidad que subyace en el resto de Occidente es la misma, y así la postura de Holanda se presenta como un ejemplo de modernidad y progreso digno de imitación.
Un último dato: curiosamente, según la investigación del médico holandés, el Dr. Segers, el 93% de los internados en casas para ancianos son firmemente contrarios a la eutanasia, y el 68% de ellos teme que les maten sin el propio consentimiento o sin saberlo.
LA CARA AMARGA DE LA DULCE MUERTE
«Yo no distingo entre eutanasia activa y pasiva, al tratarse de un único e importantísimo problema humano ante el que la sociedad debe concienciarse (...); ya que el Código Civil permite expresar la voluntad de varias formas para disponer de los bienes, del mismo modo debiera poder actuarse para disponer de la propia vida (...). Lo que aquí importa es la voluntad del paciente, es el hecho de que acepte o no soportar la destrucción física. Él decide (...)», afirma Cesáreo Rodríguez Aguilera, expresidente de la Audiencia Territorial de Cataluña, actual senador, en una entrevista concedida al periódico La Vanguardia, el pasado mes de abril.
Sorprende la torpeza y la ingenuidad del hombre moderno. Como un recién iniciado a la fotografía que se atreve a hacer sus primeras fotos, siempre desenfocadas, el hombre actual se acerca al problema de la muerte con la misma inexperiencia y torpeza. Se habla del respeto a la voluntad del paciente para que acepte o no la destrucción física. ¡Como si el sufrimiento y la muerte fueran una cuestión a merced de la voluntad de alguien! Ni siquiera la ilusión de poder acercar y decidir el cómo de la muerte aclara la cuestión fundamental, el enfoque que permite entender la realidad de la muerte y por tanto, de la vida. El principal trabajo de la voluntad no puede entretenerse en cuestiones marginales que tratan de censurar el problema de la muerte (es decir, de las razones por las que se vive y se entrega la vida), con problemas sobre el «derecho a morir»; sino sobre todo, situarse, preguntarse sobre este único hecho, tan único como nacer.
La muerte existe, y la eutanasia no la evita. En este sentido, el gran antropólogo Philippe Aries ha escrito: «La muerte se ha convertido en un tabú y en el siglo XX ha sustituido al sexo como principal prohibición. Antes se decía a los niños que venían de París, pero ellos asistían al gran momento del adiós a la cabecera del moribundo. Hoy son iniciados desde la más tierna edad en la fisiología del amor, pero cuando no vuelven a ver al abuelo y preguntan por él, se les dice que descansa en un bello jardín rodeado de flores».
Morir se ha excluido de la vida del hombre. Se habla, se razona, como si el hombre no debiera morir nunca. Porque la vida del hombre moderno es un esfuerzo titánico por afirmarse a sí mismo, y la muerte es el signo absoluto del fracaso de este esfuerzo. Sanatorios, rest-houses, hospitales, son los lugares asépticos, ajenos a la vida, encargados de ocultar este fracaso.
POR UNA MUERTE DIGNA
El gran avance de la medicina de nuestros días hace posible controlar en gran medida los sufrimientos físicos del enfermo. Intervenciones quirúrgicas paliativas, potentes analgésicos, terapias sustitutivas constituyen la gran solución cuando la curación ya no es posible. Pero frente al sufrimiento del hombre que sabe que va a morir, lo único que es capaz de ofrecer la estructura sanitaria, la sociedad entera, son sedantes que ayudan al hombre a olvidar y relajarse. Mucho más al fondo del problema del dolor físico de un enfermo terminal, el interrogante que late bajo la petición de la eutanasia se sitúa en ese otro dolor que abarca al hombre entero. Porque este tiempo, o es el momento de una gran meditación sobre el significado de la existencia, acompañado y sostenido por los seres queridos, o, por el contrario, es el tiempo de una angustia intolerable que sólo desaparece bajo la acción de potentes fármacos o de una «rápida y dulce muerte».
Capaz de construir naves que exploren los más alejados lugares del espacio, de penetrar hasta el interior del más pequeño resquicio del cuerpo humano, de dominar la naturaleza hasta límites insospechados, el hombre de nuestros días ha perdido la capacidad de mirarse a sí mismo, de mirar la realidad y ser leal con aquello que encuentra. Cuando el enfermo percibe que el esfuerzo por reparar la maquinaria de su cuerpo va a fracasar, cuando sus familiares, los amigos, la propia estructura sanitaria advierten que sólo queda la derrota, la única alternativa planteada es evitar este tiempo en el que una y otra vez surge una pregunta a la que la ideología no sabe responder.
Pero hay otra posibilidad diferente de la desesperación: es la posibilidad que se abre cuando el hombre descubre que la vida es un don y percibe su muerte como la entrega de la vida, de todo lo querido, a Aquél de quien lo ha recibido.
Explica Madre Teresa: «Recuerdo a un hombre que recogimos en la calle y lo llevamos a nuestra casa. ¿Qué dijo aquel hombre? Ningún reproche, ninguna blasfemia, sólo dijo: "He vivido como un animal y voy a morir como un ángel, amado y curado". Estuvimos tres horas limpiándole. Después miró a las hermanas y dijo: "Hermanas, regreso a la casa de Dios" y murió. No he visto nunca una sonrisa como la que tenía este hombre en la cara. Es algo increíble. En las calles de Calcuta hemos recogido enfermos y moribundos -cuarenta y ocho mil personas- y no he sentido nada parecido hasta hoy: sólo la alegría de estar allí».
Ésta es la gran paradoja del morir: comprender qué son la vida y la muerte significa sobre todo comprender qué es la vida. Cuando nuestra cultura era todavía cristiana tenía miedo, no de la muerte, sino de la muerte imprevista, aquélla que no permite al hombre elaborar su sentido. Hoy sin embargo, la muerte imprevista es la única deseable porque elimina la necesidad de hacer del morir un acto de la persona.
«Morir con dignidad». Ésta es una de las claves de la campaña a favor de la eutanasia. Pero, ¿qué significa morir con dignidad sino morir acompañado y conocer el sentido del propio morir?
Nos recuerda Madre Teresa:
«El sufrimiento físico es muy difícil, porque abarca todo nuestro cuerpo cuando tenemos dolores y sufrimos. Pero lo que yo encuentro terrible es la soledad de nuestra gente, el hecho de sentirse como indeseables, no amados: éste es un sufrimiento terrible. Se puede hacer algo por el sufrimiento físico porque se ve, pero no hay palabras para explicar el sufrimiento interior».
Elisabeth Kubler-Ross, una de las más grandes expertas en psicología del moribundo ha concluido que en el fondo de todos los reclamos del enfermo existe sobre todo la petición de no ser dejado solo.
Y así, del equívoco superficial de una petición dramática, puede nacer la trágica, amenazante, respuesta de la eutanasia.
Eutanasia -etimológicamente «buena muerte»-, es un término que se traduce por muerte rápida e indolora. La eutanasia pasiva consiste en eliminar los medios que contribuirían a alargar la vida del enfermo, como la respiración asistida o la alimentación nasogástrica. Por eutanasia activa entendemos la administración de un tratamiento destinado a producir la muerte de un paciente, por ejemplo una inyección letal. Esta práctica es un delito de homicidio en la mayoría de los países. A su vez, la eutanasia activa tiene dos modalidades: directa e indirecta.
Es importante darse cuenta de que esta denominación de activa y pasiva no deja establecidos con claridad algunos criterios. La eutanasia pasiva, según algunos completamente lícita, iguala al hecho de retirar la alimentación de un enfermo, sin duda un cuidado elemental, junto con otras situaciones muy distintas, como el caso de no someter a una inútil quimioterapia a un paciente con cáncer diseminado.
Por esto, otros prefieren usar el término ortotanasia, «muerte a su tiempo», que significa no utilizar medios desproporcionados a la situación del paciente. Así, someter a un paciente con un cáncer terminal a un inútil tratamiento, puede ser una postura desproporcionada. Pero nunca es desproporcionado asegurar la alimentación de un paciente. De la misma manera es esencial la distinción entre eutanasia activa directa y eutanasia activa indirecta, puesto que no es lo mismo administrar una inyección letal (directa) que administrar grandes dosis de morfina con el único fin de paliar los dolores, lo que secundariamente puede acortar la vida del enfermo (indirecta).
Es esencial delimitar con claridad cada caso, y no se pueden dietar rasgos generales. La única regla posible es actuar siempre a favor del enfermo en el pleno respeto de su dignidad.
Aquéllos que apoyan la eutanasia, sin embargo, actúan de la manera opuesta, generalizando los casos, hablando de fenómenos, pidiendo una reglamentación.
PROYECTILES NO, CARAMELOS TAMPOCO
En Washington el Tribunal Supremo de los Estados Unidos rechaza la petición del gobierno federal: no habrá operación para la pequeña Jane Doe, nacida con espina bífida y condenada a la parálisis. A Jane Doe le quedan dos años de vida, no más.
En Roma, el Tribunal Supremo concede la libertad provisional a Laciano Papini, que hace dos años mató a tiros a su sobrino Sandro, de dieciocho, paralítico.
A unos 15 km al sur de Piacenza, José Carini, treinta y dos años, paralítico de nacimiento, toda su vida en silla de ruedas; lee, escucha, aprende. No le interesa hacer cabales jurídicos, lo único que sabe es que aquella sentencia tiene que ver con él.
«No me dan miedo los jueces ni las sentencias: me dicen que en Roma, leída la sentencia de Papini, el público presente comenzó a aplaudir. Es ese aplauso lo que me da mucho miedo. ¿Puedo bromear? No querría que el día de mañana alguno dijese: ¡Pobrecito papá, cuánto sufre! Y me pegase dos tiros. Yo soy como soy. Soy una persona, me ha costado tanto llegar a aceptarme y a quererme a mí mismo; y ahora debo también combatir la mentalidad de la gente que quiere convertirme en un desgraciado. Como aquel cura que hace algunos años me decía: "Ahora sufres, pero después irás al cielo", y me daba caramelos. No me gustan los caramelos ... ».
A Luciano Papini le ha sido concedida la libertad provisional porque el suyo, se dice, ha sido un acto de piedad, un homicidio por amor.
-«Pero, ¿no sientes el dolor de la contradicción? Actos como éste son un intento de eliminar el sufrimiento de la vida, y quizá soy un poco duro, pero dime si no supone esto eliminar el compromiso. Esto no quiere o no puede comprenderlo ya nadie, pero hay un sufrimiento que no es eliminable y frente al cual debemos únicamente estar en silencio. Debes permanecer en su presencia» .
-«¿No has pensado nunca en el suicidio, en qué injusto que te haya tocado precisamente a ti?»
-«Antes de haber encontrado la comunidad cristiana, muchísimas veces. Los otros chicos de mi edad tenían novia, paseaban, se divertían. Me daba muchísima rabia, me parecía una injusticia. Entonces me refugiaba pensando y soñando. Soñaba con coger una metralleta y acabar con el amo capitalista. Aceptar las intervenciones quirúrgicas más peligrosas era mi forma de suicidio, pero no, no era la solución, no son esas las respuestas a la verdadera cuestión que está en juego, en mi caso como en el de Sandro Papini o el de la niña Jane: si la vida tiene sentido. En nosotros la pregunta crucial del universo se manifiesta de forma prepotente. Yo he respondido positivamente».
-«Pero tú has conseguido hacer una carrera, hablas con claridad, lees, la cabeza te funciona. ¿y las otras personas que sólo tienen una vida vegetativa, aquéllos a los que se les ha negado el umbral de la conciencia?»
-«¿Sabes que existen tesoros insospechados de humanidad, de ternura, de afecto, hasta en el último de los hombres? Pero esto no es todavía una respuesta. Mira, el mundo parece dividido en dos partes: en la primera, campea el slogan socialista de las elecciones "El optimismo de la voluntad". Bajo él, todos los que consigue arrastrar. De la otra parte, nosotros, aquellos que sufrimos y compartimos y escuchamos los sufrimientos. ¿Acaso el optimismo de la voluntad puede resolver el misterio del sufrimiento?, ¿redimirlo? Querrán eliminarlo, suprimirlo. Eso sí, como lo estamos viendo. Además, nosotros somos otra cosa: somos el testimonio de que lo que el hombre tiene -salud, fuerza, belleza, juventud- no le pertenece, no es suyo. Es gracia, nosotros existimos para recordarlo. Porque olvidarlo es reabrir, antes o después, los campos de concentración y de exterminio. Nuestro sentido es éste; nosotros somos necesarios al mundo».
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