Va al contenido

Huellas N.12, Julio/Agosto 1988

NUESTROS DÍAS

No sólo entre católicos y protestantes

Mauro Biondi


Ante el conflicto permanente de Irlanda del Norte
Si retroceder a los orígenes es un elemento importante en el análisis de cualquier conflicto, se puede afirmar sin duda alguna que el estudio de las raíces históricas constituye una condición
sine qua non para comprender el conflicto de Irlanda del Norte. La historia es «parte activa» en el presente del Ulster y nadie duda que los acontecimientos que han sacudido y sacuden hoy a esta región nor-occidental de Irlanda puedan encontrar explicación sólo en el background histórico que presenta caracteres únicos. Todavía hoy, discusiones de masacres y de batallas, acontecimientos políticos que tuvieron lugar hace doscientos o trescientos años, son un componente presente en la vida y en el lenguaje de cada día de cualquier habitante de Belfast o de Londonderry, o de cualquier pueblecito nor-irlandés.

La historia moderna de Irlanda co­mienza con las invasiones celtas ini­ciadas en el siglo VI a.C. y que conclu­yen en el siglo I d.C. Cerca de cuatro­cientos años después, en el año 432, San Patricio llega a Irlanda. En torno al 465, año en el cual se fecha su muer­te, la Cristiandad estaba ya estableci­da en toda la isla y el paganismo casi totalmente vencido.
El «problema irlandés» nace en 1167, año de la invasión normanda de Irlanda. Desde este momento, y du­rante ocho siglos, intentan completar la conquista de la isla sin conseguirlo. De hecho, la presencia de un conquis­tador extranjero, incapaz de establecer definitivamente su dominio, y la resis­tencia de la población autóctona, die­ron vida a una espiral de violencia constituida por pasiones y odios cuyas graves consecuencias han llegado has­ta hoy.
El intento más sistemático de ulti­mar la conquista de la isla fue llevado a cabo por Enrique VIII, proclamado en 1541 rey de Irlanda. Los ingleses se propusieron convertir a la población en una versión irlandesa de la nueva Iglesia de Inglaterra. El intento fraca­só, pero desde aquel momento el odio irlandés hacia la dominación inglesa se identificó siempre con la diferencia religiosa: mantenerse fiel a la Iglesia Católica Romana se convierte en un acto de patriotismo y no sólo en una opción de carácter religioso. Se inicia así una política de asedio inglés y es­cocés en el Ulster. La Corona británi­ca estaba convencida de que, una vez sometido el Ulster -la más reacia de las regiones irlandesas a la penetra­ción de un nuevo rey y de una nueva religión (hay que hacer notar que la tradición católica era muy radical en aquel área y que desde allí el cristia­nismo se había difundido por toda la isla en los siglos precedentes)- el do­minio de la isla entera se conseguiría fácilmente. No fue así, de hecho, y se tuvo que esperar a la feroz represión operada por Oliver Cromwell en 1649, y posteriormente, en 1689, a la victoria del protestante Guillermo de Orange sobre el católico Jacobo Es­tuardo para que el dominio inglés so­bre la isla fuese establecido, y estuvie­ra destinado a prolongarse por más de dos siglos. Las tierras fueron entrega­das a los señores ingleses; se estable­cieron leyes para inducir a los católi­cos a la sumisión. Eran los tiempos en los que se ofrecían recompensas por los católicos: ¡treinta libras esterlinas por un sacerdote, cuarenta por un vi­cario general, cincuenta por un obis­po y un jesuita!
Un hecho que, a la larga, provoca­rá la división de las dos comunidades -católica y protestante- fue la carestía de patatas (1845-1848), princi­pal alimento de los irlandeses: mien­tras los propietarios protestantes no hicieron nada por aliviar el sufrimien­to de la población, -sino que, por el contrario, continuaron exportando trigo a Inglaterra- millones de irlan­deses morían de hambre y los más afortunados se veían obligados a emi­grar a América. La población de Irlan­da, que en 1835 era casi de ocho mi­llones, a finales de siglo se había vis­to reducida bruscamente a poco más de cuatro millones.
En este momento el «problema ir­landés» se convierte en un argumen­to candente para los gobernantes in­gleses, que intuían que las reformas sustanciales no podían ya ser aplazadas. Londres, sin embargo, nunca lo­gró alejarse de una política ambigua: una mezcla de censuras y pequeñas concesiones que no contentaba a na­die.
A partir de este momento se suce­dieron intentos, por parte del gobier­no central inglés, de conceder una es­pecie de Home Rule, es decir, de au­togobierno; tentativas que chocaban habitualmente contra la tenaz resis­tencia de la minoría protestante, que a su vez se estaba organizando, inclu­so formalmente. De aquel período es, de hecho, la fundación del Orange Or­der, que todavía hoy es el auténtico guardián de la hegemonía protestante en Irlanda del Norte.
Por parte de los católicos, en lugar de la aspiración inicial al autogobier­no limitado, se pasó a la reivindica­ción de la independencia. Este cambio de posición es debido, principalmen­te, a la insurrección armada que esta­lló en Dublín en 1916, sofocada san­grientamente por las tropas inglesas. La repulsa inicial de la gente hacia los rebeldes, se transformó rápidamente en admiración. La situación se preci­pitó en pocos años. La guerrilla, con­ducida por el Ejército Republicano Ir­landés (IRA), tuvo éxito por todas partes. Sólo en el Ulster los protes­tantes -guiados por el Orange Or­der- obtuvieron la mejor parte, con­siguiendo mantener el control inglés.
En 1920, en el culmen de la guerra de la independencia irlandesa, el primer ministro inglés, Lloyd George, in­tentó calmar tanto a los nacionalistas como a los unionistas (los protestan­tes partidarios de la unión con la Co­rona británica). En un auténtico acto de cirugía político-constitucional, el primer ministro británico separaba el Ulster (o para ser más precisos, nue­ve condados de la provincia Ulster) del resto de Irlanda, creando así una nueva entidad: Irlanda del Norte. Era la Partición.
Los años que siguieron vieron el nacimiento del Irish Free State, ini­cialmente simple «dominion» británi­co, que más tarde, cortando los últimos lazos con Londres, se transformó en la República de Irlanda. Este nue­vo Estado, que comprende veintiséis de los treintadós condados en los que el territorio irlandés estaba original­mente dividido, concentrará sus es­fuerzos en la afirmación de su autono­mía política, militar y económica.
El otro fruto de la Partición, es de­cir, Irlanda del Norte, se mantendrá como parte integrante del Reino Uni­do, acentuando con el transcurso de los años el carácter que lo distinguía desde el inicio de su formación: ¡ser un Estado protestante para un pueblo protestante! La divergencia entre las dos comunidades, católico-nacionalis­ta por una parte y protestante-unio­nista por otra, se hace poco a poco in­sostenible. De hecho, contra la mino­ría católica se ejercitaba una discrimi­nación sistemática en casi todos los aspectos de la vida civil. Esto significó, ante todo, que la vida parlamentaria de Irlanda del Norte fue reducida al dominio continuo de un solo partido, Ulster Unionist Party, unido directa­mente al Orange Order. A esto se unió el poder fáctico de la policía con que contaba el Ejecutivo para el manteni­miento del orden en la región; poder que, confiado a los cuerpos paramili­tares -de dudosa legalidad- se hizo pronto famoso por la violencia ejerci­da sobre los católicos. Las discrimina­ciones estaban presentes además a ni­vel de gobierno local, ya fuere a tra­vés del mantenimiento del derecho al voto basado en el censo en lugar de es­tarlo en el sufragio universal, como en el resto de Gran Bretaña, o bien a tra­vés del fraude en lo que respecta a las circunscripciones electorales, por el cual incluso áreas de mayoría católica acababan teniendo órganos locales controlados por los protestantes. En el campo del trabajo el cuadro no era distinto: los niveles de desempleo eran siempre más elevados en las áreas del Ulster de mayoría católica, como por ejemplo Londonderry (Derry para los nacionalistas).
Hacia finales de los años '60 esta situación ya no se sostenía. Comenza­ba así el triste período de casi inin­terrumpida guerra civil que los irlan­deses, con resignación definen como «The Troubles» («Los Desórdenes»).
Se puede decir que desde entonces se ha sucedido toda una escalada de violencia y de muerte: desde la prime­ra marcha no violenta a favor de los derechos civiles, atacada por los pro­testantes y reprimida a porrazos por la policía (1968), a las últimas masa­cres en los funerales de los terroristas del IRA, pasando por la hecatombe de Enniskillen, en la que una bomba del IRA mató a decenas de protestantes reunidos en el día de la conmemora­ción de los caídos de todas las guerras, hasta concluir con el recientísimo acontecimiento de Gibraltar en el que, según muchos, eres terroristas del IRA fueron ajusticiados sin proceso previo por un comando especial in­glés.
Recorriendo de nuevo las etapas de este desarrollo incontrolado de odio y de violencia se puede percibir fácilmente la ingenuidad al pensar que una solución al problema nor-irlandés se pueda encontrar detrás de la esqui­na o, como veremos mejor más ade­lante, que pueda hallarse en la mesa de los «magos» de la política.
Verano de 1969: para hacer fren­te a los continuos choques entre cató­licos y protestantes, el gobierno inglés envía un primer contingente de tropas integrado por 3.000 soldados. A finales del '72, los soldados ingleses presentes en el Ulster habían pasado a ser 21.000. Los católicos, a pesar del tradicional sentimiento anti-inglés, acogen a las tropas de Su Majestad como a liberadores; debido, sobre todo, a que no tenían ya confianza en la policía que, no sólo no les había protegido, sino que con frecuencia se había puesto del lado de los protestan­tes. De hecho, el envío de tropas coin­cide con el inicio de una acción refor­madora de Londres, tendente a remover las causas mismas de las reivindi­caciones católicas, especialmente aquéllas concer­nientes al proble­ma de la vivienda, del trabajo, del sis­tema electoral lo­cal, de un uso más legal y menos sec­tario de las fuerzas policiales. Esto, ob­viamente, no podía dejar de suscitar el descontento y la respuesta violenta en muchos ambien­tes protestantes preocupados, por una parre, ante la posibilidad de per­der los privilegios de los que habían gozado tradicional­mente y, por otra, recelosos de que una acción refor­madora como ésa no fuera otra cosa que el primer paso hacia la temidísima reunificación de la­ isla bajo el gobier­no de Dublín.
Abril de 1970: un incidente entre tropas inglesas y católicos marca el fin de este período de «luna de miel», abriendo una nueva fase del conflicto y marcando el retorno del IRA. Éste, a partir de aquel momento, se pro­pondrá como la única realidad capaz de defender a la comunidad católica frente a la violencia de extremistas protestantes, frente a las injusticias de la policía y, desde ese momento, fren­te a la «opresión» de las tropas britá­nicas. Hay que decir que en aquel mo­mento los católicos no miraban con simpatía a los terroristas del IRA; es más, les temían como temían a los protestantes o a las fuerzas de la po­licía. Lo que les acercó a ellos fue la ce­guera de las autoridades inglesas y nor-irlandesas que, a partir de aquella primavera y bajo la creciente presión protestante, bloquearon este intento reformador y llevaron a cabo una po­lítica represiva (resalta de este perío­do la introducción de la nefasta medi­da policial que preveía el arresto sin proceso sobre la única base de la sos­pecha) que no sólo indignó completa­mente a la comunidad católica, sino que «justificó» la respuesta armada del IRA. Esta fase se prolongará casi tres años, durante los cuales se cuen­tan más de 850 personas muertas, un número muy elevado de heridos, mi­llares de personas pertenecientes a las clases menos acomodadas -tanto ca­tólicas como protestantes- forzadas a abandonar las propias casas. Barrios enteros de Belfast y Londonderry completamente arrasados.
Enero de 1972: Esta nueva fase del conflicto culminará en el episodio por todos conocido como el Bloody Sun­day (Domingo Sangriento). El domin­go 30 de enero, un grupo de soldados dispara sobre la muchedumbre que participaba en una marcha pacífica por los derechos civiles, matando a trece personas e hiriendo a otras die­ciséis. La reacción del IRA fue parti­cularmente violenta, provocando a su vez la respuesta de los extremistas protestantes, que, entretanto, habían dado vida a nuevas organizaciones paramilitares.
Era ya un círculo vicioso del que todavía hoy no se ha salido.
La opinión pública inglesa quedó enormemente impactada por este acontecimiento, así como por las no­ticias provenientes de los campos de reclusión del Ulster acerca de los mé­todos de tortura adoptados por los sol­dados. Todo esto, unido a la preocu­pación suscitada por los diversos aten­tados realizados sobre suelo inglés, impulsaron al gobierno conservador de Heath a tomar una decisión que pa­recía inevitable: el fin de la autonomía de la provincia nor-irlandesa y la asunción directa del gobierno de la re­gión: la llamada Direct Rule. Desde este momento, el enemigo principal de los nacionalistas es el ejército bri­tánico, y los muros de Belfast se lle­narán del escrito «Brits out» («Fuera Británicos»).
Llegados a este punto se pueden hacer algunas consideraciones. Cuan­do en 1920 los gobernantes ingleses crearon Irlanda del Norte como enti­dad distinta y autónoma, se sintieron seguros de que tal situación no dura­ría mucho y que en el menor tiempo posible se alcanzaría una solución que comprendería a la isla entera. No fue así. Al final de un período que duró cincuenta años, no sólo no se entre­veía solución alguna que diese un sta­tus político definitivo a toda Irlanda, sino que, aún más grave, el Ulster se había convertido ya en una región des­pedazada por el conflicto intracomu­nitario, un verdadero y auténtico pol­vorín ingobernable. Lo que había constituido la razón última del naci­miento del Ulster, es decir, la volun­tad protestante de mantener la supre­macía política y económica disfrutada durante más de dos siglos, se presen­taba ahora como la causa principal del fin del sistema político creado para tal objetivo, lo que antes hemos definido como «un sistema protestante para un pueblo protestante». El tipo de res­puesta desproporcionada que dieron los protestantes a las marchas pacífi­cas de los católicos encuentra su expli­cación precisamente en el hecho de que durante cincuenta años el princi­pal partido político del Ulster, el Unionist Party, se había mantenido en el poder aprovechándose del mie­do de gran parte de la población pro­testante a perder sus privilegios, o a dividirlos con la comunidad católica (aproximadamente, el 40% de la po­blación).
Es dramático observar cómo des­pués de los tremendos costes humanos y materiales (el número de muer­tos en el Ulster ha sido, proporcional­mente a la población, aproximada­mente el doble de las pérdidas de las fuerzas de Estados Unidos en las guerras de Corea y de Vietnam jun­tas), la situación en Irlanda del Norte ha permanecido inmutable; al cabo de veinte años del estallido de «The Troubles», a través de una alternancia de unos acontecimientos que han ser­vido de 'compás de espera' y de otros que, por el contrario, han relanzado el conflicto hacia un túnel desesperado de violencia y de odio.
Entre los primeros, queremos re­cordar brevemente el acuerdo de Sun­ningdale y el más reciente de Hills­borough.
En junio del '73 se registra uno de los intentos más significativos de solución política al conflicto. El go­bierno de Londres convoca elecciones para la formación de una nueva Asamblea para Ir­landa del Norte. Inmediatamente después se inician las conversaciones para la formación de un gobierno de coalición. Éstas culminan en la de­signación de un Ejecutivo que, por primera vez, con­centra represen­tantes católicos de­mocráticamente elegidos junto a di­putados protestantes. A principios de diciembre del mis­mo año el nuevo gobierno designado participó en un encuentro convocado por el entonces primer ministro bri­tánico Heath junto a los representan­tes del Gobierno inglés y a los de la República Irlandesa. El 9 de diciembre se logra un acuerdo, que pronto se hace famoso con el nombre de Sun­ningdale Act (nombre de una locali­dad en los alrededores de Londres, cerca del cual se desarrolla la confe­rencia). Con este acuerdo se preveía, entre otras cosas, la creación de un Consejo de Irlanda, así como acciones comunes en la lucha contra el terro­rismo. Pero el elemento más impor­tante era el hecho de que los gobiernos de la República Irlandesa y de Gran Bretaña declararon que el status constitucional del Ulster sólo podría ser cambiado con el consentimiento de la mayoría del pueblo nor-irlandés y que una eventual decisión no encon­traría oposición alguna por parte del gobierno inglés. La ilusión apenas duró unos meses.
En mayo del '74 este histórico eje­cutivo cae después de una huelga ge­neral de catorce días organizada por las asociaciones protestantes más ex­tremistas.
Son muchos hoy los que dudan de que el segundo gran intento de solución pacífica negociada, es decir, el histórico acuerdo de Hillsborough, pueda tener mejor suerte. El acuerdo, firmado en noviembre de 1985 por la señora Thatcher y por el entonces pri­mer ministro irlandés Fitzgerald, pa­recía señalar un viraje decisivo. Por primera vez desde 1921, Gran Breta­ña reconoce al gobierno de Dublín la legitimidad de una intervención, aun­que limitada a propuestas e indicacio­nes, en defensa de la minoría católica del Norte. Y, por otra parte, el gobier­no de Dublín, también por primera vez, reconoce la soberanía inglesa so­bre el Ulster.
Aunque es todavía pronto para ar­chivar también las buenas intenciones de este último episodio, los recientes acontecimientos, recordados al princi­pio y, sobre rodo, la acritud protestan­te resumible en la palabra de orden «Ulster says no!» (es decir, la mayo­ría protestante dice no al acuerdo) de­jan, ciertamente, pocas esperanzas.
Sería realmente difícil, llegados a este punto, recordar todas aquellos acontecimientos que desde los años de «The Troubles» hasta hoy han marti­rizado a Irlanda del Norte. Quisiera detenerme sobre uno en particular, no tanto por los resultados conseguidos, en realidad muy escasos, sino porque representa, en mi opinión, el ejemplo más significativo de la lógica de la vio­lencia asumida como último criterio y auténtica dominadora del drama nor­irlandés.
En 1981, diez nacionalistas, entre ellos el famoso Bob Sands, prisione­ros en la cárcel de Long Kesh, inician una huelga de hambre que les llevaría a la muerte. A esta «lógica de la muer­te» se contrapuso la «lógica del po­der», representada en la postura de la señora Thatcher. Ésta mantiene, du­rante toda la huelga, una posición de total intransigencia frente a cualquier concesión a los prisioneros, aun cuan­do pareció que algunos mediadores habían alcanzado una base de acuerdo.
Si hasta ahora se ha tratado de mostrar a grandes líneas el back­ground histórico indispensable para una aproximación al drama nor-irlan­dés, ahora el problema que se impone es tratar de comprender de qué tipo de conflicto se trata.
Muchos se han basado en el empe­ño de definición del conflicto re­curriendo frecuentemente a paralelis­mos y comparaciones con otros casos: desde la guerra de Argelia al conflicto de Chipre; desde el problema palesti­no a los otros ejemplos históricos de «partición», como el de Alemania, el de Corea, el de Vietnam, por citar sólo algunos.
Se considera que el problema de la definición del conflicto es el pri­mer paso hacia una posible solución. ·
Estudiosos y observadores con­vergen sobre un punto: es simplista y no ayuda a la comprensión del problema reducirlo todo a un caso de «beatismo religio­so», o bien de guerra de religión, dado que, por ejemplo, las diferencias en materia de religión coinci­den con diversas fidelidades políti­cas, con diversas identidades nacio­nales y con diver­sas actitudes en las confrontaciones de la existencia mis­ma de Irlanda del Norte.
Desde este punto común, las hipótesis de defini­ción se diversifican. Hay quien ha­bla de conflicto étnico; hay quien lo hace de conflicto racial (los católicos comparados a los negros de América). Otros sostienen que el problema de Ir­landa del Norte es fundamentalmen­te el de una minoría colonial en un país en vías de desarrollo, minoría que trata de proteger los propios privile­gios y la propia integridad mediante la manipulación deliberada del siste­ma político por medidas antidemocrá­ticas (del mismo modo que los Boers de Sudáfrica). También está difundida la opinión de que en Irlanda del Nor­te se ha experimentado una guerra de liberación nacional y no una guerra ci­vil o sectaria, a pesar de las interpretaciones contrarias de los medios de comunicación de masas, sobre todo ingleses.
Una hipótesis que, a decir verdad, no ha encontrado muchos favores en­tre los estudiosos ha sido aquélla se­gún la cual el conflicto del Ulster no es otra cosa que una lucha de clases. A esto se opone que en la política del Ulster el conflicto es vertical dentro de cada unidad social mayor (católicos y protestantes). Del análisis marxista se conserva sin embargo la categoría de «dictadura de la mayoría» diciendo que el Ulster se ha encontrado preci­samente frente a una dictadura de la mayoría, más que frente a una demo­cracia genuina.
Más recientemente (hay que su­brayar los esfuerzos de Londres, que se ha opuesto siempre a tal interpre­tación) muchos han empezado a ob­servar el conflicto como un problema internacional a resolver, por tanto, a nivel internacional. Como sostén de dicha tesis se hace notar la «triangu­laridad» de la «cuestión irlandesa» (tres entidades convergen en el con­flicto: Gran Bretaña, Ulster y la Re­pública de Irlanda), así como la pre­sencia de problemas que se pueden de­finir como familiares en el campo de la política internacional, como por ejemplo el independentismo, las rei­vindicaciones territoriales, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, los conflictos de fronteras, la provi­sión de suministros desde territorios contiguos a grupos subversivos.
Por último se hace notar que, en el fondo, el problema ha comenzado con un acuerdo internacional entre Gran Bretaña y el nuevo Estado irlan­dés que sugiere que la solución deberá ser buscada en la dirección de un nue­vo acuerdo entre Londres y Dublín, quizá bajo los auspicios de la ONU, o de cualquier otro ente internacional.
A partir de las diversas definicio­nes del conflicto se han esbozado otras tantas hipótesis de solución: desde la autonomía del Ulster dentro de Gran Bretaña, a la consolidación de un go­bierno de la mayoría protestante, o bien a la instauración de un gobierno de coalición; desde el fin progresivo de la independencia bajo el dominio directo de Londres, a una Irlanda del Norte independiente o bien unida a Dublín directamente, pasando por una estructura federal.
Sin querer juzgar estas fórmulas de solución del conflicto, todas dignas de ser tomadas en consideración y de ser examinadas atentamente, nosotros sostenemos que el verdadero proble­ma es otro. Primordialmente, es nece­saria la edificación, la formación de las raíces mismas de una posible solución. Ciertamente, esto no puede ser el fru­to de decisiones políticas o estratégi­cas tomadas en torno a una mesa, sino que se requiere sobre todo un trabajo que, en un sentido amplio, podemos definir como cultural. Aquí, en Irlan­da, se dice frecuentemente que el Uls­ter es como una úlcera. Por tanto, es necesario recomponer el tejido social desgarrado.
En este punto, la pregunta que se impone atañe al posible sujeto de este trabajo. La respuesta no puede no en­contrarse en el papel que la iglesia ca­tólica está llamada a desempeñar jun­to a las diversas iglesias protestantes.
Hasta aquí se ha hablado poco de las iglesias, vistas frecuentemente como las protagonistas principales del drama irlandés. El hecho es que su parte respecto al estallido de «The Troubles» en 1968 y a los aconteci­mientos que le siguieron ha sido mí­nima. Con ello no se quiere sostener que la filiación religiosa particular haya dejado de revestir un significado que va más allá de la mera elección es­piritual. La intercambiabilidad de los términos catolicismo y nacionalismo o protestantismo y unionismo siempre está presente en el Ulster. Es necesa­rio, ante todo, subrayar que las orga­nizaciones eclesiásticas, en cuanto ta­les, no se han implicado directamente en el conflicto a través de pronuncia­mientos y tomas de posición oficiales en materia político-constitucional, con la única excepción de la «Free Presbi­terian Church» del reverendo lan Paisley, todavía tenaz partidario del antiguo eslogan «Not an inch» («Ni un centímetro»), es decir, ninguna concesión a los católicos.
Es significativo el hecho de que la organización eclesiástica en irlanda es independiente de la división polícica del país y que las principales iglesias del Ulster se extienden más allá de la frontera. Así, por ejemplo, muchas iglesias protestantes tienen su sede central en Dublín, mientras la sede principal del primado católico para toda Irlanda es Armagh, en el territo­rio del Ulster.
De hecho, las iglesias se han com­prometido mucho en el intento de mejorar las relaciones entre las dos comunidades. Esto ha sucedido, ya sea tratando de ofrecer a la gente, espe­cialmente a los más jóvenes, lugares de convivencia «normal», ya sea tra­tando de afrontar problemas inmedia­tos (como el del trabajo). Desde el paro, crónico entre los católicos y mu­cho más difuminado entre los protes­tantes, al enrolamiento en uno de los muchos grupos terroristas y a la lucha armada, el paso es, desgraciadamente, muy corto. Hay que recordar, entre otras cosas, que todas las iglesias ir­landesas han tratado de crear estruc­turas unitarias para realizar mejor este trabajo de recomposición del des­garrado tejido social.
Pero es, sobre todo, en la condena de cualquier tipo de violencia donde el papel de la Iglesia católica y de las protestantes se ha hecho notar más, con la invitación incesante a los pro­pios correligionarios, en particular a aquéllos comprometidos en la vida pública, destruir las barreras plurise­culares constituidas a partir de sospe­chas, discriminaciones, odios.
La toma de posición ciertamente más significativa ha sido la de Juan Pablo II en el discurso pronunciado en Drogheda, frontera de las dos Irlan­das, en septiembre de 1979. El Papa, después de haber recordado que no puede haber paz sin justicia, invitan­do así a acabar con aquellas discrimi­naciones que favorecen el conflicto («Todo ser humano tiene derechos inalienables que deben ser respetados. Toda comunidad humana étnica, cul­tural y religiosa tiene derechos que de­ben ser respetados.»), invitaba a las dos comunidades a retomar cordial­mente el proceso de reconciliación en el rechazo de la lucha armada: «No penséis que traicionáis a vuestra co­munidad cuando tratáis de compren­der, respetar y aceptar a aquéllas con una tradición diversa. Vosotros servi­réis mejor a vuestra tradición traba­jando con los demás por la reconcilia­ción. Cada una de las comunidades históricas en Irlanda sólo puede per­judicarse a sí misma cuando trata de perjudicar a la otra... La violencia es un mal, la violencia es inaceptable como solución de los problemas... Yo rezo con vosotros para que el sentido moral y el convencimiento de las mu­jeres y de los hombres irlandeses no puedan ser nunca oscurecidos; y por la mentira de la violencia, para que nin­guno pueda nunca calificar al asesina­to de otro modo que no sea llamándo­lo asesinato, para que a la espiral de la violencia no se le pueda dar nunca el calificativo de lógica inevitable». El camino indicado es claro. En un momento en que la irresolución del conflicto nor-irlandés parece haberse reafirmado dramáticamente por los acontecimientos recientes, la única rendija que queda es la abierta por las palabras del Papa. Esta rendija, esta esperanza, quizá no captada por los lí­deres políticos, se encarna en las ex­periencias de perdón cristiano que en una tierra tan martirizada alguien co­mienza a vivir. «Espero que Dios per­done a los asesinos»; así se ha expre­sado el padre de un joven de diecio­cho años, una de las muchas víctimas de un odio y de una violencia antigua que hoy muchos no comprenden ya. A la Iglesia, por tanto, le espera la tarea de guía en el difícil sendero de la misericordia y de la reedificación.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página