La sensación que muchos de nosotros podemos tener cuando debatimos abiertamente el problema político es la de hablar un idioma extraño a la generalidad de nuestros interlocutores. Parece como que nuestro modo de entender la presencia cristiana viniera a romper un cúmulo de supuestos incuestionables por todos, también por muchos cristianos.
Así comienza a ser en la universidad, donde la Asociación Cultural Atlántida, en la medida que genera iniciativas y propuestas ve cómo se discute incluso la legitimidad de su misma existencia. Del mismo modo sucede cuando nos asomamos a algunos foros públicos y queremos plantear la política de tal manera que esta palabra tenga sentido.
La razón no es otra que, desde los más pequeños gestos de presencia del movimiento, el esfuerzo por mostrar que la persona existe, que el hombre existe, y que si esa subjetividad se da por supuesta o se ignora, ni siquiera la palabra política tiene significado. Pero ésta no es una sutil disquisición intelectual. Es una cuestión esencial: es imposible concebir una democracia abstrayendo este problema.
La existencia de una democracia sustancial no es un problema primordialmente institucional, sino que está ligada a la existencia de una sociedad viva y plural. Es cierto que si no existen organizaciones intermedias, la democracia se transforma en un organigrama de aparatos. Pero las instituciones intermedias por sí solas no bastan. Es necesario que sean expresión de una concepción del hombre y de la sociedad. Por ello, si la democracia no es un ordenamiento político que nace de la existencia y el diálogo entre distintas identidades culturales, entonces, la política, la democracia misma, no son más que el tablero de ajedrez donde se produce una correlación de fuerza e intereses.
Hace falta pues, en primer lugar, espacio. Un espacio para que cada realidad cultural, cada grupo y cada hombre puedan vivir y expresarse según su propia identidad. Pero no nos engañemos. Cuando las ideologías han dado paso a la tecnocracia pura y la política se reduce a sociología y estadística; cuando la cultura dominante es tan arrasadoramente «común», entonces es inútil hablar siquiera de pluralismo. Tal es la uniformidad conseguida fundamentalmente a través de unos medios de comunicación que indican de igual manera lo que hemos de comprar y lo que hemos de creer, los límites de la moderación y lo exagerado, cuáles son los valores que debemos defender y el contenido de cada uno de ellos.
En esta batalla contra el Poder uniformador todos hemos perdido. También los cristianos, por el momento. La única posibilidad, en esta situación, para recuperar simplemente la capacidad de hablar y no repetir las directrices del Poder es introducir la pregunta por el significado de la existencia, por el significado de la política y el sentido de la historia. Y para introducir esta pregunta es necesario, no sólo un discurso nuevo en política, sino obras sociales que hablen por sí solas: lugares, estructuras sociales que permitan al hombre ponerse frente a su destino («formas de vida nueva para el hombre» las ha llamado el Papa). Será sólo desde estas preguntas, desde donde podrá construirse una democracia con contenido y no una pura estrategia del poder.
Esta tarea contribuirá a devolver a los católicos españoles un rostro público; pero, también, entorno a estas preguntas encontraremos lo mejor de todas las tradiciones culturales mínimamente vivas en nuestra nación. Y, sobre todo, encontraremos personas, hombres y mujeres, que se resisten a censurar su exigencia de verdad y de infinito, que quieren tan sólo vivir humanamente.
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