Desde niño amaba a Mozart. Tal vez porque esa música se asemejaba a su manera de exponer su propio pensamiento: geométrico, riguroso y agraciado. En esa idea de "gracia" está precisamente su punto en común
Muchas firmas autorizadas lo han reiterado estos días: Joseph Ratzinger tenía «un aura mozartiana» (Claudio Magris), era un gran admirador e intérprete de Wolfgan Amadeus Mozart (Riccardo Muti), vivía en «ese reino de los sonidos que con el milagro de la inspiración y una sabiduría rigurosísima de la composición, supera misteriosamente los límites y fronteras humanas para acercarnos a lo eterno» (Nazzareno Carusi). Recordando lo que fue Benedicto XVI, merece un pequeño capítulo aparte la relación entre el Papa emérito y Amadeus. Como apasionado admirador de ambos, me dispongo a repasar algunas imágenes que sirven de muestra de esta relación tan profunda.
El niño prodigio. La primera reflexión inmediata será a propósito de la sencillez. Los musicólogos y biógrafos de Mozart han escrito mucho sobre esa especie de perenne niño prodigio, pues durante toda su vida, por desgracia de la auténtica espontaneidad del alma propia del inicio. Basta recordar las obras de piano que escribió en París durante el verano de 1778 (La marcha turca, «Ah!Vous-direi-je maman»), la jocosidad de sus dramas o la profunda ligereza de sus sinfonías. El asombro es el verdadero motor de la música de Mozart. La serenidad es el destino último, la última palabra de sus obras. Karl Barth afirma en su obra Dogmática eclesial que «Mozart captó la armonía de la creación, percibió que en ella también hay oscuridad, pero la oscuridad no es solo tinieblas. También hay necesidad, pero la necesidad no es un defecto. También hay tristeza, pero no puede transformarse en desesperación, del mismo modo que las sombras no siempre degeneran en tragedia». Con ocasión de un concierto en Castelgandolfo en 2010, Benedicto XVI, dijo de su querido Amadeus: «Cada vez que escucho su música no puedo evitar volver con la memoria a mi parroquia cuando, de joven, los días de fiesta resonaba una de sus misas, mi corazón advertía que un rayo de la belleza del Cielo me había alcanzado, y esa sensación la siento cada vez que lo escucho, aún hoy». Al hablar de Mozart, también Ratzinger se refiere a menudo a su niñez y juventud, con esa serenidad última que ambos comparten. Davide Prosperi señalaba este aspecto con gran acierto en su carta al movimiento sobre Benedicto XVI: «Gigante por su estatura intelectual y espiritual, por la profundidad de su pensamiento; niño porque el candor de su mirada, su manera de hablar, tan sencilla y directa, verdaderamente dejaba transparentar un corazón de niño».
El contrapunto y el uso de la razón. El segundo rasgo común en la música de Amadeus y en la obra de Ratzinger es la particular forma mentis de su razón. Toda ella alemana, basada en la sencillez de una exposición de dos líneas que se distinguen y se contraponen. De un modo casi geométrico, riguroso y elegante a la vez. El joven Amadeus aprende el arte del contrapunto en Bolonia con el padre Giovan Battista Martini. El joven teólogo del Concilio Vaticano II, Ratzinger, admirador de Karl Barth, conquista la estima de los demás teólogos exponiendo los datos con gran claridad. El proceder de Mozart y de Ratzinger es geométrico, latino, lógico. Y al mismo tiempo hermoso, estéticamente válido a la hora de sentirlo y de seguirlo. Cuando el 11 de febrero de 1785, Wolfgang se enfrenta al primer concierto remunerado de su vida en Viena, libre de cualquier obligación tal vez por primera vez en su carrera, compuso su extraordinario Concierto n.20 para piano y orquesta (K 466), donde el piano, que tocaba él, es un personaje que dialoga de manera dramática con la orquesta. Son inolvidables tanto el principio como el final, luminoso y sereno. En esta obra extraordinaria, el contrapunto se convierte en una forma de representar la intimidad del alma humana. Si leemos el discurso de Benedicto XVI al Bundestag en septiembre de 2011, es una oración perfecta en su exposición, desarrollo y desenlace final. Perfecta en su contenido pero también rigurosamente geométrica en su forma y en su uso de la razón. Y con un final cargado de una esperanza luminosa y serena.
Maestros de las dos gracias. El tercer último punto se refiere a un concepto fundamental en la obra de estos dos gigantes bávaros (Salzburgo pertenecía a Baviera a finales del siglo XVIII, igual que Marktl am Inn en el XX). Es el concepto de la Gracia. Un concepto que se acompaña a menudo de otro más cercano, el de la gracia con minúscula. Siempre me ha llamado la atención que un gran término en su precioso ensayo monográfico sobre Las bodas de Fígaro para explicar la música de Amadeus. De hecho, escribe sobre la "gracia" que desciende "de lo alto" y que no solo perdona y resuelve el enredo de los engaños, la "locura" de la trama, sino que hace que el público también se sienta objeto de un perdón divino, "sagrado".
La música de Mozart es en sí misma sinónimo de Gracia y de gracia. Evidentemente es un don, algo que irrumpe desde lo alto en el auditorio con su gran imponencia. Es como si viniera de fuera del propio artista. Mientras la música de Ludwig van Beethoven supone un esfuerzo titánico de construcción, la de Amadeus parece que brota, que fluye sin complicaciones ni sobresaltos. Al mismo tiempo es una música agraciada, graciosa, gentil. Llena de Gracia. Y de gracia. Como dice Ratzinger a Peter Seewald en su últimas conversaciones, «uno sencillamente sabe: no soy yo quien hace esto. Solo no podría hacerlo. Él siempre está ahí. No tengo más que escuchar y abrirme de par en par a él». Pocos teólogos como Ratzinger retoman la conciencia de la Gracia, incluso como doctrina. Será él quien, a raíz de una batalla en el seminario Il Sabato , advierta del riesgo de caer en un pelagianismo moderno, en una herejía que niega la Gracia. Estos días también se ha hablado mucho de la gentileza del Papa emérito. Es cierto: para Ratzinger era también una forma de vida. Pero la raíz de esta Gracia, con mayúscula, es honda. Parte de una visión en último término positiva de la persona y de la vida humana. Como en la música de Wolfgang Amadeus Mozart, en los textos y obras de Ratzinger siempre hay un final pacificado, que se apoya en una confianza infinita.
En el film Amadeus, Milos Forman hace decir a Mozart, mientras escribe la invocación del Salva me en el Réquiem desde su lecho de muerte, dirigiéndose a su colega Antonio Saliera; ¿pero usted cree realmente? Salieri titubea pero Mozart está sereno y se duerme en paz. Del Papa emérito sabemos que, como dicen sus últimas palabras, amó al Señor, seguro de su salvación.
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