El jardinero habla de las flores que cuida y cultiva. Eso es lo que ha hecho Benedicto XVI durante toda su vida, incluso cuando habló de sí mismo. No llegó a la Santa Sede para resolver problemas, aunque resolvió muchos, ni para decirnos lo que teníamos que hacer, como se esperaría de un clérigo. Quien lea atento sus mensajes no encontrará un ápice de moralismo.
Trabajó para cumplir la misión que le encomendó Cristo: cuidar de su rebaño y buscar a la oveja perdida. En ese sentido no ha cejado de construir puentes con todos los hombres, especialmente ha sido elocuente su diálogo con la modernidad. Se ha dicho de él que «es uno de los excepcionales casos en que las respuestas se transforman en preguntas y las preguntas en camino de asombro donde el amor y la fe no tienen límites». Sin duda su legado es enorme y necesitaremos tiempo para asimilarlo. Comprender e incluir ha sido su modo de relacionarse con hombres de diferentes credos, mostrando una confianza en la razón y el corazón del hombre desafiantes. Nos ha mostrado a todos que piensa lo que dice y dice lo que piensa.
Cuando llegó a la cátedra de san Pedro, se definió como un «trabajador de la viña del Señor» y se marchó diciendo que él no es dueño de la Iglesia, que «la Iglesia es de Cristo». Pero que su «sí» al Creador es «por siempre y para siempre». Dijo explícitamente, cuando dimitió en 2013, que era por «el bien de la Iglesia» y no se despidió como un líder mundial, aunque el mundo se lo reconoció, sino como un padre que quiere el bien de los hijos; tampoco escondió su debilidad física de anciano de 85 años que le llevó a dejar de ser el Pontífice de la Iglesia católica.
«Que el Misterio de la Encarnación siga presente para siempre; Cristo continúa caminando a través de todo tiempo y lugar». Así se despedía Benedicto XVI mientras caminaba inseguro y con pasos cortos, pero fuerte en su debilidad. Su límite y desgaste físico, como hemos visto en los últimos diez años de su vida, no le han impedido ser una presencia que ha llenado de esperanza y certeza «el inicio de algo nuevo» que está llegando.
La primera victoria del Papa alemán ha sido sin duda su persona, el camino que ha hecho como hombre de fe de nuestro tiempo. Por eso escribió que «a lo largo del curso de nuestra vida queda un camino, y por eso la fe siempre está amenazada y en peligro; conviene evitar el riesgo de transformarla en una ideología manipulable. A riesgo de endurecernos y hacernos incapaces de compartir la reflexión y el sufrimiento con el hermano que duda y se cuestiona. La fe solo puede madurar en la medida en que soporte y se haga cargo de la angustia y la fuerza de la incredulidad en cada etapa de la existencia y finalmente la atraviese para volver a ser viable y nueva».
El papa Ratzinger se dirigió por última vez a todos los hombres como Papa reinante desde el balcón de Castelgandolfo donde se retiró por un tiempo, hablando como un hombre a otros hombres, hablando de corazón a corazón, y muchos le han entendido. En aquella hora se definió como un «peregrino al final de su camino». Siempre emigrando de una ciudad a otra en busca de la patria definitiva cargando con su tesoro, «donde hay Dios hay futuro».
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