En 1988, un cardenal alemán, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, aceptaba la invitación de Cáritas y de la Iglesia de Chile para compartir la fe en la realidad local. Este hecho suscitaría un inédito registro que muestra su afecto a Balthasar y a la experiencia de CL
Años antes de que fuera elegido Papa, el cardenal Joseph Ratzinger estuvo en Chile los días 7 a 14 de julio de 1988. Aceptó una invitación hecha por el arzobispo de Santiago, cardenal Juan Francisco Fresno, y el vicepresidente de Cáritas Chile, el padre Baldo Santi. Se trataba de una visita pastoral donde el prefecto para la Doctrina de la Fe dialogó con las diferentes realidades de la Iglesia chilena. En tiempos donde se vivían los ecos de la visita de Juan Pablo II y ad portas del histórico plebiscito que terminaría con la dictadura militar de Augusto Pinochet, su presencia motivó una diversidad de reacciones de diferentes actores políticos y sociales del país.
Quien estuvo preocupado preparando esta visita fue el sacerdote Baldo Santi, un religioso italiano de la Orden de la Madre de Dios muy recordado en Chile por ayudar enfermos de Sida y a los más vulnerables. Conoció la experiencia de don Luigi Giussani y en 1983 trajo el movimiento católico de Comunión y Liberación a nuestro país. En este contexto, aprovechó un breve descanso en la ciudad de Antofagasta y convenció al cardenal Ratzinger para que enviara un saludo a los jóvenes de CL. En sus palabras expresa un sentido recuerdo de Hans Urs von Balthasar, teólogo suizo fallecido días antes de esta visita y muy querido por don Giussani. Ese texto se ha transformado en un registro histórico para los anales de la historia de CL en Chile. Dice así:
«Queridos amigos de Comunión y Liberación:
He pensado en cuáles son los elementos que me gustan en vuestro trabajo y en vuestra comunidad y he encontrado cuatro.
El primero. Ustedes vienen con la frescura de la juventud y con esta frescura expresan las últimas cuestiones, las cuestiones radicales, y no tienen miedo a la opinión pública, sino que simplemente –como hace un joven– buscan la verdad, buscan lo esencial.
Y este es ya el segundo punto. He encontrado entre ustedes la gran voluntad de encontrar lo esencial, de no contentarse con las cosas superficiales, sino que quieren realmente el agua fresca de la fuente misma, sin mediación de un grifo cualquiera, de tantos intermediarios, sino que quieren ir al agua pura de lo esencial. Justamente porque van a la fuente, a la esencia, son capaces de esta creatividad para expresar nuevamente lo esencial del cristianismo en la cultura cristiana de hoy.
Finalmente he encontrado, como determinante para sus intenciones, una gran fidelidad al magisterio universal de la Iglesia, al sucesor de san Pedro, al Papa. Y es esta sinfonía de elementos que me parecen tan importantes para la Iglesia de hoy.
Tal vez muchos piensan hoy en día que la fidelidad es algo ya superado, que es un obstáculo para la libertad y la creatividad, y muchos tal vez piensan además que la esencialidad es una cosa que no vale la pena, porque piensan que lo esencial no existe o no se puede encontrar. En cambio, ustedes han comprendido que justamente el coraje de buscar lo último, lo esencial, y la creatividad se condicionan recíprocamente, y que solo en el clima de la fidelidad pueden madurar las grandes cosas.
Esto me parece muy importante: que solo si volvemos a la fuente, solo si tenemos el coraje de buscar la verdad en su centro, nace una nueva cultura cristiana, solo en el espacio de una gran fidelidad existe también la posibilidad de una maduración, de una nueva fuerza de la fe cristiana en nuestro mundo. Y así quisiera exhortarlos, para que mantengan este coraje, esta frescura, esta fidelidad; así ustedes aportan una contribución fundamental a la vitalidad de la Iglesia en este tiempo.
Un segundo argumento se refiere a la figura de nuestro amigo Hans Urs von Balthasar y he reflexionado también un poco acerca de por qué ustedes han descubierto a este gran teólogo escondido y poco observado durante tanto tiempo. Me parece que existe una consonancia, una coincidencia entre sus dotes esenciales y vuestro carisma, porque él también era un hombre de lo esencial. Con toda su gran cultura, nunca se dispersaba en la multiplicidad ni en la curiosidad por saber mucho sin tener una verdadera visión de las cosas esenciales para la vida humana. Estaba siempre concentrado en lo esencial, era muy abierto y un hombre de una grandísima cultura. Siendo un hombre que buscaba lo esencial, la fuente de la vida, la verdad, estudió a los Padres, nos ha restituido la teología de los Padres, el pensamiento de los Padres.
Naturalmente se puede estudiar también a los Padres con el ojo del historiador puro, con la curiosidad del pasado que es y permanece como pasado. Él no lo hizo así. Era también un gran historiador, pero –como sabemos– él encontró esta gran expresión de la “teología de rodillas”. Su teología había nacido de rodillas, esto es, había nacido en la plegaria, en la adoración. En esta atmósfera de la plegaria, de la meditación profunda, de escuchar de corazón al Señor que nos habla, él estaba en una comunión profunda con los Padres, que no eran cosa del pasado y por eso él vivió en el presente a los Padres. O, dicho en otras palabras, transportó a los Padres a nuestro presente y nos enseñó cómo podemos vivir hoy en una comunión viva con los Padres y así también redescubrir la vitalidad de la Sagrada Escritura que, como bien sabemos, está hoy cubierta por un velo de cuestiones históricas que la hacen morir y la convierten en letra asesinada. En esta comunión viva de la plegaria con la Iglesia orante, redescubrió también la Escritura, le dio voz para hablarnos y, conociendo bien todos los problemas históricos, supo integrar estos conocimientos en una visión vital y vivificante de la Sagrada Escritura, y de la totalidad de la vida y del pensamiento cristiano.
Querría agregar algo más. Siendo un hombre de lo esencial en este sentido, era un hombre de una cultura cristiana, de una encarnación del cristianismo en la cultura de hoy, un hombre verdaderamente creativo; pero para él esta cultura nacía también de una fidelidad profunda o, diría mejor, como su vida, nacía en un espíritu de gran obediencia. Su intención personal no era llegar a ser sacerdote. La intención personal de su vida futura fue llegar a ser literato o músico. Pero un día, bajo un árbol, en la Selva Negra, en un único momento lo supo: “Dios me quiere sacerdote, me quiere jesuita”. Y con un gran espíritu de obediencia, comenzó este camino y su andar nunca fue un andar con su propia voluntad, sino que estaba circundado, cernido (por así decir) en ese clima de obediencia.
Podemos aprender de él que la arbitrariedad es lo contrario de la libertad. Él –el hombre de lo no arbitrario, el hombre de la gran obediencia– era el hombre más independiente de nuestro tiempo. Todos los que lo conocieron, por lo menos un poco, saben que era un hombre independiente de todas las tendencias, de todas las escuelas teológicas, de todas las autoridades puramente exteriores, de todas las ideologías. Y este hombre independiente, realmente libre hasta el fondo, había encontrado y encontraba siempre la fuerza de esta libertad en su obediencia a la voluntad de Dios. Así nuestro amigo, desaparecido tan inesperadamente, permanece como una gran guía para nosotros, y permanece como una luz especialmente para sus amigos de Comunión y Liberación».
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