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Huellas N.02, Febrero 2023

PRIMER PLANO

Viajando con él

Stefano Maria Paci

Instantáneas de un pontificado, narradas por alguien que le siguió de cerca por todo el mundo. Ante un puñado de personas o con mareas humanas, «para él era lo mismo: el corazón de ese momento era Cristo»

Estuve con él en la enorme explanada de Sídney, en Australia, cuando celebró misa ante medio millón de jóvenes. Estuve con él en las montañas de Turquía, cuando en cambio celebró la misa en un altar minúsculo al aire libre delante de la casa donde, según cuenta una tradición, vivió la Virgen con Juan después de la muerte de Cristo. El vicario de Cristo en la tierra solo tenía delante unas decenas de personas, pero esa imagen que podía evocar los primeros tiempos apostólicos cobraba actualidad por la multitud de militares armados que a nuestras espaldas controlaban activamente la situación alrededor del recinto por miedo a un posible ataque tras el fallido discurso de Ratisbona y las protestas por parte del islam.
Me llenaba de asombro ver que, en situaciones tan diferentes, su actitud frente al altar fuera idéntica: entregado totalmente a ese misterio imponente que estaba aconteciendo entre sus manos. Me di cuenta de que -hubiera millones personas o cuarenta- para él era lo mismo. El corazón de ese momento era Cristo que volvía para entregarse a los hombres en el pan y en el vino.
Estuve con él en la ONU, donde habló a los poderosos del mundo recibiendo una larga ovación en pie. También en Camerún y Angola, cuando llamó a los poderosos del mundo al orden de Dios, a ocuparse de los últimos y abandonar la carrera hacia el poder y el propio interés como único criterio.
Estuve en la Zona cero, en aquel hueco vacío donde se postró, que recordaba el abismo en el que se hunde la fe cuando se olvida del hombre. Estuve cuando fue a Belén. «Aquí, en territorio palestino, el lugar donde empezó todo y que aún es signo de contradicción», dijo, señalando que «con el paso de los siglos la gran puerta de la basílica que da paso a la casa de Dios se ha hecho cada vez más pequeña». De manera simbólica, pidió que se trabajara para «ampliarla, de modo que pueda acoger todo corazón humano».
Clic. Clic, clic. Instantáneas de un pontificado que vuelven a mi mente en los días en que un cuarto de millón de personas, con enorme sorpresa para muchos después de una larga década de ausencia pública, acuden a rendirle homenaje. El suyo fue un eclipse solo aparente, pues seguía trabajando, aunque de otra manera, dedicado al amor al que entregó su vida «Está sosteniendo la Iglesia en silencio», dijo Bergoglio cuando anunció que el estado de Benedicto XVI había empeorado, dejando intuir que la oración es una acción activa que influye de manera concreta en el mundo y en la historia. El día de su funeral, Francisco añadió: «Solo Dios conoce el valor y la fuerza de su intercesión por el bien de la Iglesia».
Acompañé a Joseph Ratzinger, 265 sucesor de Pedro, pontífice de la Iglesia católica, siervo de los siervos de Dios, en todos sus viajes nacionales e internacionales. Le seguí primero en sus años como perfecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la que vigila lo que es católica y lo que no. Después asistí a sus diez años de vida oculta, cuando decidió permanecer, plantado como un árbol de oración, en el corazón de la Iglesia, en esa Colina Vaticana donde están los huesos de san Pedro y de su amigo Karol Wojtyla, que lo llamó a Roma y que rechazó tantas veces su dimensión por límite de edad, esperando que fuera él quien ocupara su puesto, una tarea que sin duda Ratzinger no ambicionaba.
Era genial en sus intuiciones sobre el cristianismo, que sabía hacer accesibles a cualquiera, a pesar de su hondísima cultura teológica. Era humilde, tímido, agudo, atentísimo. Cuando tuve ocasión de hablar con él, su atención era total, parecía que no existía nadie más en el mundo que su interlocutor. Tan delicado en sus relaciones humanas, en los encuentros de la Congregación daba primero la palabra a los más jóvenes para que no se sintieran cohibidos para intervenir después de célebres teólogos y prelados importantes. «Rogad por mí, para que no huya ante los lobos», imploró a los fieles en su primera misa como Papa. Vi muchos lobos, fuera y también dentro de la Iglesia, dispuestos a ir a su yugular.
Desde su primer viaje internacional, a los pocos meses de su elección, cuando fue a la Jornada Mundial de la Juventud que casualmente, puesto que había sido fijada por su predecesor, se celebraba en Alemania, su país natal, me impresionó ver, en lugar de la calurosa bienvenida que me esperaba al recibir a un compatriota como Papa, pancartas enormes de protesta en las carreteras. Hubo manifestaciones insultantes en las calles, titulares en las portadas de los periódicos burlándose de él. Me indigné cuando le impidieron -a él, un profesor universitario que llegaba a ser Papa- aceptar la invitación para inaugurar el año académico en la Universidad de Roma, fundada por un pontífice, con una petición intelectualmente vergonzosa. Firme en la doctrina pero dócil en todo lo personal, evitó el enfrentamiento en contra de la recomendación de muchos y se limitó a enviar el texto que habría debido leer, donde exaltaba el uso de la razón, única manera de verificar la concreción del anuncio cristiano.
Estuve con él Ratisbona, cuando dio un discurso espléndido sobre cómo el cristianismo se insertó en la cultura griega, pero se convirtió en pretexto para atentar contra los cristianos. Ratzinger, en vez de defender la corrección de sus argumentos, sencillamente se excusó pidiendo perdón si se había equivocado.
Era el 24 fe febrero de 2005 cuando, recién llegado a Milán para emitir en directo por televisión el funeral de don Giussani que oficiaba en el Duomo el cardenal Ratzinger, me llamó el director del informativo para pedirme que volviera a Roma: acababan de ingresar a Juan Pablo II en el Gemelli, el directo lo haría otro colega. Me fui a la estación de Milán, donde corrí hacia la parada de taxis para dirigirme al aeropuerto y volver lo antes posible a la capital. Un año antes, entrevistando a Ratzinger en la presentación de uno de sus libros en una sala del Senado, le pregunté por su relación con don Giussani. Me respondió contándome una anécdota con una ligera sonrisa. Un día Giussani dejó olvidadas sus gafas en la mesa al término de un coloquio con él en el Vaticano. Más tarde, Ratzinger no encontraba las suyas y se las probó. «Me di cuenta -me contaba- de que veía perfectamente y me las dejé puestas un buen rato, hasta que don Giussani se me acercó. Se las devolví diciéndole. "Las he usado y veo muy bien. Eso demuestra que miramos la realidad de la misma manera"».
En los largos directos televisivos del día del funeral de Benedicto XVI, que seguí desde un balcón en San Pedro, hubo un momento, hablando de él, en que me embargó la emoción. Miguel de Unamuno decía que «un hombre es él y lo que le rodea». Ratzinger rodeó gran parte de mi existencia y le estoy inmensamente agradecido. En directo, se me quebró la voz y asomaron las lágrimas. Estaba diciendo que, aunque el mundo y la Iglesia en ese momento lloraban, en el Paraíso había una fiesta porque uno de los hijos más amados por fin había llegado. ¡Buen viaje, Santidad!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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