El pueblo en fila para despedir al Papa emérito, la gratitud por su testimonio, un legado más actual que nunca. Y esa “pedagogía del deseo” que brotaba de una alegría plena
La cantidad de personas que se acercaron a Roma para rendir homenaje al Papa emérito ha sido sorprendente: casi doscientas mil, de todas las edades, esperando largas filas para despedirse por última vez de Benedicto XVI. La organización vaticana no ha sido la única en expresar su estupor ante tales cifras –sus previsiones iniciales eran mucho menores– sino también los miles de periodistas que se congregaron en torno al Vaticano después de su muerte.
La realidad ha demostrado que Benedicto XVI, tan atacado y criticado durante años por varias corrientes de la opinión pública, en realidad era muy querido por el pueblo de Dios, un pueblo anónimo que se acercó hasta la plaza para darle el último adiós.
A la luz de estos hechos, algunos cardenales y académicos empiezan a definir a Benedicto XVI como “doctor de la Iglesia”. Varios analistas recuerdan las palabras de Francisco que, en una entrevista reciente, elogiaba la lucidez y humildad de Benedicto XVI, considerándolo «un gran hombre, un santo». La prensa recordaba semejante fermento popular tras la muerte de Juan Pablo II. También en aquella ocasión, muchos fieles invocaron el santo subito. Pero hay una diferencia sustancial. En 2005 el Papa polaco aún gobernaba, mientras que Benedicto XVI dimitió hace casi diez años. ¿Cómo se explica entonces la popularidad de un hombre que se ha pasado una década llevando una existencia retirada y sin un papel protagonista en la vida pública? Para mí, solo con una palabra: gratitud.
Una gratitud inmensa por su testimonio y por todo lo que hizo para confirmarnos en la fe en Cristo.
No hay duda de que su legado, tan vasto y profundo, sigue manteniendo hoy una gran actualidad, con su diagnóstico de un Occidente «herido de muerte», que «se odia a sí mismo» y que rechaza sus raíces cristianas, yendo a la deriva sin meta «siguiendo el viento de la moda». No hemos olvidado sus advertencias cuando nos preguntaba: «Desembarazándose de Dios, y sin esperar de Él la salvación, […] cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, […] ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre?». Sobre todo cuando concluye que «al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida» (Homilía inaugural de la XII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 5 de octubre de 2008).
En medio de este contexto de soledad sin meta, la luz del pontificado de Benedicto XVI brilla como un faro. «Nosotros existimos para enseñar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Solo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida», dijo su primer día de pontificado. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él», proclamó en la homilía de su misa de entronización el 24 de abril de 2005.
En otras palabras, aun ofreciendo su propio testimonio personal, Benedicto XVI siempre se preocupó por el destino de cada persona, dando a conocer el amor de Dios y revelando que no hay nada más bello que Cristo vivo, como se reconoce en el documento que la Santa Sede introdujo en la urna durante sus honras fúnebres, donde se lee que «Benedicto XVI puso en el centro de su pontificado la cuestión de Dios y de la fe, en una búsqueda continua del rostro de nuestro Señor Jesucristo y ayudando a todos a conocerlo». La confirmación de esta certeza toma fuerza con las palabras de Francisco en la homilía del 5 de enero: «Estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle […] ese amor que no se pierde», dijo el Santo Padre ante el féretro de Benedicto XVI, y «queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años».
Para terminar, como periodista que siguió todo el pontificado de Benedicto XVI, me gustaría citar un momento –entre las múltiples opciones– que define muy bien su envidiable sabiduría de vida, tan inteligente y humilde al mismo tiempo. Se trata de la catequesis que impartió el 7 de noviembre de 2012 en la Plaza de San Pedro, en pleno Año de la Fe, a propósito del deseo.
«¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?», fue la pregunta que planteó Benedicto XVI para luego explicar que «el hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón». En esta catequesis, el Papa proponía una “pedagogía del deseo” que exige, entre otras cosas, «no conformarse nunca con lo que se ha alcanzado», porque «precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes —querer un bien más alto, más profundo— y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos construir o procurarnos con nuestras fuerzas (…). Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura». Como él mismo explicaba en aquella audiencia general, «cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios».
Benedicto XVI tenía 85 años cuando pronunció estas palabras. Me fascina la frescura y el alcance de su deseo. Ratzinger testimonió esta certeza durante toda su vida, con una fecundidad de fe tan extraordinaria que era evidente para todos. El reconocimiento que los fieles le tributaron durante esos días de luto es una prueba muy reveladora. Días vividos con una profunda gratitud por el amor inquebrantable del Papa emérito por Jesucristo, fuente inagotable del amor que nunca se acaba.
*Desde 1986, vaticanista en Rádio Renascença, Portugal
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