«CIELO SOBRE BERLÍN»: Una película de Win Wenders
Una estremecedora historia que deja prendido en la memoria un estupor grande. El estupor que provoca la belleza de lo que es verdadero. Porque ésta no es sólo la historia de un ángel que quería ser hombre...
Cielo sobre Berlín es la historia del niño que se pregunta, del niño que se asombra, del niño que espera siempre más; del niño que somos cada uno de nosotros.
Un ojo se abre sobre el mundo. Berlín. La película comienza desde lo más arriba: desde el cielo mismo, la vista panorámica y el avión lleno de pasajeros, y se despierta lento el deseo de descubrir esta ciudad, de bajar, de adentrarse. Un deseo «de bajar» que será el tema de esta película, y que se llamará Damiel: el ángel que anhela ser hombre. De paso, ya lo veremos desde la butaca, Damiel nos zambullirá con él en la increíble pregunta de cómo ser verdaderamente hombres...
Formalmente podríamos caer en la tentación de reducir la película a una introducción lenta, en blanco y negro (la visión que del mundo tienen los ángeles) y una segunda parte, en color, dinámica (la visión que, ya desde dentro, tiene el ex-ángel). Sería una reducción. Porque esta «introducción» es, no sólo una dolorosa descripción, sino la historia de un ansia vehemente. Me explico.
Dolorosa descripción, porque estos ángeles tienen el punzante privilegio de contemplar toda la soledad, toda la tristeza, toda la desesperación de un siglo, donde, en la misma habitación, la abuela y el niño oyen la radio y ven la televisión, respectivamente, de espaldas el uno al otro. Juntos y aislados a la vez. No voy a abundar en estas descripciones: el metro lleno de gente sola, apenada; el suicida; la mujer estremecedora que conduce la bicicleta y sueña con la posibilidad de volverse loca, lo que le permitiría por fin el descanso ... Un blanco y negro bellísimo nos llena el alma de desolación.
Pero estas primeras escenas son también las de la historia del ansia de Damiel, el pausado descubrimiento de su deseo de ser hombre. Ya en el primer diálogo entre los dos ángeles, después de que Cassiel enumere pensamientos y sentimientos acumulados sin más en una lista desordenada, Damiel menciona en su «colecta» hechos puntuales, pero físicos y muy concretos, privilegios de hombre que él no disfruta: sensaciones tan reales como las de un viandante -relata- que, en medio de la lluvia, cierra su paraguas y se deja calar. El Damiel impotente sólo sabe suspirar por la humedad sobre su piel, el frío en las manos, el gozo de dedicar el tiempo a empaparse.
¡El tiempo! Es el gran deseo. Deseo de sentirlo todo, de saborearlo, gustarlo, olerlo; sí, pero, sobre todo, en el vértigo de saber que uno elige, porque el tiempo es limitado. Porque, para estos pobres ángeles, hacer algo pierde el vértigo, porque la eternidad difumina los instantes absolutos. (Resulta ocioso recordar que, tanto la concepción de los ángeles, como la de eternidad que Wenders posee son ajenos al cristianismo; es más, son meros instrumentos formales para expresar «lo que no es humano».
Sólo cuando uno sabe que lo que hace acerca o aleja definitiva y peculiarmente de un destino, es posible la pasión. Si no, si -como dice Marion, la trapecista- todo da igual (igual da «abrazar a una amiga que rodear el cuello de un caballo»), el tedio es infinito.
Así pues, toda la primera parte es ya la segunda: nos va descubriendo la profunda emoción que en nosotros puede suscitar nuestra propia vida si se vive conscientemente hasta en sus más ínfimos detalles.
LA HISTORIA COMO MEMORIA
Sobre esta trama fundamental, Wenders se permite pasar revista a distintos problemas, igualmente impresionantes. Tenemos, por ejemplo, el de la historia, personalizado en el viejo aquel que se tambalea por la biblioteca y que, como narrador -¿será un escritor?- se considera indispensable a la humanidad: porque un pueblo sin tradición, sin pasado, es un pueblo sin infancia y sin identidad.
El olvido atormenta a este viejo, que deambula junto al muro buscando los vestigios del Postdammer Platz. Este lugar que, hay que aclararlo, no es una elección casual, sino que es «el lugar», precisamente el punto donde, antes de la Segunda Guerra Mundial, se encontró el centro mismo de Berlín y, más concretamente, donde se ubicaban las oficinas centrales de Hitler y de Goebbels: por eso el narrador insiste en buscar, porque sabe que, si no recuerda, no es posible construir. (No deja de ser impresionante, al visitar Berlín, comprobar que no queda ni una piedra de todo aquello).
Del mismo modo, tampoco es casualidad la elección de Berlín como escenario. Berlín es el símbolo de un pasado terrible, de un presente herido que no ha sido superado (el muro permanece). Este pasado -que entrecruza toda la película a base de documentales antiguos sobre la guerra- es inmejorablemente glosado por el taxista: cuando los hombres se redujeron a individuos, cuando nadie creía ya en nada, bastó que uno -el líder- pronunciase a cada oído la contraseña, para que surgiese la masa. Alemania entera se convirtió en una masa enajenada de su propia identidad, de cada destino personal, como ocurre siempre que uno no es consciente de la propia vocación, de la dignidad y esencia personales: que el Poder, la mentalidad dominante, se transforman en nuestra conciencia.
Y el director no sólo se obstina en mirar hacia atrás porque es ésta la única forma realista de construir el presente y el futuro, sino porque es atrás, en el comienzo, en la infancia, donde se encuentra el núcleo del hombre: las grandes preguntas.
«Als das Kind, Kind war ... » (Cuando el niño era niño... ). Cuando el niño era niño -dice la poesía que sirve de eje a la película-, se preguntaba por qué «yo soy yo, y no tú», «por qué el yo que yo soy dejará de ser yo»; quería «ante cada ciudad, una ciudad más grande», «ante una montaña, otra más grande, y ante ésta, una más grande aún ... ».
No cabe sino estremecerse ante este realismo radical, ante la lucidez de un hombre que, muy probablemente, no sea cristiano y que, sin embargo, es capaz de advertir, con semejante clarividencia, el deseo que late en el fondo de cada hombre, de que todo sea más.
Podría decirse mucho de esta identidad infantil que, precisamente por preguntar incesantemente, es la única capaz de ver a los ángeles; del resto de los personajes... , quedémonos sólo en el personaje de Marion.
Marion -la trapecista, que se «eleva», no se olvide- es la nostalgia de la belleza imperecedera. Ella, que tiene que renunciar al circo, su gran pasión, piensa en un momento: «El tiempo lo curará» e, inmediatamente: «¿Y si el tiempo fuese el problema?». Porque todo su ser la «avisa» contra el olvido: el tiempo, así entendido, como «borrón y cuenta nueva» es el cáncer de todos, porque es la censuar, la mentira por tanto.
Por eso ella, a pesar de todo, se obstina en no olvidar que no está satisfecha, que «desea», dice ella, y busca, busca, busca «un hombre» (y no sabe cuál). «A veces hablo, y no sé con quién» dice en un instante...
VENTANAS NASALES DRAMÁTICAS
A mitad de la película una armadura golpea a Damiel. El anhelo ha culminado: el ángel es hombre. Por fin hay tiempo. Desde ahora, los hechos se convierten en elecciones; porque no hay ni tiempo ilimitado ni oportunidades infinitas. Es el riesgo de la vida. Un riesgo que invade el dolor y el placer: de ahí que el golpe de la armadura o el sabor de la sangre arranquen una sonrisa de asombro a este ángel que -ya en color- comienza a enseñarnos a nosotros, los espectadores, la pasión por la vida. Fumar, beber café, todo es impresionante y más aún, lo dice Peter Falk (el teniente Colombo), el descubrirlo por uno mismo, vivir personalmente cada detalle. En esto Peter Falk es maestro, porque lleva ya mucho tiempo en ello, por eso es capaz de la máxima humanidad. Y de la vieja aquella, la del rodaje, es capaz de decir «¡Qué ventanas nasales tan dramáticas!». No es estupidez, ni chiste. Es una capacidad de asombro casi ilimitada, casi... infantil. Porque esto viene a decirnos la película, que seamos como niños, que recuperemos el deseo, la pregunta y la sorpresa ante el todo.
Un peligro podría haber acechado a esta historia: el quedarse hedonistamente recostada sobre los hechos, el regodearse sin más en cada detalle, el decirnos, sólo, que qué bella es la vida. Pero, en la última escena, Marion frena el beso impetuoso de Damiel y se lo dice. Le dice que lleva años viviendo la caducidad y la inconstancia.
En definitiva, que tiene la imperiosa necesidad de una certeza. Marion no se refugia en la estética, tan de moda, de la búsqueda por la búsqueda. La sinceridad de su vida le habla del dolor de este camino suyo, y por eso se alegra definitivamente con Damiel.
Wenders ni siquiera colma las preguntas de ambos, a Wenders no le gustan los finales de Falcan Crest: este amor es sólo un camino. Eso sí, «el camino». Porque Marion intuye que se trata de «su» camino, del destino suyo, esto es, de la vocación. Y que, por ello, a través de ese camino, pasa la experiencia entera de lo humano. No es «más» humana una vocación que otra, pero cada camino está llamado al todo. Y, al mirarse, sienten el temblor del primer hombre y la primera mujer, encarnan «los deseos de toda la humanidad». El mismo temblor de cada hombre ante su destino.
UNA MENTIRA
Lamentablemente, a estas dos personas, que saben ya que emprenden un camino ilimitado y que han de tener en ese deseo interminable su guía más precisa, se les ha olvidado algo. ¿Dónde quedan, en estas últimas escenas, la señora que, conduciendo su bicicleta, sólo sabía expresar ya su anhelo de locura?, ¿dónde los abrumados rostros del metro?
Para Marion y Damiel no existen ya. La misma tristeza que a veces los invadía parece haber desaparecido, y al desaparecer, parece haber borrado todas esas vidas desesperadas. Parece que las suyas han logrado atrapar, al menos con una constancia que el director interpreta como «suficientemente satisfactoria», la alegría intermitente que antes sólo disfrutaba Marion cuando la secreta proximidad de los ángeles rumoreaba en torno a ella. Ahora parece que son siempre, o casi siempre, más felices que antaño.
Hay una censura aquí. Porque resulta evidente que, no sólo el resto de la sociedad permanece como al principio -aunque el director no lo muestre-, sino que, en toda situación vivida con sincera plenitud, el dolor desempeña un papel antes o después y, sobre todo, en la misma alegría queda un poso de tristeza indefinible: un saber, como decía el niño, del que nos cabría en el pecho todavía más: otra montaña más grande, otro río más ancho. Que hemos nacido para el todo. Y aquí se echa de menos esta conciencia de pobreza. Nuestros dos personajes han aprendido que su amor, vivido con una continua capacidad de asombro, responde a sus necesidades, pero han preferido -ha preferido Win Wenders- olvidar la tristeza inevitable que conlleva la verdad de que, a pesar de todo, el sufrimiento, lo inexplicable, permanecen.
Este olvido apuntaba ya al comienzo de la película, en el detalle del hombre que, ayudado por Damiel, recupera de pronto el ánimo para seguir viviendo, el hombre ese del metro. Antes estaba acabado, abrumado por los acontecimientos; el súbdito sin embargo vuelve a estar esperanzado.
Y duele el motivo ofrecido para esta esperanza: «Acabaré con el mundo, yo puedo contra todos», viene a decirse este personaje. Y yo me pregunto, ¿hasta cuándo tendría fuerzas para decirlo? Porque el apoyo en uno mismo tiene los límites -amplios o estrechos, pero finitos siempre- de nuestro propio yo. Y tenemos anhelos de mucho más.
Hay que reprocharle al director esta mentira. La tristeza debe permanecer en el fondo de toda alegría auténtica, simplemente por fidelidad a lo que es. Más allá de la tristeza sin sentido, allí donde la tristeza se baña de esperanza y pasa a llamarse nostalgia, y se hace petición, comienza la fe. Pero la esperanza es fruto de un encuentro.
De Wenders sólo cabe decir que parece buscarlo, a través de la fidelidad a la verdad de sí mismo: el niño. Pero una película como ésta rebasa aquellos años 70, llenos de orgullo y de pesimismo, los años donde el hombre parecía no saber nada y donde, a la vez, daba de antemano una respuesta negativa a todo, por el mero gusto de permanecer dueño de su propia vida. Una falta de búsqueda sincera que había de mostrarse falsa donde se muestran falsas todas las mentiras: en la esterilidad. Desde esa esterilidad que hemos heredado los años 80 no cabe pensar en un presente más cercano a la realidad del hombre. Un presente que, por lo pronto, llena los cines de gente capaz de amar una película como ésta. Porque el hombre, como dice Wenders, puede descubrirse niño que pregunta, y no viejo resabido; niño que se asombra, niño que espera siempre más. La última palabra de esta película es «Continuará». No hay «FIN» en ella. Porque todo continúa, siempre. Y saber esto, es saber más que cualquier ángel: «Als Ich Kind war, wusste Ich mehr als jeder Engel...» (Cuando era niño sabía más que cualquier ángel...)
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