A veinte años del Mayo del 68.
Sin pena ni gloria. Un XX aniversario en el que tan sólo se ponen en juego «ideas», «interpretaciones», «redefiniciones», pero sin ningún viso de que aquel fenómeno quiera tener emuladores, ni individuales ni colectivos.
A lo que sí podemos asistir es al despliegue de una operación de revisión histórica: ensayos, entrevistas a los protagonistas de las jornadas, números monográficos de revistas; con una sola preocupación, y siempre la misma: saber qué fue aquel estallido y qué queda de él.
Una revista realizó hace poco un exhaustivo servicio sobre estos acontecimientos. El título de la sección era «Temas de hoy». Sin embargo, el contenido desmentía ese epígrafe; no creo que sea imprudente decir que aquellas jornadas que soñaron cambiarlo todo hoy sólo son un cadáver. Ahora la lucha es por su herencia. Pero, ¿acaso la tiene? Se ha convertido en una especie de convención, el celebrar el Mayo del 68 como el origen de las tendencias ideológicas que fueron surgiendo en los años setenta (derecho al propio cuerpo, ecologismo, feminismo ... ), y de un nuevo modo de pensar social. Para la ideología progresista, es, en este sentido, indispensable mantener el mito de la Revolución, y para ello debe justificar que Mayo del 68 dejó las cosas mejor que estaban. Impresiona comprobar cómo todos sus protagonistas, que hoy rezuman escepticismo al hablar de aquellas fechas, al final se ven como obligados a airear el mismo estribillo: «Nada volverá a ser como antes», «Fueron una brecha que lo rompió todo»...
Las jornadas de la primavera del 68 son un fenómeno de enorme complejidad por el gran número de factores en juego y por la distinta evolución que tuvo. Desde los Estados Unidos a Francia, el carácter de las revueltas estudiantiles y sociales fue muy diferente: por sus protagonistas, por sus acentos, por su distinto contexto social y político. Y ante todo por su historia, pues no podía ser lo mismo una revuelta en una nación joven y sin raíces, que en un pueblo con tradición espiritual y latina milenaria. Tampoco pueden tener una absoluta identidad las manifestaciones en la Universidad Autónoma de México (octubre del 68) que finalizaron con la matanza de Tlatelolco, y las violentas refriegas de la extrema izquierda italiana. Muy lejanos estaban los sustratos de la revuelta en Berlín y la agitación surgida en Irlanda del Norte. Y además, ¿fue un fenómeno de típica explosión social o un movimiento estudiantil con pretensiones socializantes?, ¿o finalmente se trató de una «crisis de civilización»? Mayo del 68 tuvo la virtud de catalizar el disgusto de la juventud frente a un tipo de cultura, en el contexto de una profunda crisis social gestionada hasta ese momento (sobre todo en Francia) por sindicatos que eran verdaderos monstruos burocráticos. En definitiva, esta conexión de factores políticos, sociales, culturales, es la que constituye la principal dificultad interpretativa de los hechos. Y a pesar de todo, Mayo del 68 existió. No puede disgregarse en sus diferencias, sino que fue un fenómeno reconocible, identificable.
Los protagonistas de la revuelta supieron en algunos momentos señalar sus problemas con gran lucidez. Se rebelaron contra una sociedad que en la misma proporción que les permitía una creciente posesión de bienes, les sumía en la pasividad social y cotidiana. Ellos fueron un signo de la «ambivalencia del desarrollo» entendido como pura expansión económica que ignora el problema de la plena realización humana. Todo ello habría generado un movimiento «espontáneo» de rechazo e impugnación de todo el entramado socio-político. La repulsa no tuvo un carácter estrictamente economicista, sino que se dirigía más hacia la tecnocracia y la burocracia que al capitalismo económico; de ahí que la lucha apuntase más contra un modo de gestión y en favor de una nueva toma de responsabilidad social. Se ha intentado percibir en los sucesos del Mayo, creo que con justicia, un amplio movimiento de liberación contra el poder de los aparatos y el deseo de asumir un real protagonismo histórico.
Pero, muy al contrario, el fruto de aquellas jornadas, al decir de Edgar Morin, fue que «se ha instalado la conciencia de que ya no hay ningún fundamento seguro (...). Nuestra sociedad está construida sobre la noche. Nos damos cuenta de que bajo la sociedad hay una noche». Efectivamente, hay noche porque no hay pasado, ya no hay tradición (¿qué es eso?). Éste habría sido el éxito de las jornadas «revolucionarias».
Un observador atento de aquellos años percibió ya esta dirección de la protesta: «El 68, en la práctica, ha ayudado al nuevo Poder a destruir los valores de los que el Poder quería librarse. Si puedo usar una palabra, diría que ese famoso Poder, esta «mente» burguesa que dirige el destino de la burguesía, en cierto sentido ha programado la revolución del 68». Quien así habla es Pier Paolo Pasolini en 1973 ante la televisión italiana. Naturalmente nadie se hizo eco de él y también hoy podría pasar al olvido en el marasmo de interpretaciones al que asistimos.
QUÉ HOMBRE PARA QUÉ HISTORIA
El nuevo tipo de hombre que necesita la segunda revolución industrial era un sujeto sin raíces, un burgués desnudo de sus últimos ropajes tradicionales (el burgués cristiano), un hombre sin rastro de identidad religiosa. El nuevo tipo humano requerido por el Poder sería simplemente un consumidor. ¿Pero no era aquello precisamente contra lo que se habían rebelado los jóvenes estudiantes? Verbalmente sí. Pero es imposible comprender el Mayo atendiendo a las grandes palabras que entonces se pronunciaron. Sería inútil, porque el primer fruto del Mayo del 68 fue el envilecimiento de la palabra. En medio del culto a la asamblea y la proclamación de una ilimitada libertad de expresión, se produjo una borrachera verbal, una retahíla de discursos cada vez más incomprensibles.
Fuera de la anécdota de las famosas pintadas que llenaron las calles de París, Milán o la Universidad de Berkeley la palabra quedó profundamente despreciada. El actual cardenal de París, Jean-Marie Lustiger, por aquel entonces responsable de la pastoral estudiantil en la capital francesa, lo rememora así: «Su radicalismo verbal hacia surgir el recuerdo de la literatura del siglo XIX. Se hacia difícil entenderlos, y aún más difícil tomarlos en serio». Insultos, violencia verbal contra profesores, construcción de un discurso frenético cada vez con menos contenido: la palabra se convirtió en un instrumento de lucha ideológica. La razón de esta explosión de la palabra fue la superpolitización que se vivió en aquellos días y que contribuyó a apagar los rescoldos de humanidad que el movimiento había intuido originalmente.
Las universidades ocupadas fueron un campo de batalla no sólo contra la policía sino entre la multitud de grupúsculos izquierdistas (trotskistas, maoístas, situacionistas ... ) que se aplicaron a la continua manipulación de las asambleas, en un ambiente erizado de violencia. Esta degeneración ideológica no fue una casualidad. En un largo coloquio tenido en octubre de 1967 entre los que serían luego cabecillas de la rebelión en Alemania (Dutschke, Rabehl, Semler) éstos se entregaban al sueño de la ciudad futura: «Se utilizarán computadoras para calcular cuántas viviendas deben construirse, en qué dirección deben ir los planes, qué dificultades pueden plantearse»; «la criminalidad sólo será eliminada cuando tratemos médicamente a esa persona»; la reeducación para combatir las disfuncionalidades sociales; la participación de los viejos en las asambleas de fábrica para que no tengan que dedicarse a «esperar la muerte»... O sea, la sociedad perfecta, programada, donde todo funcione: tan sólo quedaba dejar un poco de espacio para el hombre, reconocer su libertad, aceptar que el mal existe y que el bien no es una computadora con respuestas siempre acertadas.
Ésa es la gran ausencia del 68. La ausencia del problema humano. La prisión de la ideología incapacitó a sus protagonistas para tomar en serio el origen de aquello que afirmaban. Era imposible que desde sus esquematizaciones, que hoy parecen ridículas a todos, se llegase a una auténtica transformación. De nuevo Pasolini: «Ésta es la raíz del problema: usan contra el neocapitalismo armas que en realidad llevan su marca de fábrica, y por tanto están destinadas solamente a reforzar su dominio».
Cuando hace dos años (1986) en diversas capitales europeas se produjeron fuertes manifestaciones estudiantiles, alguno añoró aquel «idealismo» del 68 del que los nuevos rebeldes parecían haber renegado. Sin embargo, de hecho, aquella ideologización asfixiante impidió cualquier apertura ideal, cualquier acercamiento al problema de la verdad. La «Verdad», una palabra extraña en aquellas jornadas: «La ideología es la peor degradación de la fe y de la religión. Es semejante a una termita que lo devora todo» afirma en su último libro-entrevista el cardenal Lustiger.
LA REVISIÓN HISTÓRICA DEL MAYO DEL 68
En la generalidad de los comentarios actuales sobre el Mayo del 68, se impone progresivamente la intención de destruir el mito sesentayochesco. Pero, ¿qué significa desmitificar? No puede ser sólo el reconocimiento de un fracaso. Un fracaso es tan mitificable como una hermosa victoria. La cuestión radical, la que pocos emprenden (leer a Pasolini o a Lustiger es aire fresco) es una crítica de sus planteamientos de fondo. No es que fracasaran, es que se equivocaron. Quisieron tomar las riendas de su vida y de la historia, y tenían razón. Pero destruyeron (tal era el designio del Poder) todo vestigio del pasado: la muerte de la tradición. El progreso, de esta forma, fue solamente un sueño, el sueño del futuro. No importaba ni el pasado ni el presente, porque incluso los obstáculos sociales y económicos más tremendos podían ser superados a través de actos resueltos de la voluntad. Y si no, ahí estaban para probarlo los ejemplos de la tenaz resistencia vietnamita frente al ejército más poderoso del mundo («¡Vietnam lucha por nosotros!»), o la Revolución Cultural China, o la experiencia guerrillera del Che. Aquello si era progreso...
Y sin embargo, todo era un sueño; se sustituía voluntaristamente el deseo auténtico de cambio que había surgido originalmente en ellos. No comprendieron que el progreso no habla del futuro sino del presente. Los rebeldes del 68 soñaron un futuro feliz y una sociedad perfecta para acallar su falta de esperanza en el ahora, en el presente. Éste fue el gran engaño, porque el progreso verdadero no es el de soñar utopías, sino la posibilidad de dar significado al presente. Sólo así, evidentemente, es posible esperar un futuro distinto. ¿Cómo creer en la transformación del mundo hecha desde «la persecución, el atentado a la libertad, la falta de respeto por las personas y la tiranía intelectual», tal como nos recuerda Lustiger?
El año pasado se celebró el 10º aniversario de la firma de la Carta 77 que constituyó la principal manifestación de la disidencia checoslovaca. Un hecho histórico de trascendencia cultural extraordinaria. No recuerdo ningún eco en la prensa o en otros medios de comunicación, ni conservadores ni progresistas, ni los de la «nueva izquierda» ni los llamados católicos. Por el contrario la cultura dominante volverá una y otra vez sobre Mayo del 68. Primero fueron los 10 años, ahora los 20. Sin duda dentro de cinco tendremos otra efemérides con gran despliegue publicitario. La comparación es sólo un ejemplo: el Poder funciona, sabe lo que le interesa. Dejemos una vez más la palabra a Pasolini: «Me parece que en el fondo todos estos movimientos de contestación estudiantiles o no, no son más que simples paréntesis en la historia de la humanidad».
Entonces, ¿dónde estaba lo que no era paréntesis?, ¿dónde estaban los puntos de partida para la construcción de una nueva historia? Por aquel entonces florecía en la Unión Soviética el Samizdat (publicaciones transcritas clandestinamente de carácter filosófico, religioso y literario), eran la base de una posibilidad de resistencia profundamente humana. En 1966 se celebraba el proceso contra Siniavski y Daniel, el primer juicio público en que los acusados no se reconocieron culpables frente al Estado; era el comienzo de una nueva responsabilidad histórica. Meses después de la primavera revolucionaria del 68, los tanques entraron en Praga para impedir el resuello a un pueblo que pedía cultura, verdad, libertad, respiro ... La cultura católica europea volvía a cobrar vigor (aún a nivel solamente intelectual) con la obra de Henri de Lubac, Daniélou, y antes aún con Guardini, la tradición personalista francesa y polaca ... En todos estos hechos, por citar algunos, coetáneos a las revueltas de Mayo del 68 y su gestación, están las huellas de una historia sin voceros ni propagandistas; era el reinicio de una tradición desdibujada una y otra vez, y una y otra vez recompuesta. Sólo es posible construir la historia desde la experiencia, desde los discursos sólo se construyen mitologías. Así, mientras en las universidades se había ignorado el catolicismo y la tradición europea como posibilidad cultural de transformación, desde los puntos más insospechados renacía la historia del espíritu. Pero en aquel fragor revolucionario no se escuchó.
«El Evangelio no tenía cabida en aquella feria».
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