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Huellas N.11, Abril 1988

REVISIÓN

El envilecimiento de la palabra

Javier Restán Martínez

A veinte años del Mayo del 68.
Sin pena ni gloria. Un XX aniversario en el que tan sólo se ponen en juego «ideas», «interpretaciones», «redefiniciones», pero sin ningún viso de que aquel fenómeno quiera tener emuladores, ni individuales ni colectivos.
A lo que sí podemos asistir es al despliegue de una operación de revisión histórica: ensayos, entrevistas a los protagonistas de las jornadas, números monográficos de revistas; con una sola preocupación, y siempre la misma: saber qué fue aquel estallido y qué queda de él.


Una revista realizó hace poco un exhaustivo servicio sobre estos acontecimientos. El título de la sección era «Temas de hoy». Sin embargo, el contenido desmentía ese epígrafe; no creo que sea im­prudente decir que aquellas jorna­das que soñaron cambiarlo todo hoy sólo son un cadáver. Ahora la lucha es por su herencia. Pero, ¿acaso la tiene? Se ha convertido en una especie de convención, el celebrar el Mayo del 68 como el origen de las tendencias ideológi­cas que fueron surgiendo en los años setenta (derecho al propio cuerpo, ecologismo, feminismo ... ), y de un nuevo modo de pensar so­cial. Para la ideología progresista, es, en este sentido, indispensable mantener el mito de la Revolu­ción, y para ello debe justificar que Mayo del 68 dejó las cosas mejor que estaban. Impresiona compro­bar cómo todos sus protagonistas, que hoy rezuman escepticismo al hablar de aquellas fechas, al final se ven como obligados a airear el mismo estribillo: «Nada volverá a ser como antes», «Fueron una bre­cha que lo rompió todo»...
Las jornadas de la primavera del 68 son un fenómeno de enor­me complejidad por el gran núme­ro de factores en juego y por la distinta evolución que tuvo. Des­de los Estados Unidos a Francia, el carácter de las revueltas estu­diantiles y sociales fue muy dife­rente: por sus protagonistas, por sus acentos, por su distinto con­texto social y político. Y ante todo por su historia, pues no podía ser lo mismo una revuelta en una na­ción joven y sin raíces, que en un pueblo con tradición espiritual y latina milenaria. Tampoco pueden tener una absoluta identidad las manifestaciones en la Universidad Autónoma de México (octubre del 68) que finalizaron con la matan­za de Tlatelolco, y las violentas refriegas de la extrema izquierda ita­liana. Muy lejanos estaban los sus­tratos de la revuelta en Berlín y la agitación surgida en Irlanda del Norte. Y además, ¿fue un fenóme­no de típica explosión social o un movimiento estudiantil con pre­tensiones socializantes?, ¿o final­mente se trató de una «crisis de ci­vilización»? Mayo del 68 tuvo la virtud de catalizar el disgusto de la juventud frente a un tipo de cul­tura, en el contexto de una profun­da crisis social gestionada hasta ese momento (sobre todo en Fran­cia) por sindicatos que eran verda­deros monstruos burocráticos. En definitiva, esta conexión de facto­res políticos, sociales, culturales, es la que constituye la principal di­ficultad interpretativa de los he­chos. Y a pesar de todo, Mayo del 68 existió. No puede disgregarse en sus diferencias, sino que fue un fenómeno reconocible, identifica­ble.
Los protagonistas de la revuel­ta supieron en algunos momentos señalar sus problemas con gran lu­cidez. Se rebelaron contra una so­ciedad que en la misma propor­ción que les permitía una crecien­te posesión de bienes, les sumía en la pasividad social y cotidiana. Ellos fueron un signo de la «am­bivalencia del desarrollo» entendi­do como pura expansión económi­ca que ignora el problema de la plena realización humana. Todo ello habría generado un movi­miento «espontáneo» de rechazo e impugnación de todo el entrama­do socio-político. La repulsa no tuvo un carácter estrictamente economicista, sino que se dirigía más hacia la tecnocracia y la buro­cracia que al capitalismo económi­co; de ahí que la lucha apuntase más contra un modo de gestión y en favor de una nueva toma de responsabilidad social. Se ha in­tentado percibir en los sucesos del Mayo, creo que con justicia, un amplio movimiento de liberación contra el poder de los aparatos y el deseo de asumir un real prota­gonismo histórico.
Pero, muy al contrario, el fruto de aquellas jornadas, al decir de Edgar Morin, fue que «se ha ins­talado la conciencia de que ya no hay ningún fundamento seguro (...). Nuestra sociedad está cons­truida sobre la noche. Nos damos cuenta de que bajo la sociedad hay una noche». Efectivamente, hay noche porque no hay pasado, ya no hay tradición (¿qué es eso?). Éste habría sido el éxito de las jor­nadas «revolucionarias».
Un observador atento de aque­llos años percibió ya esta dirección de la protesta: «El 68, en la prác­tica, ha ayudado al nuevo Poder a destruir los valores de los que el Poder quería librarse. Si puedo usar una palabra, diría que ese fa­moso Poder, esta «mente» bur­guesa que dirige el destino de la burguesía, en cierto sentido ha programado la revolución del 68». Quien así habla es Pier Paolo Pa­solini en 1973 ante la televisión italiana. Naturalmente nadie se hizo eco de él y también hoy po­dría pasar al olvido en el maras­mo de interpretaciones al que asis­timos.

QUÉ HOMBRE PARA QUÉ HISTORIA
El nuevo tipo de hombre que necesita la segunda revolución in­dustrial era un sujeto sin raíces, un burgués desnudo de sus últimos ropajes tradicionales (el burgués cristiano), un hombre sin rastro de identidad religiosa. El nuevo tipo humano requerido por el Poder sería simplemente un consumidor. ¿Pero no era aquello precisa­mente contra lo que se habían re­belado los jóvenes estudiantes? Verbalmente sí. Pero es imposible comprender el Mayo atendiendo a las grandes palabras que entonces se pronunciaron. Sería inútil, por­que el primer fruto del Mayo del 68 fue el envilecimiento de la pa­labra. En medio del culto a la asamblea y la proclamación de una ilimitada libertad de expresión, se produjo una borrachera verbal, una retahíla de discursos cada vez más incomprensibles.
Fuera de la anécdota de las fa­mosas pintadas que llenaron las calles de París, Milán o la Univer­sidad de Berkeley la palabra que­dó profundamente despreciada. El actual cardenal de París, Jean-Ma­rie Lustiger, por aquel entonces responsable de la pastoral estu­diantil en la capital francesa, lo re­memora así: «Su radicalismo ver­bal hacia surgir el recuerdo de la literatura del siglo XIX. Se hacia difícil entenderlos, y aún más difícil tomarlos en serio». Insultos, violencia verbal contra profesores, construcción de un discurso frené­tico cada vez con menos conteni­do: la palabra se convirtió en un instrumento de lucha ideológica. La razón de esta explosión de la palabra fue la superpolitización que se vivió en aquellos días y que contribuyó a apagar los rescoldos de humanidad que el movimiento había intuido originalmente.
Las universidades ocupadas fueron un campo de batalla no sólo contra la policía sino entre la multitud de grupúsculos izquier­distas (trotskistas, maoístas, situa­cionistas ... ) que se aplicaron a la continua manipulación de las asambleas, en un ambiente eriza­do de violencia. Esta degeneración ideológica no fue una casualidad. En un largo coloquio tenido en oc­tubre de 1967 entre los que serían luego cabecillas de la rebelión en Alemania (Dutschke, Rabehl, Semler) éstos se entregaban al sueño de la ciudad futura: «Se uti­lizarán computadoras para calcu­lar cuántas viviendas deben cons­truirse, en qué dirección deben ir los planes, qué dificultades pueden plantearse»; «la criminalidad sólo será eliminada cuando tratemos médicamente a esa persona»; la reeducación para combatir las dis­funcionalidades sociales; la parti­cipación de los viejos en las asam­bleas de fábrica para que no ten­gan que dedicarse a «esperar la muerte»... O sea, la sociedad per­fecta, programada, donde todo funcione: tan sólo quedaba dejar un poco de espacio para el hom­bre, reconocer su libertad, aceptar que el mal existe y que el bien no es una computadora con respues­tas siempre acertadas.
Ésa es la gran ausencia del 68. La ausencia del problema humano. La prisión de la ideología incapa­citó a sus protagonistas para to­mar en serio el origen de aquello que afirmaban. Era imposible que desde sus esquematizaciones, que hoy parecen ridículas a todos, se llegase a una auténtica transfor­mación. De nuevo Pasolini: «Ésta es la raíz del problema: usan contra el neocapitalismo armas que en realidad llevan su marca de fá­brica, y por tanto están destinadas solamente a reforzar su dominio».
Cuando hace dos años (1986) en diversas capitales europeas se produjeron fuertes manifestacio­nes estudiantiles, alguno añoró aquel «idealismo» del 68 del que los nuevos rebeldes parecían ha­ber renegado. Sin embargo, de he­cho, aquella ideologización as­fixiante impidió cualquier apertu­ra ideal, cualquier acercamiento al problema de la verdad. La «Ver­dad», una palabra extraña en aquellas jornadas: «La ideología es la peor degradación de la fe y de la religión. Es semejante a una ter­mita que lo devora todo» afirma en su último libro-entrevista el cardenal Lustiger.

LA REVISIÓN HISTÓRICA DEL MAYO DEL 68
En la generalidad de los co­mentarios actuales sobre el Mayo del 68, se impone progresivamen­te la intención de destruir el mito sesentayochesco. Pero, ¿qué signi­fica desmitificar? No puede ser sólo el reconocimiento de un fra­caso. Un fracaso es tan mitificable como una hermosa victoria. La cuestión radical, la que pocos em­prenden (leer a Pasolini o a Lus­tiger es aire fresco) es una crítica de sus planteamientos de fondo. No es que fracasaran, es que se equivocaron. Quisieron tomar las riendas de su vida y de la historia, y tenían razón. Pero destruyeron (tal era el designio del Poder) todo vestigio del pasado: la muerte de la tradición. El progreso, de esta forma, fue solamente un sueño, el sueño del futuro. No importaba ni el pasado ni el presente, porque incluso los obstáculos sociales y económicos más tremendos po­dían ser superados a través de ac­tos resueltos de la voluntad. Y si no, ahí estaban para probarlo los ejemplos de la tenaz resistencia vietnamita frente al ejército más poderoso del mundo («¡Vietnam lucha por nosotros!»), o la Revo­lución Cultural China, o la expe­riencia guerrillera del Che. Aque­llo si era progreso...
Y sin embargo, todo era un sueño; se sustituía voluntarista­mente el deseo auténtico de cam­bio que había surgido original­mente en ellos. No comprendie­ron que el progreso no habla del futuro sino del presente. Los re­beldes del 68 soñaron un futuro feliz y una sociedad perfecta para acallar su falta de esperanza en el ahora, en el presente. Éste fue el gran engaño, porque el progreso verdadero no es el de soñar utopías, sino la posibilidad de dar sig­nificado al presente. Sólo así, evi­dentemente, es posible esperar un futuro distinto. ¿Cómo creer en la transformación del mundo hecha desde «la persecución, el atentado a la libertad, la falta de respeto por las personas y la tiranía intelec­tual», tal como nos recuerda Lus­tiger?
El año pasado se celebró el 10º aniversario de la firma de la Carta 77 que constituyó la principal ma­nifestación de la disidencia checos­lovaca. Un hecho histórico de tras­cendencia cultural extraordinaria. No recuerdo ningún eco en la prensa o en otros medios de co­municación, ni conservadores ni progresistas, ni los de la «nueva izquierda» ni los llamados católi­cos. Por el contrario la cultura do­minante volverá una y otra vez sobre Mayo del 68. Primero fueron los 10 años, ahora los 20. Sin duda dentro de cinco tendremos otra efemérides con gran despliegue publicitario. La comparación es sólo un ejemplo: el Poder funcio­na, sabe lo que le interesa. Deje­mos una vez más la palabra a Pa­solini: «Me parece que en el fon­do todos estos movimientos de contestación estudiantiles o no, no son más que simples paréntesis en la historia de la humanidad».
Entonces, ¿dónde estaba lo que no era paréntesis?, ¿dónde esta­ban los puntos de partida para la construcción de una nueva his­toria? Por aquel entonces florecía en la Unión Soviética el Samizdat (publicaciones transcritas clandes­tinamente de carácter filosófico, religioso y literario), eran la base de una posibilidad de resistencia profundamente humana. En 1966 se celebraba el proceso contra Si­niavski y Daniel, el primer juicio público en que los acusados no se reconocieron culpables frente al Estado; era el comienzo de una nueva responsabilidad histórica. Meses después de la primavera re­volucionaria del 68, los tanques entraron en Praga para impedir el resuello a un pueblo que pedía cul­tura, verdad, libertad, respiro ... La cultura católica europea volvía a cobrar vigor (aún a nivel solamen­te intelectual) con la obra de Hen­ri de Lubac, Daniélou, y antes aún con Guardini, la tradición perso­nalista francesa y polaca ... En to­dos estos hechos, por citar algu­nos, coetáneos a las revueltas de Mayo del 68 y su gestación, están las huellas de una historia sin vo­ceros ni propagandistas; era el reinicio de una tradición desdibujada una y otra vez, y una y otra vez re­compuesta. Sólo es posible cons­truir la historia desde la experien­cia, desde los discursos sólo se construyen mitologías. Así, mien­tras en las universidades se había ignorado el catolicismo y la tradi­ción europea como posibilidad cul­tural de transformación, desde los puntos más insospechados renacía la historia del espíritu. Pero en aquel fragor revolucionario no se escuchó.
«El Evangelio no tenía cabida en aquella feria».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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