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Huellas N.11, Abril 1988

NUESTROS DÍAS

Un silencio que podría ser fatal

José Luis Restán

Etiopía: tantas imágenes y tan poca comprensión. Ante los ojos de un Occidente perplejo, desfilan las hileras de niños con vientres abultados, de ancianos que apenas rayan los cuarenta años, de mujeres cuya mirada dolorida no consigue borrar el rastro de una antigua y noble belleza. Sí, aquí se desprecia al hombre; pero no es un simple capricho de la naturaleza, ni una simple herencia de la época colonial, ni el producto de las injustas normas que rigen el comercio internacional.
Hay algo más que muchos no quieren ver.


EL PROGRAMA DE UNA REFORMA MIOPE
El 12 de septiembre de 1974, un golpe militar deponía al ancia­no emperador Hailé Selassié, el Negus, que personificaba un régi­men feudal asentado en tradicio­nes ancestrales, y sostenido social­mente por una exigua casta de propietarios terratenientes. Era, como tantas otras veces, una muerte anunciada. El régimen moría por su propia podredumbre interna, su incapacidad de reforma y su absoluta ineptitud para afron­tar los nuevos tiempos. Ni siquie­ra la mítica figura del «heredero de Salomón», reforzada por la au­reola de héroe de la resistencia frente al invasor italiano durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió para frenar la caída.
Este proceso, en cierta medida similar a tantos otros desarrollados en el África postcolonial, tuvo su originalidad en Etiopía. El gru­po de oficiales revolucionarios que depuso al emperador, estaba fuer­temente imbuido de la ideología marxista-leninista, y encontró en un país socialmente desvertebra­do, hundido en la miseria, econó­mica y culturalmente retrasado, el campo para un experimento ideo­lógico, que por su radicalidad y profundidad, no ha tenido paran­gón en el resto de África.
El programa político del Con­sejo Militar Administrativo Provi­sional (DERG) consistía funda­mentalmente en la nacionaliza­ción de bancos y empresas indus­triales y comerciales, y una refor­ma agraria radical, basada en la expropiación forzosa de todos los terrenos agrícolas (incluyendo las propiedades eclesiásticas, tan im­portantes en un país con un mo­nacato floreciente) y en la creación de granjas colectivas bajo control estatal.
En el campo educativo, se lan­za una profunda campaña de adoc­trinamiento de la población, apro­vechando el programa alfabetiza­dor. Se trataba de sustituir siste­máticamente las diversas tradicio­nes religiosas (especialmente el cristianismo copto, la más arraiga­da) por los dogmas marxista-le­ninistas.
Después de tres años de force­jeo entre el «ala moderada» del DERG y el «ala intransigente», claramente filosoviética, esta últi­ma se hace con el control absolu­to del poder en la persona del te­niente coronel Menghiscu Hailé Maryam. Desde este momento, Etiopía cae plenamente en la ór­bita soviética, lo que se hace espe­cialmente evidente con la llegada de consejeros militares rusos, cu­banos y germano-occidentales, que suman en la actualidad cerca de veintidosmil.
A pesar de estas importantes ayudas, el régimen etíope sufrió reveses muy serios en Eritrea, donde opera una guerrilla inde­pendentista de larga tradición, que ya luchó contra Hailé Selassié, y en Ogadén, donde un largo con­tencioso fronterizo le enfrentaba con Somalía. Todos los recursos económicos eran destinados a este fin militar, puesto que los focos guerrilleros amenazaban la estabi­lidad de la Etiopía socialista.
Entre tanto, los resultados de la drástica política económica, social y educativa puesta en marcha por el DERG en 1975, han mostrado las profundas contradicciones de la llamada «vía socialista de de­sarrollo», un ensayo que por otra parte se ha realizado en muchos países africanos, aunque sin la mi­nuciosa y salvaje coherencia del caso etíope. En efecto, la lucha de clases es un concepto vacío en un país donde no existe proletariado industrial ni burguesía, sino un campesinado conformista, sin conciencia de clase oprimida y aferrado a estructuras tradiciona­les consagradas por la costumbre y por los siglos. Solamente una verdadera «miopía ideológica», podía inducir a realizar una política de colectivi­zación agrícola fruto de la imita­ción y de análisis abstractos que no tienen para nada en cuenta los da­tos reales del problema. No es ex­traño que la producción se haya reducido sustancialmente, y que las secuelas de esta colectivización se resuman en el desarraigo cultu­ral y la desorientación de todo un pueblo.
Por otro lado, como sucede siempre con este tipo de experi­mentos ideológicos, ninguna de estas medidas puede llevarse a cabo sin pagar el precio de una brutal represión interna. Durante los años 76 y 77 se registra en el país un auténtico baño de sangre. Estudiantes, sindicalistas, disiden­tes y sacerdotes, fueron objeto de verdaderas masacres planificadas con un objetivo bien concreto: eli­minar toda posible resistencia «in­teligente» al proceso iniciado, y aprovechar el aspecto «pedagógi­co» del terror frente a una pobla­ción masivamente conservadora y recelosa de los cambios.

LA POLÍTICA DE REASENTAMIENTO FORZOSO
Junto al terror, el régimen ha utilizado otro arma de consecuen­cias igualmente odiosas a largo plazo para desarrollar sus planes: la llamada «política de reasenta­miento demográfico». Es imposi­ble no recordar la Camboya de Pot Pot donde los jemeres rojos utili­zaron idénticos instrumentos, dando como resultado uno de los mayores genocidios de nuestro tiempo.
La tesis oficial sostenía que es­tas migraciones forzosas tenían por objeto transferir la población pobre del norte, a las zonas poten­cialmente más ricas del sur y el oeste del país. En realidad se tra­taba de un vasto plan meticulosa­mente desarrollado con un doble objetivo: reestructurar el mapa agrario (para hacer efectiva la co­lectivización) y mezclar etnias y religiones, poblaciones y tribus, para cortar de raíz las reivindica­ciones políticas y culturales de los diversos pueblos que integran el mosaico etíope (Eritrea, Wollo, Tigrai ... ). Esto último, ya había sido intentado tímidamente y sin éxito por el Negus. Aparte de las terribles condi­ciones en que se desarrollaba este forzado éxodo, que han supuesto la pérdida de miles de vidas huma­nas, las consecuencias morales y culturales se harán notar a largo plazo, y serán probablemente irre­versibles. Poblaciones enteras han visto cortado el vínculo con sus tradiciones, con la tierra de sus mayores, con hábitos y costumbres que configuraban su propia fiso­nomía humana, para verse inmer­sas en un territorio desconocido y sometidos a una organización so­cial (la de las granjas colectivas) que les son profundamente extra­ñas. Muchos han preferido el sui­cidio, antes que iniciar este viaje sin retorno.
La denuncia de esta operación fue realizada por la organización «Médicos sin Fronteras» (rápida­mente expulsada del país), apun­tando además que su financiación se llevaba a cabo merced a los fon­dos de las ayudas internacionales para combatir el hambre. Curiosa­mente esta denuncia ha encontra­do escaso eco en los primeros mo­mentos, al tiempo que abundaban las informaciones sobre el hambre y la sequía, y se multiplicaban los envíos de alimentos y material sa­nitario cuyo destino, después se ha sabido, era en su mayor parte abastecer al ejército y al corrupto aparato gubernamental.

LA PASIVIDAD DE OCCIDENTE
La vieja enfermedad del senti­mentalismo burgués, unida al complejo de culpabilidad proce­dente de la época colonial, han dado como resultado el cómplice silencio de Occidente. Mientras situaciones de violación de los dere­chos humanos en determinados países acaparaban casi por com­pleto la información, en un alarde de cinismo y despreocupación, el genocidio etíope era sistemática­mente silenciado, o apenas men­cionado. Se daba también la curio­sa convergencia de «progresistas» y «conservadores» en defender la primacía del pan sobre la libertad, como si tales conceptos pudieran escindirse y esta última fuese un artículo de lujo reservado a los occidentales.
Pero en definitiva, Etiopía ejemplifica un comportamiento que ya es habitual respecto de los Pueblos del Tercer Mundo. Como señalaba Piero Gheddo en un re­ciente artículo de la revista Mon­do e missione, «La colaboración se concibe sólo como suministro de financiación y alimentos y el en­vío de voluntarios y técnicos, pero se omite por completo el aspecto político y cultural». No se trata de postular la in­terpretación de las ayudas, debido a la sospecha y la constatación fia­ble de que son malversadas por el Gobierno, ni de menospreciar su valor y significado, ni la magnífica labor que diversas organizacio­nes desarrollan en este sentido, sino de simultanear tales ayudas con elementos de presión y verifi­cación, que conduzcan tanto a un control internacional de su em­pleo, como a un progresivo alivio de las crueles condiciones sociales, culturales y políticas a que se ve sometida la población. De hecho, la tardía reacción de algunos sectores de la prensa así como las denuncias de diveras «or­ganizaciones no gubernamenta­les» han agobiado al régimen de Menghistu, que se ha visto forza­do a admitir la presencia (siempre vigilada y restringida a ciertos ám­bitos) de observadores extranje­ros, así como a dar explicaciones (muy poco convincentes) de su política de reasentamiento. Te­niendo en cuenta diversos prece­dentes, puede esperarse que a la larga, una sólida campaña interna­cional consiga resultados en la me­jora de ciertos aspectos del respe­to a los derechos humanos; tan dé­bil es la situación económica, que Menghistu ha dado muestras de tolerar una tímida apertura a las denostadas potencias occidentales, con el fin de obtener los créditos que su fiel aliado y tutor no quie­re o no puede concederle (salvo, claro está, para mantener un po­tentísimo y desproporcionado ejército).

LA IGLESIA, ACOSADA Y SOPORTADA
Esta debilidad es la misma que explica la política ambigua, pero decidida en cuanto a sus propósi­tos, que el régimen etíope desarro­lla respecto a la Iglesia. Se trata de desactivar su capacidad creativa y cultural, pero permitiendo que gestione y sostenga las estructuras asistenciales indispensables para mantener el mínimo pulso del país, y que el régimen es incapaz de manejar por el momento. So­portada entonces, en función de su utilidad, pero no aceptada, tal es la condición actual de la Iglesia en Etiopía.
Por lo que respecta a la gestión de las ayudas internacionales, casi todas ellas están coordinadas por el Secretario Católico Etíope, que representa a los ojos del exterior la presencia no gubernativa más fiable. Naturalmente, esto lo sabe Menghistu, al igual que el hecho de que buena parte de las ayudas alimenticias y sanitarias proceden del Catholic Relieve Service, la Lutheran World Federation y las Cáritas de diversos países euro­peos. Está claro que una estrategia combinada de presión y tolerancia, resulta hoy la forma más eficaz de controlar a la Iglesia y beneficiar­se de su presencia. Sin embargo, aun en situación tan precaria, ésta no ha dejado de realizar su tarea evangelizadora: el fenómeno más vistoso al que se asiste hoy en Etiopía es la participación masiva del pueblo en los cultos religiosos y la recuperación de las agregacio­nes eclesiales que ayudan al pue­blo a mantener viva la conciencia de su propia identidad. Pero nadie puede engañarse: es la propia ne­cesidad imperiosa del régimen, la que ha impedido que éste proceda a la liquidación sistemática de la Iglesia.

UN INCIERTO FUTURO
Sólo tres cosas han impedido llevar hasta sus últimas conse­cuencias el programa del «ala dura» del DERG, instalado en el poder desde 1977: la dependencia respecto a Occidente para reme­diar los desastres de una ciega po­lítica económica y demográfica, la persistencia del foco insurreccio­nal eritreo y la presencia de una Iglesia con veinte siglos de anti­güedad, firmemente arraigada en el pueblo y sustentadora de la red asistencial del país.
Es difícil descifrar cuál será el futuro de esta dolorida nación, cuyo sufrimiento de los últimos años se resume en 700.000 refu­giados y casi un millón de muer­tos; de éstos, «Médicos sin Fron­teras» estima que en los últimos meses unos 300.000 lo han sido a causa de la política de reasenta­miento, y no por el hambre.
Más allá de los sentimientos que provocan en nosotros la con­templación de este espectáculo de vejación de lo humano, es preciso poner al descubierto las raíces que lo han motivado. Yves Ramousse, obispo de Phnom-Penh (Cambo­ya) en el exilio, ha realizado re­cientemente unas declaraciones sobre el genocidio camboyano que sirven perfectamente para el caso etíope: «El eslogan martilleante era que se necesitaba volver a fun­dar todo y volver a aprender todo... Era una locura querer re­crear la naturaleza haciendo desa­parecer la cultura precedente, pero el poder contaba con los jóvenes y los niños, pues sabía muy bien que los adultos no podían convertirse según este nuevo credo. A éstos se los explotaba lo más posible: si morían no era una pérdida, y si trabajaban era un provecho... , y quienes imponían esta "revolu­ción" no eran analfabetos, no eran salvajes: eran intelectuales. Un campesino no podría idear jamás horrores semejantes. Si, la ideolo­gía puede hacer que un hombre se vuelva demente, es un arma terri­ble, no existe ninguna posibilidad de autocrítica: sólo existe la ciega aplicación de un principio» (30 GIORNI, Enero 1988).
No se puede permanecer en si­lencio frente al drama de una so­ciedad de campos de concentra­ción y migraciones forzosas, don­de el hombre concreto es mera anécdota dentro de los planes tra­zados por quienes detentan el po­der. No se puede callar más, aun­que tales destrozos hayan sido cau­sados por un proceso revoluciona­rio catalogado en su momento como «progresista». Porque lo realmente duro en esta historia, lo que es preciso afrontar al final en cualquier comentario que preten­da no ser superficial, es que la se­quía, la carencia de alimentos, los cientos de miles de personas muertas por el hambre y las de­portaciones, son sólo factores se­cundarios y accesorios, que entran dentro de un diseño fruto de op­ciones estrictamente políticas. ¿Serán capaces los países de Occidente de responder a esta si­tuación con algo más que simples ayudas materiales? Éste es el de­safío que lanza hoy este pueblo al Primer Mundo, a su capacidad de auténtica solidaridad y a su imagi­nación y creatividad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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