Etiopía: tantas imágenes y tan poca comprensión. Ante los ojos de un Occidente perplejo, desfilan las hileras de niños con vientres abultados, de ancianos que apenas rayan los cuarenta años, de mujeres cuya mirada dolorida no consigue borrar el rastro de una antigua y noble belleza. Sí, aquí se desprecia al hombre; pero no es un simple capricho de la naturaleza, ni una simple herencia de la época colonial, ni el producto de las injustas normas que rigen el comercio internacional.
Hay algo más que muchos no quieren ver.
EL PROGRAMA DE UNA REFORMA MIOPE
El 12 de septiembre de 1974, un golpe militar deponía al anciano emperador Hailé Selassié, el Negus, que personificaba un régimen feudal asentado en tradiciones ancestrales, y sostenido socialmente por una exigua casta de propietarios terratenientes. Era, como tantas otras veces, una muerte anunciada. El régimen moría por su propia podredumbre interna, su incapacidad de reforma y su absoluta ineptitud para afrontar los nuevos tiempos. Ni siquiera la mítica figura del «heredero de Salomón», reforzada por la aureola de héroe de la resistencia frente al invasor italiano durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió para frenar la caída.
Este proceso, en cierta medida similar a tantos otros desarrollados en el África postcolonial, tuvo su originalidad en Etiopía. El grupo de oficiales revolucionarios que depuso al emperador, estaba fuertemente imbuido de la ideología marxista-leninista, y encontró en un país socialmente desvertebrado, hundido en la miseria, económica y culturalmente retrasado, el campo para un experimento ideológico, que por su radicalidad y profundidad, no ha tenido parangón en el resto de África.
El programa político del Consejo Militar Administrativo Provisional (DERG) consistía fundamentalmente en la nacionalización de bancos y empresas industriales y comerciales, y una reforma agraria radical, basada en la expropiación forzosa de todos los terrenos agrícolas (incluyendo las propiedades eclesiásticas, tan importantes en un país con un monacato floreciente) y en la creación de granjas colectivas bajo control estatal.
En el campo educativo, se lanza una profunda campaña de adoctrinamiento de la población, aprovechando el programa alfabetizador. Se trataba de sustituir sistemáticamente las diversas tradiciones religiosas (especialmente el cristianismo copto, la más arraigada) por los dogmas marxista-leninistas.
Después de tres años de forcejeo entre el «ala moderada» del DERG y el «ala intransigente», claramente filosoviética, esta última se hace con el control absoluto del poder en la persona del teniente coronel Menghiscu Hailé Maryam. Desde este momento, Etiopía cae plenamente en la órbita soviética, lo que se hace especialmente evidente con la llegada de consejeros militares rusos, cubanos y germano-occidentales, que suman en la actualidad cerca de veintidosmil.
A pesar de estas importantes ayudas, el régimen etíope sufrió reveses muy serios en Eritrea, donde opera una guerrilla independentista de larga tradición, que ya luchó contra Hailé Selassié, y en Ogadén, donde un largo contencioso fronterizo le enfrentaba con Somalía. Todos los recursos económicos eran destinados a este fin militar, puesto que los focos guerrilleros amenazaban la estabilidad de la Etiopía socialista.
Entre tanto, los resultados de la drástica política económica, social y educativa puesta en marcha por el DERG en 1975, han mostrado las profundas contradicciones de la llamada «vía socialista de desarrollo», un ensayo que por otra parte se ha realizado en muchos países africanos, aunque sin la minuciosa y salvaje coherencia del caso etíope. En efecto, la lucha de clases es un concepto vacío en un país donde no existe proletariado industrial ni burguesía, sino un campesinado conformista, sin conciencia de clase oprimida y aferrado a estructuras tradicionales consagradas por la costumbre y por los siglos. Solamente una verdadera «miopía ideológica», podía inducir a realizar una política de colectivización agrícola fruto de la imitación y de análisis abstractos que no tienen para nada en cuenta los datos reales del problema. No es extraño que la producción se haya reducido sustancialmente, y que las secuelas de esta colectivización se resuman en el desarraigo cultural y la desorientación de todo un pueblo.
Por otro lado, como sucede siempre con este tipo de experimentos ideológicos, ninguna de estas medidas puede llevarse a cabo sin pagar el precio de una brutal represión interna. Durante los años 76 y 77 se registra en el país un auténtico baño de sangre. Estudiantes, sindicalistas, disidentes y sacerdotes, fueron objeto de verdaderas masacres planificadas con un objetivo bien concreto: eliminar toda posible resistencia «inteligente» al proceso iniciado, y aprovechar el aspecto «pedagógico» del terror frente a una población masivamente conservadora y recelosa de los cambios.
LA POLÍTICA DE REASENTAMIENTO FORZOSO
Junto al terror, el régimen ha utilizado otro arma de consecuencias igualmente odiosas a largo plazo para desarrollar sus planes: la llamada «política de reasentamiento demográfico». Es imposible no recordar la Camboya de Pot Pot donde los jemeres rojos utilizaron idénticos instrumentos, dando como resultado uno de los mayores genocidios de nuestro tiempo.
La tesis oficial sostenía que estas migraciones forzosas tenían por objeto transferir la población pobre del norte, a las zonas potencialmente más ricas del sur y el oeste del país. En realidad se trataba de un vasto plan meticulosamente desarrollado con un doble objetivo: reestructurar el mapa agrario (para hacer efectiva la colectivización) y mezclar etnias y religiones, poblaciones y tribus, para cortar de raíz las reivindicaciones políticas y culturales de los diversos pueblos que integran el mosaico etíope (Eritrea, Wollo, Tigrai ... ). Esto último, ya había sido intentado tímidamente y sin éxito por el Negus. Aparte de las terribles condiciones en que se desarrollaba este forzado éxodo, que han supuesto la pérdida de miles de vidas humanas, las consecuencias morales y culturales se harán notar a largo plazo, y serán probablemente irreversibles. Poblaciones enteras han visto cortado el vínculo con sus tradiciones, con la tierra de sus mayores, con hábitos y costumbres que configuraban su propia fisonomía humana, para verse inmersas en un territorio desconocido y sometidos a una organización social (la de las granjas colectivas) que les son profundamente extrañas. Muchos han preferido el suicidio, antes que iniciar este viaje sin retorno.
La denuncia de esta operación fue realizada por la organización «Médicos sin Fronteras» (rápidamente expulsada del país), apuntando además que su financiación se llevaba a cabo merced a los fondos de las ayudas internacionales para combatir el hambre. Curiosamente esta denuncia ha encontrado escaso eco en los primeros momentos, al tiempo que abundaban las informaciones sobre el hambre y la sequía, y se multiplicaban los envíos de alimentos y material sanitario cuyo destino, después se ha sabido, era en su mayor parte abastecer al ejército y al corrupto aparato gubernamental.
LA PASIVIDAD DE OCCIDENTE
La vieja enfermedad del sentimentalismo burgués, unida al complejo de culpabilidad procedente de la época colonial, han dado como resultado el cómplice silencio de Occidente. Mientras situaciones de violación de los derechos humanos en determinados países acaparaban casi por completo la información, en un alarde de cinismo y despreocupación, el genocidio etíope era sistemáticamente silenciado, o apenas mencionado. Se daba también la curiosa convergencia de «progresistas» y «conservadores» en defender la primacía del pan sobre la libertad, como si tales conceptos pudieran escindirse y esta última fuese un artículo de lujo reservado a los occidentales.
Pero en definitiva, Etiopía ejemplifica un comportamiento que ya es habitual respecto de los Pueblos del Tercer Mundo. Como señalaba Piero Gheddo en un reciente artículo de la revista Mondo e missione, «La colaboración se concibe sólo como suministro de financiación y alimentos y el envío de voluntarios y técnicos, pero se omite por completo el aspecto político y cultural». No se trata de postular la interpretación de las ayudas, debido a la sospecha y la constatación fiable de que son malversadas por el Gobierno, ni de menospreciar su valor y significado, ni la magnífica labor que diversas organizaciones desarrollan en este sentido, sino de simultanear tales ayudas con elementos de presión y verificación, que conduzcan tanto a un control internacional de su empleo, como a un progresivo alivio de las crueles condiciones sociales, culturales y políticas a que se ve sometida la población. De hecho, la tardía reacción de algunos sectores de la prensa así como las denuncias de diveras «organizaciones no gubernamentales» han agobiado al régimen de Menghistu, que se ha visto forzado a admitir la presencia (siempre vigilada y restringida a ciertos ámbitos) de observadores extranjeros, así como a dar explicaciones (muy poco convincentes) de su política de reasentamiento. Teniendo en cuenta diversos precedentes, puede esperarse que a la larga, una sólida campaña internacional consiga resultados en la mejora de ciertos aspectos del respeto a los derechos humanos; tan débil es la situación económica, que Menghistu ha dado muestras de tolerar una tímida apertura a las denostadas potencias occidentales, con el fin de obtener los créditos que su fiel aliado y tutor no quiere o no puede concederle (salvo, claro está, para mantener un potentísimo y desproporcionado ejército).
LA IGLESIA, ACOSADA Y SOPORTADA
Esta debilidad es la misma que explica la política ambigua, pero decidida en cuanto a sus propósitos, que el régimen etíope desarrolla respecto a la Iglesia. Se trata de desactivar su capacidad creativa y cultural, pero permitiendo que gestione y sostenga las estructuras asistenciales indispensables para mantener el mínimo pulso del país, y que el régimen es incapaz de manejar por el momento. Soportada entonces, en función de su utilidad, pero no aceptada, tal es la condición actual de la Iglesia en Etiopía.
Por lo que respecta a la gestión de las ayudas internacionales, casi todas ellas están coordinadas por el Secretario Católico Etíope, que representa a los ojos del exterior la presencia no gubernativa más fiable. Naturalmente, esto lo sabe Menghistu, al igual que el hecho de que buena parte de las ayudas alimenticias y sanitarias proceden del Catholic Relieve Service, la Lutheran World Federation y las Cáritas de diversos países europeos. Está claro que una estrategia combinada de presión y tolerancia, resulta hoy la forma más eficaz de controlar a la Iglesia y beneficiarse de su presencia. Sin embargo, aun en situación tan precaria, ésta no ha dejado de realizar su tarea evangelizadora: el fenómeno más vistoso al que se asiste hoy en Etiopía es la participación masiva del pueblo en los cultos religiosos y la recuperación de las agregaciones eclesiales que ayudan al pueblo a mantener viva la conciencia de su propia identidad. Pero nadie puede engañarse: es la propia necesidad imperiosa del régimen, la que ha impedido que éste proceda a la liquidación sistemática de la Iglesia.
UN INCIERTO FUTURO
Sólo tres cosas han impedido llevar hasta sus últimas consecuencias el programa del «ala dura» del DERG, instalado en el poder desde 1977: la dependencia respecto a Occidente para remediar los desastres de una ciega política económica y demográfica, la persistencia del foco insurreccional eritreo y la presencia de una Iglesia con veinte siglos de antigüedad, firmemente arraigada en el pueblo y sustentadora de la red asistencial del país.
Es difícil descifrar cuál será el futuro de esta dolorida nación, cuyo sufrimiento de los últimos años se resume en 700.000 refugiados y casi un millón de muertos; de éstos, «Médicos sin Fronteras» estima que en los últimos meses unos 300.000 lo han sido a causa de la política de reasentamiento, y no por el hambre.
Más allá de los sentimientos que provocan en nosotros la contemplación de este espectáculo de vejación de lo humano, es preciso poner al descubierto las raíces que lo han motivado. Yves Ramousse, obispo de Phnom-Penh (Camboya) en el exilio, ha realizado recientemente unas declaraciones sobre el genocidio camboyano que sirven perfectamente para el caso etíope: «El eslogan martilleante era que se necesitaba volver a fundar todo y volver a aprender todo... Era una locura querer recrear la naturaleza haciendo desaparecer la cultura precedente, pero el poder contaba con los jóvenes y los niños, pues sabía muy bien que los adultos no podían convertirse según este nuevo credo. A éstos se los explotaba lo más posible: si morían no era una pérdida, y si trabajaban era un provecho... , y quienes imponían esta "revolución" no eran analfabetos, no eran salvajes: eran intelectuales. Un campesino no podría idear jamás horrores semejantes. Si, la ideología puede hacer que un hombre se vuelva demente, es un arma terrible, no existe ninguna posibilidad de autocrítica: sólo existe la ciega aplicación de un principio» (30 GIORNI, Enero 1988).
No se puede permanecer en silencio frente al drama de una sociedad de campos de concentración y migraciones forzosas, donde el hombre concreto es mera anécdota dentro de los planes trazados por quienes detentan el poder. No se puede callar más, aunque tales destrozos hayan sido causados por un proceso revolucionario catalogado en su momento como «progresista». Porque lo realmente duro en esta historia, lo que es preciso afrontar al final en cualquier comentario que pretenda no ser superficial, es que la sequía, la carencia de alimentos, los cientos de miles de personas muertas por el hambre y las deportaciones, son sólo factores secundarios y accesorios, que entran dentro de un diseño fruto de opciones estrictamente políticas. ¿Serán capaces los países de Occidente de responder a esta situación con algo más que simples ayudas materiales? Éste es el desafío que lanza hoy este pueblo al Primer Mundo, a su capacidad de auténtica solidaridad y a su imaginación y creatividad.
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