«Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Cor 15, 14).
Estas palabras de San Pablo posiblemente expresan mejor que ningunas otras el
puesto central que la resurrección tiene en el cristianismo. Sin ella, la fe cristiana
está vacía, como una nuez hueca. Quizá volver la vista al comienzo pueda ayudar a comprender mejor el alcance de esta afirmación paulina.
Todo empezó en Galilea. En el encuentro con Jesús unos hombres perciben algo especial. Quizá no sepan definirlo con nitidez, pero algo ha sucedido en aquel encuentro. Empiezan a vivir con este hombre una aventura que les lleva a compartir su vida con él. Se hacen sus compañeros. Desde ese momento, como los habitantes de Nazaret, «Tendrán los ojos fijos en Él». Con Él empiezan a ver la vida de otra forma. Aquel hombre no se arredra ante las cuestiones más comprometidas (tributo al César, matrimonio, Herodes, la ley, los fariseos ... ). De todo tiene una visión peculiar de las cosas. Oírle causa sorpresa, admiración, estupor. Pero cuando se capta lo que aquel hombre va significando realmente para ellos, es en los momentos cruciales. Después del discurso del plan de vida, cuando muchos le abandonan, Jesús les plantea la pregunta decisiva: «¿También vosotros queréis marcharos?» La respuesta no deja lugar a dudas: «¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna». Es normal que la muerte de aquel hombre haya supuesta para los discípulos la prueba más dura. En el relato de Emaús quedan huellas de esta zozobra: «Nosotros esperábamos que fuera él quien liberara a Israel... ». La muerte ha acabado con la esperanza que aquel hombre había suscitado. Una muerte, además, sancionada por la autoridad religiosa del pueblo, el Sanhedrín. La esperanza ha quedado frustrada, parecen decir los dos caminantes al imprevisto acompañante que se les ha unido, mientras vuelven a sus ocupaciones anteriores.
Pero no todo acaba ahí. Los evangelios relatan un acontecimiento ocurrido al tercer día después de la muerte de Jesús. Jesús de Nazaret, al que muchos habían considerado como el Mesías y a quien sus enemigos habían ajusticiado, vuelve a vivir. No vuelve a vivir en el sentido de Sócrates, que, antes de morir, había hablado a sus discípulos de que su alma sobreviviría en una vida mejor y más grande; tampoco en el sentido que se refiere a la influencia real ejercida por el recuerdo de un hombre sobre sus descendientes, sino en carne y hueso. Esta vida destruida, aniquilada por la muerte, ha despertado de nuevo, pero bajo una forma nueva y transformada.
Lo que aquí se afirma es algo inaudito y difícil de admitir naturalmente. Por eso no es extraño que no pocos autores antiguos y modernos hayan pretendido explicarlo de una forma menos violenta para la «razón» humana.
Algunos (desde Strauss a Bultmann) no ven que la fe en la resurrección sea algo más que el producto de la imaginación de los discípulos que no se resignan al fracaso de la crucifixión: ¡este hombre no podía ser vencido por la muerte! Partiendo del principio filosófico según el cual el milagro no es posible en un mundo de rígidas leyes físicas, reducen la resurrección a un fenómeno psicológico, donde la intervención divina no tiene cabida.
Otros no se atreven a tanto (W. Marxsen, Léon-Dufour). Reconocen algo objetivo en los relatos evangélicos: la supervivencia de Jesús no se reduciría únicamente a la convicción de sus discípulos, sino que sería el origen de ella. Pero la interpretación de lo ocurrido mediante la idea de una «resurrección» pertenece al material subjetivo de su psicología, dependiente de su medio cultural. La resurrección no tendría nada que ver con la reanimación del cuerpo que yacía en la tumba. Así fue como ellos se lo imaginaron, pero esto no es más que accesorio a la fe. Podemos conservar lo esencial de su fe, dejando caer este aspecto materialista de su creencia. Detrás de su retórica, esta posición no es más que el retorno a la filosofía de la inmortalidad del alma, sustancialmente platónica.
Estas interpretaciones de la resurrección tropiezan con una dificultad insalvable: no hay nada en la Sagrada Escritura que nos permita suponer que los apóstoles esperaran una resurrección, cualquiera que sea el sentido dado a esta palabra. En el pensamiento judío sólo se concibe una resurrección al final de la historia. Muestra de ello tenemos en los evangelios. Cuando Jesús promete a Marta que su hermano resucitará, ella responde: «Ya sé que resucitará en la resurrección del último día» (Jn 11, 24). Los relatos de la resurrección contienen datos que muestran que los discípulos no contaban con que tal eventualidad sucediera en el curso de la historia. La decepción que sigue a la condena y muerte de Jesús, la sopresa ante la tumba vacía y la necesidad de verificación de que realmente lo está, la falta de crédito que dan a las mujeres, portadoras del mensaje pascual, son signos claros de la actitud de los discípulos. Por otra parte, la predisposición psicológica respecto a la resurrección podía ser explicable en Pedro, Juan, Andrés ... , turbados por la frustración de la esperanza puesta en Jesús, pero es difícilmente explicable en Pablo, adversario encarnizado de la nueva fe. Si, pese a todo esto, pocos días después vemos a los discípulos predicando sin miedo a Jesús, todos estos datos sólo pueden tener una explicación razonable, que coincide con lo que predican: que el crucificado ha resucitado.
«Nos hallamos aquí -según dice Romano Guardini- ante una alternativa que alcanza al fondo de las cosas. Si nos tomamos a nosotros mismos como medida de todas las cosas; a nosotros mismos, con nuestra existencia tal cual es, con el mundo que nos envuelve, con nuestra manera de pensar y de sentir, y nos ponemos a juzgar a Jesucristo partiendo de todo ello, no acertaremos a ver en la resurrección más que el producto de ciertas formaciones religiosas, el resultado de una incipiente vida de comunidad, es decir, una ilusión. Y entonces la lógica impondrá, tarde o temprano, la eliminación de esta creencia en favor de un "cristianismo puro". Este no será, en verdad, más que una moral superficial o un pietismo sin consistencia ... ».
Pero pensar que el hombre es la medida de todas las cosas, cuando no tiene en sus manos ni su origen ni su fin, siendo tan ignorante respecto a las cuestiones más fundamentales de la vida, no deja de ser una trágica presunción. Sólo una actitud de apertura ante la totalidad de los factores de la realidad es adecuada a la condición del hombre. Sólo una actitud así puede acoger el testimonio que dan los relatos de la resurrección. Ellos «dan testimonio -escribe J. Ratzinger- de la fe que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente. El que yacía en el sepulcro ya no está aquí, ha resucitado. El que ha entrado en el mundo nuevo de Dios, es tan poderoso que puede hacerse visible a los hombres».
Con la resurrección resurge la esperanza quebrantada por la muerte. Dios confirma, resucitando a Jesús, su pretensión de ser «Camino, Verdad y Vida». No resulta extraña en este contexto la afirmación de los primeros cristianos que nos conservan los Hechos de los Apóstoles: «No hay otro nombre bajo el cielo en que podamos salvarnos» (Hch 4, 12). La presencia de Cristo resucitado reúne de nuevo a los que el miedo y la zozobra habían dispersado. El poder de Dios, puesto de manifiesto en la resurrección del que yacía en el sepulcro, llega a su plenitud haciendo partícipes a los hombres de la «vida nueva» del Resucitado. La donación del Espíritu Santo hace de los dispersos un pueblo, reunido en torno a Jesús y a la esperanza por él inaugurada. La Iglesia es la manifestación visible de Cristo resucitado y su poder salvador: los hijos dispersos por el pecado son transformados en «un solo corazón y una sola alma».
La resurrección es el origen del culto cristiano. La aparición a los discípulos de Emaús, «a quienes explica la Escritura y con quienes parte el pan, nos revela el sentido profundo de tal culto. En la palabra y en el sacramento nos encontramos con el Resucitado; el culto divino es donde entramos en contacto con Él y le reconocemos. La liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a nosotros».
¿Qué ha pasado con la entrega de Jesús en la cruz por la salvación de los hombres? La resurrección de Jesús constituye la respuesta del Padre a la donación de su Hijo por los pecados del mundo: Dios Padre, al acogerlo en su vida por la resurrección, ha aceptado la ofrenda de su Hijo. La última palabra sobre la vida del hombre no es, por tanto, su pecado, sino la misericordia. Acogerla se llama fe.
Los testigos de la resurrección fueron impulsados inmediatamente por Jesús a pregonar lo que habían visto: «Id y haced discípulos a todas las gentes ...» (Mt 28, 19). Comienza la misión. Para quien ha sido testigo, no hay tarea más importante en la vida que dar testimonio de lo que «ha visto y oído».
NOTA: Las fotos de este artículo corresponden a los carteles de Pascua de 1984, 1983 y 1986 (respectivamente) que el movimiento realizó.
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