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Huellas N.11, Abril 1988

PALABRAS ENTRE NOSOTROS

El punto de partida

Notas de una conversación de Luigi Giussani con los universitarios de Comunión y Liberación. Riccione (Italia), octubre de 1976.
Para nosotros, el punto de partida de cualquier compromiso -como pueda ser, incluso, el de construir esta pequeña revista-, así como la verdad y el gusto por el que se lleva adelante, no está en la mayor o menor bondad de nuestras «opiniones» o de nuestras capacidades, sino en la pertenencia a una Historia que es más grande que nosotros mismos y que nos hace ser inmensamente libres y agradecidos. Queremos recordar, con la publicación de las siguientes páginas, uno de los momentos fundamentales de esta Historia, como testimonio de actualidad -para nosotros mismos y para todos- de una percepción más profunda y realista del Hecho cristiano, en el reto que nuestros tiempos plantean a todos los cristianos. El mismo don Giussani define ese momento con las siguientes palabras: «La Asamblea nacional de responsables de Comunión y Liberación en las universidades (CLU), tuvo lugar en Riccione en 1976, cuando ya desde hacía tres años se vivía en un estado de movilización continua. Recuerdo que en aquella circunstancia, tomando nota del cansancio general, por otra parte justificado, que había entre nosotros, dije que estábamos expuestos por ello a la tentación de abandonar la lucha, y que esto podría suceder bien en la forma de una reducción pietista o en la forma de una reducción cultural e intelectual de la experiencia de fe. ( ... ) Además -añadí-, si estamos cansados, esto sucede sobre todo porque tendemos a renovar nuestras energías sacándolas de un nivel superficial y no en cambio del nivel más profundo de nuestras raíces. Y así fue como la vida durísima de aquellos años, aun estando polarizada por prioridades que no son normalmente las típicas de un movimiento eclesial, acabó paradójicamente provocando una toma de conciencia ulterior y sustancial de la naturaleza original de CL en cuanto lugar de experiencia cristiana, de vida vivida en la comunión, es decir, en la presencia de Cristo.» (cfr. L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación , ed. Encuentro, p. 138).

El problema que tenemos que afrontar este año puede ser planteado de la siguiente forma: es preciso que logremos comprender la oposición que existe entre dos palabras (tal vez la segunda no esté empleada estricta­mente, pero es sólo para entendernos) y la elección que hacemos por la pri­mera.
El destino y la eficacia de nuestra comunidad en la universidad y en la sociedad dependen de la primacía de la presencia -la primera palabra- ­frente a la tentación de la utopía -la segunda palabra-.
1. Presencia significa realizar la Comunión. Ante todo, nues­tra presencia en la universi­dad no puede ser una presen­cia de tipo reactivo. Reactivo quiere decir que está determinado por los pa­sos del «adversario»: realizar iniciati­vas, utilizar planteamientos y desarro­llar instrumentos generados no como expresión total de nuestra nueva per­sonalidad, sino sugeridos por la acti­tud, por los planteamientos, por las iniciativas, por la forma de comporta­miento de los «adversarios», es decir, de aquellos que intentan crear un mundo que excluya a Cristo y, por tan­to, -objetivamente y prescindiendo de sus intenciones- a partir de una mentira.
Una presencia de tipo reactivo no puede evitar dos errores: por un lado, se convierte en una presencia reaccio­naria, es decir, en una defensa a ul­tranza de las formas de la propia po­sición sin que los contenidos, las razo­nes, las raíces estén lo suficientemen­te claros como para que se conviertan en hechos vitales; el reaccionario es, en mayor o menor medida, formalis­ta. Por otro lado, una presencia reac­tiva, si no es reaccionaria, cae en el ex­tremo opuesto: tiende a convertirse en una imitación de lo que los demás dicen y hacen, y esto constituye su pri­mera y fundamental claudicación fren­te a ellos: jugar en su terreno, aceptar la lucha según sus condiciones.
Hace falta pues una presencia ori­ginal, es decir, una presencia según nuestro origen; el derecho a existir y a actuar donde sea y como sea no pue­de estar determinado por el modo de hacer de los demás, sino por lo que nosotros somos.
Una presencia es original cuando brota y cuando tiene su consistencia en la conciencia de su propia identi­dad y en el afecto a ella. Identidad sig­nifica saber quiénes somos y por qué existimos, con una dignidad que nos da el derecho de esperar de nuestra presencia «algo mejor» para nuestra vida y para la vida del mundo.
Pero, ¿quiénes somos nosotros para tener derecho a esta esperanza, sin la cual nuestra vida cae en el mez­quino aburguesamiento (cuyo criterio supremo es el seguro contra el ries­go), o bien en una gris insatisfacción que pronto se transforma en quejas y acusaciones hacia los demás?
«Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis re­vestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 26-28). Sólo existe un pasaje que he repetido constantemente más que este ante­rior: «El que me siga recibirá el cien­to por uno y heredará la vida eter­na» (Mt 19, 29). Vosotros que habéis sido escogidos os habéis ensimismado con Cristo: «No me habéis elegido vo­sotros a mí sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16); es una elec­ción objetiva que no te puedes quitar de encima; es una penetración en tu ser que no depende de ti y frente a la que no cabe oponer resistencia. Todos vosotros que habéis sido bautizados os habéis ensimismado con Cristo y, por tanto, no existe ya ninguna diferencia entre vosotros, «ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer»; ésta es la identidad: «Sois uno en Cris­to Jesús». La carta a los Efesios dice textualmente: «Somos miembros los unos de Los otros» (Ef 4, 25). Os de­safío a que encontréis una fórmula más revolucionaria que esta concep­ción de la persona, cuyo significado y cuya consistencia son la unidad con Cristo, con Otro, y, a través de esto, la unidad con todos aquellos que Él es­coge, los que el Padre le da en su mano. Nuestra identidad consiste en estar ensimismados frente a Cristo; es la dimensión que constituye a la per­sona. Cristo define mi personalidad y, por tanto, vosotros, que estáis hechos de Él, entráis necesariamente en la di­mensión de mi personalidad. Ésta es la «nueva criatura» de la que habla el hermoso final de la carta a los Gála­tas (Ga 6, 15 ), el principio de la crea­ción nueva de la que habla Santiago (St 1, 18).
«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» dice san Juan en su primera carta (1 Jn 5,4): la fe vence al mundo; es decir, demues­tra su verdad sobre todas las ideolo­gías y sobre todos los proyectos, sobre todas las formas de concebir lo huma­no, porque es la verdad estructural por la que el mundo ha sido hecho y es la verdad que se manifestará y que se instaurará al final de los tiempos. Por­que es también el factor que mueve la historia y que cataliza el bien en el mundo, posibilitando así que éste sea más humano.
Tanto si uno está solo en su cuar­to como si está con otros dos estudian­do; tanto si somos cuatro en la uni­versidad o estamos veinte en el bar..., donde sea y como sea ésta es nuestra identidad. Entonces, el problema es la autoconciencia, el contenido de la con­ciencia de uno mismo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
El hombre nuevo en el mundo, aquel hombre nuevo que fue el sueño del Che Guevara y que fue el falso pre­texto de las revoluciones culturales con las que el Poder intenta llevar de su mano al pueblo para dominarlo se­gún su ideología, el auténtico hombre nuevo es éste, y nace en el mundo, ante todo, no como resultado de una coherencia, sino a partir de una auto­conciencia nueva. Entonces, nuestra identidad se manifiesta en una expe­riencia nueva dentro de nosotros y en­tre nosotros. Es la nueva experiencia del afecto a Cristo y al misterio de la Iglesia, que en nuestra unidad encuen­tra su concreción más cercana. La identidad es una experiencia viva, la experiencia de una realidad interior y exterior a nosotros: el afecto a Cristo y a nuestra unidad. La palabra afecto es la más grande y la más comprensi­ble de nuestra expresividad, y es más un tipo de afecto que nace del juicio de valor por el reconocimiento de aquello que hay en nosotros y que está entre nosotros, que una propensión sentimental, efímera y voluble como una hoja abandonada al viento. Y, con la edad, este apego se hace más vehe­mente y ardiente, más poderoso en la fidelidad al juicio, esto es, en la fide­lidad a la fe: «Lo que era para mí ga­nancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Se­ñor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3, 7-9).
Esta experiencia viva de Cristo y de nuestra unidad es el lugar de la es­peranza y es, por tanto, fuente del gusto por la vida; y, de este modo, hace posible la alegría; una alegría que no se ve obligada a olvidar o a censu­rar nada para tener consistencia; es la posibilidad de volver a tener ganas de que la vida cambie, del deseo de que la propia vida sea coherente, que, corresponda a lo que ella es en el fon­do, que sea más digna de la Realidad que tiene en sí.
En la experiencia de Cristo y de nuestra unidad cobra vida la pasión por el cambio de nuestra vida, que se ve continuamente provocada por esta conciencia nueva; es lo contrario al moralismo, porque no es una ley que cumplir, sino un amor al que adecuar­se cada vez más, una presencia a se­guir con todo nuestro ser, un hecho al cual entregarse completamente. «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a si mismo, como él es puro» ( 1 Jn 3, 3 ). Pero la carta a los Filipenses es todavía más apasionada: «No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, ha­biendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12). Entonces, el deseo de cambiar -deseo sosegado, equilibrado y, a la vez, apasionado­se hace una realidad cotidiana, sin ras­tro ni de pietismo ni de moralismo; un amor a la verdad del propio ser, un deseo -me decía uno de vosotros este verano- hermoso, pero, a la vez, in­cómodo, porque despierta una sed de algo más.
Estas observaciones casi furtivas llegan hasta el corazón de aquellos de nosotros que ya han empezado a se­guir este camino. En el fondo, es lo mismo que, en el prólogo de La Anun­ciación a Maria [ver a este propósito el n. 9 de esta revista], Pierre de Craon, el genio del pueblo, el cons­tructor de catedrales, aquel que lleva­ba en sí y expresaba el significado y el destino del pueblo, le dice a Violaine -la chica a la que amaba con toda la fuerza de su poderosa personalidad-, a la que era la belleza del pueblo: «Vivo en el umbral de la muerte y una alegría inexplicable hay en mi». Pierre de Craon expresa algo que muchos de nosotros ya han empezado a probar, algo que ya es parte de una experien­cia nueva: «Vivo en el umbral de la muerte», en el umbral de la mentira -que es peor que la muerte física-, en el umbral del mal y del dolor, de lo no-humano y, sin embargo, «una ale­gría inexplicable hay en mi».
No obstante, nosotros no somos del todo capaces de construir esta pre­sencia, estamos todavía sumidos en la confusión. Si estamos juntos es preci­samente a causa de ese acento de ver­dad que nos impactó cuando encontra­mos la comunidad. Lo que nos une es todavía algo pequeño y embrionario -aunque tenaz- porque está cons­truido a partir de la impresión que ese acento de verdad del encuentro que hemos hecho ha provocado en noso­tros. Todo sigue siendo germinal y debe ir madurando; si no, el Señor puede permitir que la tempestad del mundo se lo lleve. Ha llegado el mo­mento en que no podemos seguir re­sistiendo de esta forma, no podemos llevar adelante como cristianos la enorme cantidad de trabajo, de res­ponsabilidades y de fatigas a las que estamos llamados. No se aglutina a la gente con iniciativas; lo que une a la gente es el acento verdadero de una presencia, que es dada por lo que he­mos recordado antes, por la Realidad que hemos recibido y que llevamos dentro de nosotros: Cristo y su miste­rio hecho visible en nuestra unidad.
Entonces, siguiendo en la profun­dización de la idea de presencia, hace falta definir de nuevo lo que es nues­tra comunidad. La comunidad no es la agregación de gente mediante inicia­tivas; no es el intento de construir una organización de partido; la comunidad es el lugar de la construcción real de nuestra persona, de la maduración en la fe. El objetivo de la comunidad es generar adultos en la fe. El mundo tie­ne necesidad de adultos en la fe, no de profesionales, profesores o trabajado­res competentes, pues la sociedad está llena de gente competente y a todos ellos se les podría rebatir su capacidad de crear humanidad.
El método mediante el cual la co­munidad llega a ser este lugar de cons­trucción de la madurez en la fe para la persona está indicado por la prime­ra palabra que hemos empleado en la historia de nuestro movimiento y que hemos olvidado, aunque la repitamos, porque no la repetimos seriamente: la palabra «seguir». Dios creador y re­dentor, en la originalidad natural y en el misterio de la vida nueva que Cris­to ha traído, no conoce otro método para hacer crecer al hombre que no sea el método del seguimiento. «Ca­minando por la ribera del mar de Ga­lilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en la mar, pues eran pescadores, y les dice: -Venid conmi­go y os haré pescadores de hom­bres-. Y ellos, al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 18-20). «Jesús volvió, y al ver que le seguían les dice: -¿Qué buscáis?-. Ellos le respondieron: -Rabbí, que quiere de­cir "Maestro", ¿dónde vives?-. Les respondió: -Venid y lo veréis-» (Jn 1, 38-39).
Seguir significa ensimismarse con personas que viven la fe con mayor madurez, significa implicarse en una experiencia viva, que te transmite ( «tradit» - tradición) su dinamismo y su gusto por la vida; no es a través de sus razonamientos, o como resulta­do de un discurso lógico, sino casi por ósmosis, como se te contagia este di­namismo y este gusto por la vida: es un corazón que vibra con el tuyo; es el corazón de otro que empieza a mo­verse dentro de tu vida.
De aquí nace la idea fundamental de nuestra pedagogía de la autoridad. Son realmente autoridad para noso­tros aquellas personas que nos impli­can con su corazón, con su dinamismo y con su gusto por la vida nacidos de la fe. Entonces, esta autoridad real coincide con la definición de amistad. La auténtica amistad es la compañía profunda hacia tu destino, hacia el destino de tu rostro: la auténtica amis­tad no es cuestión de temperamento -puede haber uno más efusivo y otro más discreto y callado-; la auténtica amistad se percibe en el corazón mis­mo de la palabra y en el gesto de la presencia.
Nuestro aburguesamiento se per­cibe clarísimamente. El aburguesa­miento, en efecto, es la falta de radi­calidad con la que se vive la relación con Cristo; si fuera una percepción ra­dical, nuestra relación con Cristo juz­garía lo que somos, lo que hacemos, la vida de la comunidad, las noticias del periódico, el ambiente universitario, ... todo. Y lo juzgaría como el arado que surca la tierra para que la semilla penetre y dé fruto: el juicio de Dios es la renovación que el Espíritu engen­dra: de hecho, el Paraíso es el juicio fi­nal de Dios sobre el mundo. Es nece­sario que empecemos a tomar en se­rio la fe como algo operativo en la vida concreta, en el comer y en el be­ber, de tal modo que lleguemos a per­cibir la identidad entre la fe y lo hu­mano convertido en algo más autén­tico; pues en la fe lo humano se hace más verdadero, el hombre alcanza una proporción más auténtica frente a su destino. Así, por ejemplo, la relación hombre-mujer, vivida en la radicali­dad de la relación con Cristo, según la fe, se hace auténtica; y entonces sale a flote su exigencia de autenticidad y de unidad, de fidelidad y de permanencia en el tiempo. Nosotros estamos en contra del divorcio porque es una mentira de cara a la posibilidad del amor, a la capacidad de amar. De este modo, la vida, si se desarrolla según la radicalidad de la fe, es capaz de respe­tar a la persona y a la dignidad de su destino; por esto estamos en contra del aborto: si ya existe una vida hu­mana, aunque esté «escondida» en el seno de la madre, ésta es totalmente digna de respeto.
Todo esto debe hacerse realidad en nosotros: el tiempo nos es dado para esto; la búsqueda de lo verdadero es la aventura por la que el tiempo se con­vierte en historia, como decía san Pa­blo a los sabios del Areópago de Ate­nas, cuando señalaba que el único sen­tido por el cual todos los pueblos se mueven (y los movimientos de los pueblos que entonces eran las migra­ciones son ahora los movimientos ideológicos) es la búsqueda «a tientas» de Dios (Hch 17, 26-28).
Si volvemos a meditar estos pun­tos comprenderemos, incluso concre­tamente, nuestra opción merodológica: debemos ser presencia, debemos construir este trozo de humanidad nueva en camino allí donde estemos. Es por esto por lo que existimos, y no por otra cosa, pues para ser ingenie­ro, médico, para ser padre o madre de familia, no hubiera hecho falta el acontecimiento misterioso que nos ha alcanzado.
2 Nuestra tentación es la uto­pía. Entiendo por utopía algo considerado bueno y justo que hay que realizar en el futuro, cuya imagen y cuyo conjunto de valo­res son creados por nosotros.
Quiero resumir la historia de nues­tro movimiento. Nosotros hemos vi­vido estos últimos diez años en una impresionante provocación de tipo social y político, y esto nos ha condu­cido paulatinamente hacia la tentación de apoyar nuestra esperanza y nuestra dignidad en un proyecto generado por nosotros, sin que este proyecto expre­sase una profundización que se corres­pondiera con nuestra vida.
El comienzo de nuestro movi­miento es extremadamente significa­tivo: para encender una historia hay que contemplar su origen. En 1954 entramos en seguida en la escuela es­tatal, que todavía no era marxista -aunque los marxistas ya determina­ban el ambiente que se respiraba en muchas partes-, sino que era sustan­cialmente liberal y, por tanto, laica y anticristiana, al igual que la escuela marxista, que es su directa conse­cuencia.
Nosotros no entramos en la escue­la buscando un proyecto de escuela al­ternativo, sino que entramos con la conciencia de llevar lo que salva al hombre incluso en la escuela; lo que salva al hombre: lo que le hace autén­tico y da consistencia a su ansia de ver­dad; es decir, Cristo en nuestra uni­dad. A partir de la fuerza de esta pa­sión realizamos una interpretación nueva, -que entonces llamábamos revisión cultural- de los contenidos de la historia, de la filosofía, de la ciencia, de la literatura, que represen­taba para aquellos bachilleres una ver­dadera alternativa a la interpretación liberal-marxista que dominaba el con­tenido de las clases: realizamos un proyecto alternativo sin plantearnos el objetivo en cuanto tal. Nuestro ob­jetivo era la presencia.
La historia del movimiento empezó a oscurecerse en 1963 y 1964 hasta las tinieblas del 68, que pusieron de manifiesto las consecuencias de aque­llos cinco o seis años en los que el in­flujo de determinadas personas distor­sionó mucho la situación y convirtió en fin de la actividad, no la presencia en la escuela, sino un determinado proyecto social. De este modo, la den­sidad de la identidad misma de nues­tra presencia se perdió; solamente quedó un pequeño grupo, algo rígido, sin saber qué decir, mientras que el in­flujo determinante sobre la totalidad del movimiento de «Gioventú Studen­tesca» ( «Juventud Estudiantil» era el nombre del movimiento de CL antes de 1968; n.d.t.) fue destructivo. En 1968, frente a las propuestas sociales, culturales y políticas a las que no se supo responder por el nivel de inma­durez en que se estaba y, por otra par­te, sintiendo por aquellas propuestas una gran admiración -pues lo único que se admiraba en aquellos años era un proyecto cultural y político-, la mayoría se fue y traicionó.
¿A qué traicionó? A la presencia. El proyecto y la utopía habían susti­tuido a la presencia. Lo que había ocurrido desde 1963 hasta el cúlmen alcanzado en el 68 fue un proceso de adaptación y de cesión frente al am­biente: por tanto, una presencia reac­tiva y no una presencia verdadera y original.
En 1969, un pequeño grupo recu­peró la intuición, por fidelidad a su co­razón, de la idea inicial: debemos ser presencia, porque la comunión con Cristo y entre nosotros es la libera­ción; por tanto, tenemos que volver a hacer presente nuestra comunión. Sin embargo, la tensión política, cultural y social era tan poderosa, la provocación era tan violenta que, en seguida, tras esa intuición justa, se volvió más o menos a caer en dar primacía a un proyecto alternativo; esta vez, existía una conciencia de profundo arraigo en el misterio de nuestra comunión que, sin embargo, estaba enmascarada, des­de el punto de vista del método ope­rativo, por la fascinación y por la ur­gencia de un proyecto alternativo, como si quisiéramos demostrar que nosotros podíamos tener una utopía mejor que las otras. El gran Congreso de 1973 fue la expresión más palpa­ble de esta línea, la más equilibrada y potente; sin embargo, demostró que esa línea alternativa de trabajo social, cultural y político era para una élite, para una vanguardia, para unos pocos. Tanto es así, que los contenidos de aquel fascinante Congreso no fueron utilizados, fueron torpe e ingenua­mente repetidos, fueron ocasión para un intento aislado de algunos grupos. Mientras tanto, el desarrollo histórico de la sociedad había abandonado ya la vanidad y el vacío de las utopías del 68, pues lo que ellas habían levantado se había convertido nada más y nada menos que en un instrumento para una nueva hegemonía, más despótica y más homologante que la anterior. Y nosotros, desde hace ya dos o tres años, hemos venido diciendo que nos habíamos quedado solos a la hora de llevar adelante el espíritu del 68. Pero estamos jugando todavía en el terre­no de otros: así, si los demás ponen un cartel nosotros también ponemos un cartel. A veces debe ser así, pero es el modo con que nacen las iniciativas lo que debe llegar a estar claro.
3 La novedad es la presencia en cuanto conciencia de haber recibido algo definitivo, un juicio definitivo sobre el mundo, sobre la verdad del mundo y del hombre, que se expresa en nues­tra unidad. La novedad es la presen­cia en cuanto conciencia de que nues­tra unidad es el instrumento para el resurgimiento y para la liberación del mundo. La novedad es la presencia de este acontecimiento de afectividad y de humanidad nuevas, es la presencia de este principio del mundo nuevo que nosotros somos. La novedad no es la vanguardia, sino el Resto de Israel, la unidad de aquellos para los cuales lo que ha acontecido es todo y que es­peran sólo la manifestación de la pro­mesa, la explicitación de lo que está dentro de lo acontecido. La novedad no es un futuro que conquistar, no es un proyecto cultural, social y político. La novedad es la presencia. Pre­sencia no es dejar de expresarse: la presencia es también una expresión. Sin embargo, la utopía tiene como for­ma de expresión el discurso, el pro­yecto y la búsqueda angustiosa de ins­trumentos organizativos; mientras que la presencia tiene como modo de expresión una amistad operativa: ges­tos que comunican un sujeto distinto que vive y que afronta todo: las clases y el estudio, el intento de reforma de los planes de estudio y de la universi­dad entera; gestos de un sujeto nuevo que ame todo son gestos de humani­dad real; mejor aún: gestos de caridad. No se realiza una realidad nueva echando discursos y organizando pro­yectos alternativos, sino viviendo ges­tos de humanidad nueva en el presen­te. Claro está que estos gestos de caridad deben convertirse también -por ejemplo- en el intento de que exista gente en las Juntas de Facultad y de Administración que pueda ayudar humanamente a todos, y no a gente interesada sólo en un «carrerismo» político, ni a gente incapacitada para dicho compromiso. En resumen: en la utopía haríamos la «competencia» al mismo nivel y, en el fondo, con los mismos métodos de los demás; en la presencia opera la capacidad crítica: es decir, la capacidad de integrar todo en la experiencia de comunión que vivi­mos -en el sentido del Misterio que nos constituye, de la Realidad libe­radora-.
Frente a esta insistencia sobre la presencia, ¿en qué sentido interveni­mos en los problemas y en las necesi­dades de todos -ya sean privadas o bien públicas-? En la presencia ini­cial del movimiento en 1954 exiscía un interés profundo por los compañe­ros de instituto y, a partir de esa ex­periencia de amistad, se estuvo en condiciones de crear una gran estruc­tura de acción caritativa: mil personas iban cada domingo a los barrios de la Bassa de Milán, haciendo notables sa­crificios, no por un proyecto político, sino para compartir una necesidad. Luchar por algo que no existe aún es un sueño de lo más grande y, por tan­to, la causa más terrible de decepción en la vida, porque el hombre no es creador: el hombre colabora en la ma­nifestación de algo que Dios ya ha he­cho, como una semilla que se convier­te primero en planta, luego en flor y, por último, en fruto. La cuestión es­triba, precisamente, en plantar la se­milla: esto es la presencia. Sólo aque­llo que existe embrionariamente pue­de desarrollarse con el tiempo; el de­signio, el proyecto, está dentro de la semilla, dentro de lo que ya existe, dentro del misterio que somos y que saldrá a flote, por coherencia, a su tiempo. Esto supone una agudeza cul­tural, social y política, -agudeza que se ha puesto de manifiesto sobre todo en estos últimos años-, que hace que se nos considere una de las fuerzas po­líticas de Italia. Pero nuestra fuerza no reside en esto, sino en la conciencia del Misterio que tenemos; y si los de­más no consiguen comprender por qué tenemos el éxito que tenemos -aunque no seamos geniales, ni este­mos organizados, ni tengamos un apa­rato como el de otros- es porque no comprenden lo que todavía tampoco nosotros alcanzamos a comprender: el contenido y la fuerza de una presen­cia. Sin embargo, somos más potentes cultural y políticamente que cuando íbamos a la Bassa en 1956 o en 1958, porque el proyecto está contenido en la semilla que es Cristo en nosotros, en la semilla que es nuestra unidad misteriosa y real: y, con el tiempo, sale a flote el designio. Es lo mismo que le pasó a la primitiva cristiandad: entró en el mundo no para cambiar la filo­sofía, sino para hacer presente lo que ella era, para hacer presente a Cristo compartiendo todo con todos, incluso la filosofía. Y así, a lo largo de los si­glos, en los monasterios, en las escue­las y en las universidades, se constitu­yó una nueva filosofía y una nueva cultura.
Por tanto, la presencia está llena de expresividad; penetra y vive en cada situación particular; pero esta si­tuación ya es nuestra, porque es de Cristo, y nos pertenece incluso si, blas­femando, se niega a aceptarlo. Esta posesión profunda irá manifestándo­se a través de nuestra historia. Los cristianos fueron encarcelados, marti­rizados y marginados durante tres si­glos: la historia no está determinada en sus tiempos por nosotros; nosotros podemos determinar la presencia, esta adhesión total al Infinito que llevamos dentro y que se expresa ya desde el primer momento como humanidad nueva, como amistad, como comu­nión. «No temas, pequeño rebaño, yo he vencido al mundo» (Lc 12, 32). «Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe». Nuestra fe, ¿necesitará de siete, ocho, nueve siglos para que todo el mundo universitario esté nuevamente impregnado de la presencia cristiana? No son estos los cálculos que podemos hacer. Y la uni­versidad nos interesa en esta edificación de nuestro sujeto, no para decir «hemos ganado». Este sujeto es a la vez yo mismo y la unidad con voso­tros, la persona y la unidad en Cristo. Es, como dice el capítulo 37 del libro de Ezequiel, el campo de huesos y el Espíritu creador que sopla sobre ellos; aquellos huesos se mueven, se articu­lan entre sí y sobre aquellas articula­ciones nace un cuerpo y en el cuerpo entra el alma. Cada uno es creado de nuevo y se crea un pueblo al mismo tiempo, en el mismo e idéntico gesto.
Debemos abandonar aquella inter­pretación ideológica de la vida univer­sitaria que produce un trabajo angus­tioso y agotador, pesado y amargo, a causa del cual muchos se alejan de no­sotros; nadie se aleja de una humani­dad nueva, excepto en el caso de que se rebele diabólica y ferozmente.
Lo que he subrayado es una preocupación de método: no nos exime de una responsabilidad. He indicado lo que debe suceder para que se dé un trabajo mayor, una incidencia mayor y cada vez más gozosa, y no un agota­miento y una amargura que cree la di­visión entre nosotros. La tarea que nos espera es la expresión de una pre­sencia consciente, crítica y sistemáti­ca: esta tarea implica un trabajo. El trabajo de situar la propia identidad dentro de la concreción de la vida. Mi identidad, en cuanto que penetra la concreción del vivir -esto es, en cuanto que está inserta en la condición existencial- se pone en acción y rea­liza un trabajo. Si yo voy en el coche y tengo que llegar pronto a un sitio y en medio de la carretera hay una pie­dra que no me deja pasar, entonces mi «identidad de automovilista» se con­vierte en trabajo: me paro a un lado, cojo la piedra y la aparto.
Si es ésta la primera cosa que hay que decir sobre el trabajo -que el mé­todo es hacer presente nuestra identidad y afirmar lo que hemos recibido y llevamos en nosotros- la segunda cosa que hay que decir es que todo lo demás vendrá dado por sí solo. El fin con el que ir a la universidad es el de crear nuestra comunión allí dentro; lo demás vendrá dado. «Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Y, en este sentido, nace una ironía en nosotros, porque todas las tentativas de cara al ambiente que nacen como consecuencia son frágiles, reformables, cambiables. La conse­cuencia está llena de ingenio, pues nos permite ser libres de ella. La presen­cia, tal y como la hemos descrito, libe­ra de la inevitable pretensión sobre las formas que nuestro actuar asume. La presencia se pone en juego a través de tentativas llenas de ironía y no de ci­nismo; la ironía es lo contrario al ci­nismo, porque nos permite participar de la realidad (el cinismo nos separa de la realidad), pero con un cierto de­sapego, percibiendo su fragilidad; y con paz, pues está llena de pasión por el ideal ya presente. Esto nos permite ser ágiles para cambiar mañana lo que hemos hechos hoy y libres respecto a lo que hacemos y a las formas que ne­cesariamente damos a nuestras ten­tativas.
El trabajo en la condición univer­sitaria, desde un punto de vista global, debería ser el de volver a definir la ta­rea que la universidad tiene y vive. Y ese trabajo depende del modo con que nuestra presencia pueda «reaccionar» -en el sentido químico de la pala­bra- en la universidad ante aquello y por aquello por lo que la universidad existe: el estudio, la docencia, las rela­ciones con los demás, la administra­ción, la actividad política ... todo. Hará falta una larga historia -como pasó con la cristiandad, que tuvo que espe­rar siglos y siglos para crear las uni­versidades-, para que esto se vaya definiendo; pero nuestro «programa» no es otro que la presencia de lo que somos, pues nuestro «programa» sir­ve para el presente y habrá de ser una larga historia la que -sacando las conclusiones y las realizaciones de nuestra fidelidad- dé la capacidad, en un cierto momento, de volver a for­mular una imagen. Pero se dará a su tiempo, sin ninguna pretensión ago­tadora e infecunda, sin impaciencia ni desesperación.
Nuestro programa es la presencia de lo que somos, un fragmento de hu­manidad alcanzada -«rocada»- y transformada por Cristo, pueblo nue­vo que camina, empujado por la mis­ma energía que resucitó a Cristo. Es esta energía la que está moviendo la historia y la que la lleva desde dentro (y sólo nosotros estamos predestina­dos para ver su signo) hacia su desti­no, que es la total manifestación de Cristo.
La universidad, ¿qué es sino la ex­presión crítica y sistemática de una ex­periencia de pueblo, mejor aún, de una experiencia social? Nuestra presencia colabora en la nueva formulación de la universidad -precisamente en la afirmación y en la profundización de su propia realidad de pueblo nuevo-, a través de la paciencia en el tiempo. En este trabajo, toda presencia y la presencia de cada uno es un factor de cultura; es decir, un factor de movili­zación en la historia y en el tiempo para una correcta definición de las co­sas. Incluso una presencia balbucean­te y frágil en cuanto a capacidad de ac­ción o de expresión teórica -como planteamiento- la presencia de cual­quiera, incluso la del más pobre -psi­cológicamente hablando- entre no­sotros, sirve.
La universidad de ahora es la ex­presión crítica y sistemática de una ex­periencia de sociedad atea, profunda­mente contraria a Cristo y al sentido religioso, que es el alma de cada hombre. Por tanto, si nuestro programa es hacer presente nuestro pueblo nuevo, nuestra unidad y nuestra madurez de fe, nosotros no podremos vencer, pues seremos combatidos y marginados en todos los sentidos. Pero esto no quita la posibilidad de una indomabilidad gozosa que la fe da, porque «ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». Y tenemos conciencia de esto por­que la victoria ya habita en nosotros, y el signo es esta unidad que el mun­do no logra destruir, que este mundo astuto no consigue detener.
Iremos desarrollando las implica­ciones de este planteamiento de tra­bajo, pero el punto de partida no es un planteamiento, un proyecto o un esquema organizativo, sino una reali­dad nueva y presente en la que viva un deseo encendido y un corazón ver­daderamente humano: la presencia de una realidad nueva; no importa que sea de cinco o de quinientas personas.
Todo está en esta realidad que he­mos recibido y llevamos en nosotros; sólo debemos, de ahora en adelante, ayudarnos con toda el alma a no trai­cionar esto.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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