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Huellas N.10, Febrero 1988

MAESTROS

Edith Stein, la sed de verdad

Susana Torreguitard

El primero de mayo del pasado año, Juan Pablo II ha beatificado a Edith Stein, la mujer que en la primera mitad de este siglo ha concluido su itinerario del ateísmo a la fe, del judaísmo al cristianismo, de la cátedra de Filosofía a la clausura del templo, atravesando -por el definitivo pasaje de la tierra al cielo-, el campo de concentración y las cámaras de gas de Auschwitz como última prueba del martirio

Husserl, el maestro
Edith, la hija decimoprimera y última de una pareja de esposos judíos, nace en Breslau (entonces perteneciente a Alemania; actual­mente es la ciudad polaca de Wro­claw), en 1891. Huérfana de padre desde los dos años es el coraje y la fe de su madre -mujer totalmen­te apegada a su tradición hebrea- ­la que saca adelante a sus hijos. Edith es una chica indepen­diente y de inteligencia particular­mente viva, que a los quince años abandona la fe en la cual fue edu­cada porque no le conducía a creer en la existencia de Dios. Toda su adolescencia se orienta al culto de la verdad (entendida como de­sarrollo del conocimiento) y a la defensa de la dignidad de la mu­jer. Se matricula en la facultad de Filosofía de su ciudad, pero pron­to se traslada a Gotinga, donde hace el primer encuentro determi­nante de su vida con el filósofo Edmund Husserl, fundador de la Fenomenología. Se siente impre­sionada por la rigurosa honestidad del pensamiento del Maestro. Husserl llega a estimarla tanto que la nombra su asistente, sien­do ella la encargada de ordenar y sistematizar los apuntes del Maes­tro. Mérito de Hussrel es educar a sus discípulos en su célebre prin­cipio de adhesión a la verdad de las cosas, adherirse a los fenóme­nos así como estos se presentan; así, afirma: «La verdad es un ab­soluto, (...) no depende de lo que uno piense. (...) Es necesario par­tir de la experiencia, describirla antes de quererla explicar».
Ella asume esta honestidad in­telectual, y en su tensa atención a la realidad va descubriendo y to­mando relación con el hecho reli­gioso. Junto a muchos aconteci­mientos de carácter general -como el encuentro con el neo­converso Max Scheler, dos años de experiencia en el frente como en­fermera durante la Primera Guerra Mundial, etc.- dos serán los episodios para su conversión.

LOS PASOS HACIA LA CONVERSIÓN
En Gotinga había conocido a un joven profesor, Adolf Reinach, brazo derecho de Husserl para el contacto con los estudiantes, que le había impresionado mucho por su bondad y sensibilidad. Edith se había convertido en amiga de Adolf y de su esposa, pero en 1917 su amigo muere combatiendo en Fiandre. Su joven viuda le pide a Edith que le ayude a clasificar los escritos filosóficos de su marido en vistas a una publicación pós­tuma.
Ella sintió una profunda inco­modidad al pensar que debía vol­ver a aquella casa que había cono­cido cuando estaba llena de belle­za y felicidad, convencida de que la encontraría profundamente hun­dida en el luto y en la desespera­ción. Sin embargo, encontró una atmósfera de increíble paz y vio a la amiga con el rostro marcado por el dolor, pero, a la vez, como transfigurado. Ésta le cuenta su bautismo y el de su marido pocos meses antes: «No tiene importan­cia, no pensamos en el futuro; una vez en comunión con Cristo, te conducirá donde Él quiera; entra­mos en la Iglesia, no podíamos es­perar más». Edith escuchaba aquel relato de amor y observaba aque­lla paz: «Fue aquel mi primer en­cuentro con la Cruz, con aquella fuerza divina que la Cruz da a aquellos que la llevan. Por prime­ra vez vi aparecer de una forma clara a la Iglesia, nacida de la pa­sión de Cristo y victoriosa sobre la muerte. En ese mismo momento mi incredulidad cedió, el judaísmo empalideció a mis ojos, mientras se levantaba en mi corazón la luz de Cristo. Es ésta la razón por la cual al tomar el hábito de carme­lita he querido unir mi nombre al de la Cruz».
Durante cuatro años este hecho trabajó en el interior de su con­ciencia hasta llegar a alcanzar la máxima claridad y consciencia de­bido a otro determinante episodio. Durante el año 1921, Edith vivió en la casa de otro matrimonio de amigos convertidos al protestantismo. Una tarde que los dos es­posos tuvieron que ausentarse, de­jaron la biblioteca de la casa a su disposición. Aquí esta la narración de lo que sucedió: «Sin elegir, cogí el primer libro que cayó entre mis manos. Era un grueso volumen que llevaba el título de «Vida de Santa Teresa de Ávila, escrita por ella misma». Comencé a leer y quedé tan presa de esta obra que no paré hasta terminar de leer el libro. Cuando lo cerré, me vi obli­gada a confesarme a mí misma: ¡Ésta es la verdad!».
Pasó la noche entera leyendo; por la mañana, fue a la ciudad a comprar un catecismo y un misal; los estudió a fondo y otro día asis­tió a la primera misa de su vida: «Nada me pareció oscuro, com­prendí incluso la ceremonia más pequeña. Al terminar, seguí al cura a la sacristía y después de un breve coloquio le dije que quería el bautismo. Me miró con gran sor­presa y me dijo que era necesaria cierta preparación para la admi­sión en el seno de la Iglesia. "¿ Desde cuándo sigue las ense­ñanzas de la fe católica?" -me preguntó -Y "quién la instruye"; yo, por toda, respuesta llegué a balbucear: "La pido, reverendo Pa­dre; me pregunto por ella"».
Después de un examen en pro­fundidad, el cura reconoció que no había ninguna verdad de la fe en la que no estuviese instruida. El bautismo fue fijado para principios de 1922 y en aquella ocasión cambió su nombre por el de Te­resa.

EL CHOQUE CON LA FE DE SUS PADRES
La conversión señaló un pro­fundo desgarro entre Edith y su madre, que no alcanzaba a com­prender por qué su hija no había regresado al Dios de sus padres. La decisión de Edith jamás fue aceptada por su madre; en la rela­ción entre madre e hija, toda la pa­sión y el sufrimiento que unen y separan judaísmo de cristianismo están representadas como un ico­no viviente.
Como muestra, está el relato de Edith del último día que pasó con su madre antes del ingreso en el convento carmelita. Era el 12 de octubre de 1933; se celebraba la fiesta judía de la Expiación; Edith para complacer a su madre, le dice que el primer período del monas­terio es sólo de prueba:
Si tú haces una prueba-dice la madre sufriendo- estoy segura de que la superarás. ¿No era bella la predicación del rabino?»
- «Si»
- «También en la fe judía se puede ser religioso, ¿no te pa­rece?»
-«Si cuando no se ha conoci­do otra cosa»
-« Y tú
-replicó desolada- ­¿por qué lo has conocido? No quiero decir nada en contra de Él, era realmente un hombre muy bueno; pero, ¿por qué ha querido hacerse Dios?»
«Por la tarde -recuerda Edith-, mi madre y yo estábamos solas en la habitación; ella se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Me puse detrás de ella y estreché en mi seno su cabeza blanca; permanecimos largo rato así hasta que la convencí de que se fu era a la cama. La llevé allí y la ayudé a desvestirse por primera vez en mi vida. Después perma­necí todavía sentada en su cama, en silencio, hasta que ella misma me mandó ir a dormir.»
Solamente en los últimos tiem­pos de la vida de su madre, en las cartas que ésta mandaba a Edith incluía un saludo para su priora como única prueba de compren­sión. Edith la escribió todos los viernes hasta el día en que murió mientras ella pronunciaba sus vo­tos. Dice Edith: «Cuando llegó el turno de renovar mis votos, mi madre estaba conmigo; lo he sen­tido claramente, ella estaba cerca.» Después de pasado algún tiempo, un telegrama anuncia la muerte de la anciana señora, sucedida a la misma hora en la que la hija re­novaba su oferta a Dios.
Regresando al momento de su bautismo, hay que señalar que para Edith la vocación al bautismo y al Carmelo coincidirán con abso­luta certeza desde el primer mo­mento. Su director espiritual es quien le impide concretar inmediatamente su vocación claustral, alegando que ella tenía una tarea insustituible que desarrollar en el mundo.

SU TRABAJO DE INVESTIGACIÓN Y EL ADVENIMIENTO DEL NAZISMO
Los primeros diez años de su conversión los pasó siendo maestra en un instituto, llevando una vida muy reservada, casi monásti­ca; además, estudiaba la tradición filosófica católica, en particular a santo Tomás, con la intención de parangonar la obra de éste con el pensamiento fenomenológico, realizando una traducción y un co­mentario de «De Veritate» de Santo Tomás, estando considerado éste como una obra de arte. Simul­táneamente, comienza a reelabo­rar su propio pensamiento y a pu­blicar obras científicas. Entre 1928 y 1931 participa en numerosos congresos y lleva a cabo una inten­sa actividad como conferenciante por toda Alemania. En 1932 con­sigue ser nombrada profesora en el Instituto Superior Germano de Pedagogía Científica de Münster.
No había pasado ni siquiera un año de su nombramiento cuando Hitler impuso el alejamiento de los judíos de cualquier cargo pú­blico.
Edith ya no tiene ningún mo­tivo para seguir en el mundo y se le concede la licencia para entrar en el monasterio, donde sólo es juzgada por su notable capacidad en la realización de trabajos ma­nuales.
Se da una coincidencia: 1933 fue el año en que el III Reich co­menzaba su ascensión demoníaca y, a la vez, el Año Santo de la Re­dención, mil novecientos años desde la muerte de Cristo; tam­bién fue el año en que Edith en­tró en el monasterio. Éstas son sus palabras: «Era la vigilia del pri­mer viernes de abril en ese Año Santo. La pasión de Nuestro Se­ñor Jesucristo estaba siendo con­memorada con la máxima solem­nidad. A las ocho de la tarde nos unimos para la hora santa en la ca­pilla del Carmelo (...). El predica­dor hablaba muy bien (...). Pero mi espíritu estaba ocupado en otra cosa más intima que sus palabras. Me volví hacia el Redentor y le dije que sabia bien cómo era su Cruz que en ese momento caía sobre las espaldas del pueblo judío. La mayor parte de ellos no fo supo comprender; pero aquellos que tu­vieron la gracia de entenderlo de­bieron aceptarlo plenamente con su voluntad en nombre de todos.
Me sentía preparada y pedía al Señor solamente que me hiciese ver el modo de hacerlo.
Terminada la hora santa, tuve la íntima certeza de haber sido es­cuchada, si bien no sabía todavía qué era lo que debía formar parte de aquella cruz que yo debía car­gar
».

SU OFRECIMIENTO POR LA VERDADERA PAZ
Cuando las SS la sacaron del convento, reordenando sus cartas encontraron una imagen sobre la que había escrito el acto de ofreci­miento de su vida para la conver­sión de los judíos. Y ya en el do­mingo de Pasión de 1939, ella pi­dió a su priora el permiso de ofre­cerse al corazón de Jesús como víc­tima expiatoria por la verdadera paz: «Lo deseo porque ya es la duodécima hora (...). Sé que no soy nada, pero Jesús lo quiere y Él un día llamará seguramente también a muchos otros».
Todavía antes, en 1938, en una carta escribió: «Estoy segura de que el Señor ha aceptado mi vida por todos, pienso en la reina Es­ther que fue elegida entre su pue­blo para interceder delante del rey por ese pueblo. Yo soy una peque­ña Esther, pobre e impotente, pero el Rey que me ha elegido es infinitamente grande y misericor­dioso, y esto es un gran consuelo
Sus superiores juzgan que su capacidad debe todavía se aprove­chada y le piden que continúe su actividad científica. Reescribe, así, toda su obra filosófica de nuevo, más de mil páginas que los edito­res, por miedo, se niegan a impri­mir; se titula «Ser finito y Ser eterno».
En 1938, cuando el nazismo se vuelve más furioso, piensan en salvarla trasladándola al monaste­rio holandés de Eche. En 1939 co­mienza la Segunda Guerra Mun­dial.
Los superiores le piden a Edich que escriba un libro sobre el pen­samiento y la experiencia de san Juan de la Cruz, ya que pronto se iba a celebrar el centenario de su nacimiento. Ella obedece con ale­gría y titula a la obra «Scientia Crucis».

LA DEPORTACIÓN Y EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN
En 1942 comienzan las depor­taciones en masa de los judíos y, a pesar de las protestas y esfuerzos del Episcopado holandés para ga­rantizar la seguridad, al menos, de los judíos conversos, no pueden impedir la deportación de todos los judíos; así, el 2 de agosto de ese mismo año, las SS se presentan en la puerta del monasterio de Echt con una tanqueta para prender a la «monja judía». Le quedan pocos minutos; sobre la mesa, la «Scen­tia Crucif» está casi terminada; la obra se encuentra escrita hasta el momento en que se describe la muerte de san Juan de la Cruz. Edith escribe una misiva dirigida a la madre priora en la que le pide que renuncie a cualquier tentativa para su liberación. En ella, escri­be: «Yo no haré nada más sobre este asunto. Estoy contenta por todo. Una«Scentia Crucis» [«Ciencia de la Cruz»] sólo se pue­de adquirir sintiendo el peso de la cruz en toda su gravedad. De esto yo estaba convencida desde el principio y he dicho de corazón: Ave crux, spes unica [Salve cruz, única esperanza]
Ya en Auswitch consta el tes­timonio de un comerciante judío de Colonia, que la conoció en el campo de concentración y que pudo después escapar de la matan­za: «Se distinguía por su compor­tamiento lleno de paz y su actitud siempre sosegada, serena. Los gri­tos, los lamentos, el estado de an­gustiosa sobreexcitación de los re­cién llegados era indescriptible. Sor Benedicta -adoptó el nombre de Teresa Benedicta- siempre es­taba con las mujeres como un án­gel consolador, calmando a unas, curando a otras. Muchas madres parecían haber caído en un estado de postración próximo a la locura; estaban como idas, gimiendo y ol­vidándose de sus hijos.
Sor Benedicta se ocupó de los niños pequeños, los lavó, los pei­nó y les procuró el alimento y los cuidados indispensables. Durante todo el tiempo en el que estuvo en el campo dispensó a su alrededor una ayuda tan llena de caridad que cuando pienso en ello me emo­ciono
».
«¿Qué le sucederá ahora?», le había preguntado el comerciante a aquella hermana llena de· caridad. Y su respuesta fue: «Hasta ahora, he podido rezar y trabajar; espero poder rezar y trabajar todavía».
Entre el 8 y el 11 de agosto de 1942 Edith Stein -Teresa Bene­dicta de la Cruz- unió su sacrifi­cio al de Cristo en una cámara de gas de Auschwitz.

Extracto de un artículo de A. Sicari en la revista teológica in­ternacional Communio, n2 94 (septiembre-octubre 1987).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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