Como premisa, es necesario darse cuenta de lo pesada que es la herencia dejada en los estados asiáticos por la secular presencia colonial y neocolonial. Subrayaremos en particular dos aspectos. Ante todo, la definición geográfica de los estados se basa en la mayoría de las ocasiones en los territorios conquistados por los países colonizadores y no sobre una real pertenencia cultural y territorial: este factor provoca, entre otras cosas, un permanente estado de conflicto de carácter étnico que a menudo implica las respectivas identidades religiosas. En segundo lugar, las formas de gobierno que encontramos en Asia son copia de las respectivas formas nacidas de la concepción de Estado moderno tal como se han desarrollado en Europa: la consecuencia es que en muchas ocasiones el Estado se encuentra en abierto conflicto con las aspiraciones más auténticas de la población.
Dicho esto, se pueden señalar al menos tres filones fundamentales por lo que respecta a la actitud de los estados en relación a la libertad religiosa.
Estados que profesan el ateísmo: en la práctica, son los que han asumido el marxismo como fundamento de la construcción social; encontramos la versión dominante en China, la filosoviética en la península indochina (bajo el control vietnamita), y por último Corea del Norte. Aunque últimamente se ha hablado mucho de apertura, de flexibilización del sistema, la realidad es que la persecución (bajo diversas formas) está siempre viva. El fin declarado de estos gobiernos es la eliminación de la religión; en realidad se habla en términos más elegantes de la superación de la época en la que el hombre siente todavía necesidad de la religión. La estrategia comunemente seguida es la de intentar englobar a las religiones en el plano de la construcción del socialismo, vaciando así el contenido mismo de la experiencia religiosa. Hay además estados que han elegido la vía confesional: ejemplos de ello son Bangladesh y Pakistán, ambos miembros de la Conferencia de Países Islámicos. En este caso, la vida social se encuentra completamente regulada por normas religiosas, pero los efectos muestran que esto no genera una verdadera libertad religiosa; al contrario: allí donde una minoría religiosa se revela demasiado numerosa (es el caso de los hindúes en Bangladesh) se generan numerosas tensiones. Tenemos que recordar, sin embargo, que en estos casos el origen de las incomprensiones es sobre todo de carácter étnico.
A mitad de camino entre estas dos categorías, podríamos situar tal vez la Birmania del general Ne Win, el cual ha ideado «la vía birmana al socialismo», una especie de sincretismo entre principios marxistas y budistas: también en este caso los efectos se revelan desastrosos.
Están por fin los estados que, aun reconociendo el valor de las religiones, toman distancias respecto de ellas, y tratan fundamentalmente de evitar los conflictos. Aquí podemos incluir tanto a países artífices del gran boom económico (Japón, Corea del Sur, Hong Kong, etc.) como a los países en vías de desarrollo (Filipinas, Malasia). Lo que sucede a veces en estos casos, es que un cierto «indiferentismo» lleva a los gobiernos a ceder a las presiones del más fuerte: ejemplo típico es el de la India, donde un pujante fundamentalismo hindú es el origen de notables episodios de discriminación tolerados e incluso facilitados por la conducta de los gobiernos.
Pero el punto común entre todas estas realidades es una no aceptación de fondo de la religiosidad como estructura misma del hombre. Más bien prevalece el miedo al «hecho religioso» como desestablizador para cualquier poder. De aquí proviene la necesidad de controlar el fenómeno de un modo u otro.
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