El mundo de 1988 es un mundo donde las grandes ideologías que han dividido
a la humanidad han caído. «Time», la famosa revista americana, dedica su portada a Gorbachov como «héroe del año». El marxismo y el nazismo han sido derrotados como utopías revolucionarias. Sin embargo, la pretensión de autonomía del hombre -como ha recordado Juan Pablo II en su homilía de Navidad-, de l a que incluso aquellas utopías habían nacido, hoy se presenta a cara descubierta: es la ideología del humanitarismo y de un obtuso optimismo democraticista.
sin Cristo
Por parte del cristianismo, se nota en estos últimos decenios más que nunca la invasión de un pensamiento no-católico dentro del mismo catolicismo; invasión tanto más grave cuanto más pasa desapercibida o es favorecida por la inteligentsia dominante. Ésta fue la percepción que ya tuvo el Papa Montini, sobre todo en los últimos años de su pontificado, como recuerda Jean Guitton en su «Pablo VI secreto».
Se trata de una reducción en el modo de percibir y de vivir la naturaleza misma del Hecho cristiano. Y para darse cuenta de la envergadura de esa «invasión» basta con ojear gran parte del panorama católico actual. Existe un modo de hablar de «moral», de «ética», e incluso de «cultura» o de «religión» que parece atribuir a estos términos, considerados abstractamente, un valor de salvación autónomo para la vida del hombre concreto, prescindiendo del encuentro con el Acontecimiento de Cristo. Así, la afirmación de que Jesucristo es el redentor del hombre y el centro del cosmos y de la historia es percibida, incluso dentro del catolicismo, como la
«opinión» de quien lo cree y no como verdad objetiva, «católica», que, en cuanto tal, implica un juicio sobre la condición humana y, por tanto, sobre la posibilidad de verdadera esperanza y de dignidad moral para todo hombre. De este modo, la fe sería la opinión, incluso respetable, de algunos, mientras que ética y cultura serían válidas para todos.
Se comprende la naturaleza profunda de ese tipo de razonamiento cuando nos remontamos al origen cultural de la época moderna: el esfuerzo, ambicioso pero ilusorio, de proponer y de vivir ciertos «valores cristianos comunes» (fraternidad, igualdad, paz...) separados de la Presencia real e histórica del Ministerio de Cristo.
Como si fuese posible separar las ramas del tronco, pretendiendo a la vez continuar alimentándose de su frutos seculares (a este propósito ver, en este mismo número, las entrevistas a Del Noce y Clément).
Así, en este final de los años '80, la impresión que se tiene es la de un cierto cristianismo que, por una parte, ha perdido la ocasión del «ocaso de las ideologías» y se está ajustando a los buenos sentimientos y a las buenas acciones, ofreciendo su cobertura, con discursos más o menos humanitarios, al vacío dominante. Pero, por otra parte, se difunde la convicción de que la comunicación de la fe es una consecuencia del buen funcionamiento de las instituciones (eclesiásticas y estatales), y no, como en realidad es y siempre ha sido, una consecuencia de la existencia de personas creyentes; esto es, de un movimiento cuyo nacimiento tiene lugar en la realidad más «poca cosa», más desprovista y desarmada frente al Poder que puede existir: la persona. Pues la cuestión eminente del cristianismo, hoy como hace 2000 años, es el acontecimiento de un hombre nuevo que por su naturaleza se convierte en protagonista en el escenario del mundo.
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