(Apuntes de una conversación de trabajadores de CL, en el mes de mayo de este año, en Cubas de la Sagra, Madrid).
Puntos de referencia para una presencia en el mundo del trabajo
El clima dominante nos hace mirar al trabajo de una forma reducida; por ejemplo, como una forma de producción, como una tarea inevitable, como un destino de esclavitud, o bien como un derecho (justo, desde luego) que se convierte en pretensión, o como un deber moralista.
Es preciso guarecerse de estas reducciones y empezar por otra afirmación: el trabajo es una necesidad para el hombre.
Las necesidades -de trabajo, de amistad, de belleza, de justicia, etc.- aparentemente apuntan hacia aspectos particulares; sin embargo, de hecho, traducen aquel impulso infinito que está hecho de exigencias, deseos, evidencias y proyectos fundamentales que nacen del «corazón» del hombre y que lo empujan a realizarse en su yo, en su persona total (entera).
Toda respuesta particular a cualquier necesidad deja un fondo de insatisfacción en el hombre cuando él no percibe una correspondencia con la totalidad de su persona y cuando no experimenta un progreso en el camino hacia su destino.
Lo que convierte en infinitos e irreductibles los deseos del corazón humano es el hecho de que en él existe algo que no viene de su nacimiento material, biológico, sino que viene directamente de Dios. Este «algo» es aquella apertura al Infinito que es connatural en el hombre, es el «hambre» y la «sed» que ninguna cosa material puede llenar. Es el sentido religioso.
El sentido religioso es el factor más profundo de todas las necesidades humanas y, por tanto, también del trabajo:
a) El sentido religioso realiza la unidad del hombre que trabaja, lo realiza en su totalidad, por lo que ya no se siente dividido y fragmentado, ya no se siente tratado como una pieza en un engranaje. Por esta razón, todo gobierno que sea meramente tecnócrata frente a la convivencia humana y en la economía, ejercerá una violencia en contra del hombre, pues lo reducirá a una pieza de análisis o a parte de un aparato productivo.
b) El sentido religioso realiza la unidad entre los trabajadores, es decir, puede unirlos verdaderamente. En efecto, el sentido religioso nos reclama al hecho de que los hombres tienen un origen y un destino común, y sobre todo, recuerda que tienen un mismo corazón, esto es, la misma estructura de deseos y exigencias fundamentales.
El sentido religioso hace que se supere la división de los papeles (roles) productivos y genera la capacidad de compartir, hasta el punto de posibilitar que empresarios y desempleados se unan (como, por ejemplo, en los «Centros de Solidaridad» [véase, en este mismo número, el artículo dedicado a ellos]).
c) El sentido religioso crea un movimiento. En la sociedad y en el mundo del trabajo (convertido en estático por parte del poder y completamente bajo su control) nace algo irresistiblemente móvil y creativo, algo no tranquilo (que siempre provoca un poco de miedo en quien necesita no ser molestado). Un movimiento que reivindica que el protagonista de la existencia y de la historia es el mismo hombre en su totalidad original.
Este movimiento vive la tensión hacia el cambio de la sociedad y de sus estructuras, para convertirlas en más correspondientes a la imagen auténtica del hombre y a la auténtica medida de sus exigencias.
Se trata, ante todo, de construir lugares, ámbitos -comunidades- donde el hombre sea educado en la verdad de sí mismo.
Y al hombre se le puede encontrar en el conjunto de sus necesidades concretas: el «movimiento» hace que se tomen en serio estas necesidades y que se construyan estructuras concretas de respuesta a estas necesidades (como, por ejemplo, los «Centros de Solidaridad», las nuevas formas empresariales, las escuelas-trabajo, las cooperativas). Así, el sentido religioso empuja en la construcción de obras, crea un movimiento de obras.
La primera de todas las obras es la presencia en el ambiente humano de trabajo donde uno se encuentra y la creación allí del movimiento.
Allí donde esa presencia se expresa con generosidad, constancia e imaginación, y si encuentra una cierta disponibilidad, entonces el trabajo ya no es como antes. La oficina sigue siendo la que era antes; sin embargo, el propio trabajo se hace más humano.
Así, como ha recordado Juan Pablo II: «El trabajo es el uso del mundo en función del destino de felicidad de la persona. Esta conciencia de la realización de la verdad de la propia persona y del camino hacia el destino convierte el trabajo cotidiano en algo mucho más lleno de alivio, de gusto y de alegría».
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