Muchos han sepultado el Sínodo antes de su comienzo. Nada más fácil que lanzar algunas frases divertidas al aire para poner sordina a este gran acontecimiento eclesial; y si puede ser mediante los tópicos al uso, mejor todavía.
Sin embargo, quien viva la Iglesia como el lugar donde continuamente se despliega la energía del Espíritu para construir una humanidad nueva, no puede ser insensible al significado de esta Asamblea. Quienes hablan de que todo está «atado y bien atado» antes de que comiencen las sesiones, debieran examinar con más cuidado algunos aspectos que quizás pasan desapercibidos a priori.
Quienes esperan de este Sínodo un reajuste de parcelas de poder dentro de la Iglesia, no pueden sino quedar defraudados. Por el contrario, se trata en esta ocasión de revitalizar el hogar eclesial, de recentrar las energías suscitadas en la Iglesia sobre lo que en ella es más sustantivo: la misión entendida como el anuncio gozoso de la fidelidad de Dios con el hombre, que se ha hecho carne en Jesucristo y que perpetúa su operatividad a través del cuerpo eclesial presente en medio de la historia.
¿Qué tiene que ver todo esto especialmente con el laico? Ante todo, que la situación objetiva del laico permite trasparentar mejor la noción de la Iglesia como el dilatarse por todo el mundo de un acontecimiento capaz de generar un pueblo, capaz de hacerse presencia encontrable para todo hombre y en todo tiempo. En segundo lugar, que es imposible mantener una adecuada tensión misionera, una modalidad evangelizadora que afronte la cultura de nuestro tiempo, sin el concurso del pueblo de Dios entendido como tal. Más aún: el primer y más expresivo contenido de la evangelización es la evidencia de una unidad inexplicable para el hombre, y sin embargo, presente; por supuesto, no una agregación meramente sociológica, estructurada alrededor de algunos «lugares» preestablecidos y aceptados, sino una unidad en la que están comprometidas la libertad y la responsabilidad de cada uno.
Es en este sentido en el que cobra profunda importancia el papel revitalizador de los movimientos eclesiales. Precisamente porque ellos muestran de un modo más expreso lo que es vocación de toda la Iglesia: ser el instrumento a través del cual Cristo mueve a cada hombre y al mundo hacia su destino de salvación.
Se entiende así el gesto del Santo Padre, invitando a participar en el aula sinodal a diversos fundadores y responsables de movimientos eclesiales. No como un simple reconocimiento de tales o cuales frutos que pueden colocarse en el haber de dichos movimientos, sino como una invitación a que éstos comuniquen su experiencia de vida al conjunto de la Iglesia y se realicen cada vez más, a través de una generosa disponibilidad, como parte de la misma.
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