Lidia Macchi, veinte años, de Varese (Italia), estudiante de Derecho, perteneciente a Comunión y Liberación. Ha sido asesinada de treinta puñaladas, el 7 de enero de este año en circunstancias que las investigaciones -todavía- no han podido aclarar. Publicamos una carta suya a una amiga, que es un gran testimonio de la profundidad y vivacidad humana con que ha vivido, en su breve existencia terrena, aquellas exigencias y evidencias originarias que constituyen el «rostro» interior de todo hombre y aquel nivel de preguntas en las que se manifiesta el sentido religioso.
Querida Mara:
Acabamos de colgar el teléfono y me he dado cuenta, con tristeza, de que te he contado sólo las cosas más banales que vivo ahora.
A mí me está sucediendo una cosa extraordinaria y un poco confusa, pero realmente grande: es como si en mí, ahora, apareciesen con gran claridad cantidad de preguntas y deseos sobre la vida: el deseo de ser feliz, de ser libre -es decir , de tratar con libertad sin estar ni aplastada ni apesadumbrada por todas las circunstancias concretas de mi vida-, el deseo de amar con profundidad a las personas que me son queridas (los amigos), el deseo de construir también yo un trozo de historia, porque si no la historia nos la construyen otros sobre nuestra cabeza, y nosotros vivimos nuestra vida complemente indiferentes a todo lo que ocurre fuera de nuestro rinconcito, que, aunque cómodo, no deja de ser mezquino y de estar determinado por pequeñas estupideces y cabreos cotidianos.
Es como si la bendita inconsciencia, el hacer siempre lo que instintivamente se me pasa por la cabeza, me hubiese aburrido profundamente con su estupidez y superficialidad; nunca antes como ahora me había parecido la vida tan profunda y grande y, sobre todo, misteriosa.
Es un gran misterio que yo sea, exista, que sea un frágil puntito sobre este planeta que gira con leyes extraordinariamente perfectas alrededor del sol, y que el sol no sea más que un microbio en la inmensidad espacial y temporal del cosmos. Pero... ¡diablos!, basta levantar los ojos al cielo por la noche para intuir que la vida de todo este universo es un misterio grandioso, y nosotros, que somos hombres y tenemos conciencia de esto -o podríamos tenerla-, desperdiciamos nuestro tiempo preocupados por pequeñas banalidades y pequeños dolores, sin preguntarnos por qué ( nos da demasiado miedo escucharnos siquiera un instante); sin escuchar esa voz que habla en nosotros, que grita que la vida, no puede no tener un sentido; sin preguntarnos para qué estamos, por qué estamos hechos así, uno distinto del otro, y sin embargo todos con el mismo deseo dentro.
¡Dios mío, pero por qué si estas preguntas y deseos existen, por qué nos resignamos, por qué vivimos en el fondo desesperados, es decir, sin esperar nada del mañana, cerrándonos en una jaula que se convierte en nuestra tumba, y como máximo concediéndonos algún recuerdo nostálgico de los buenos tiempos! Pero ¿cuáles buenos tiempos? Es inútil gimotear: somos nosotros quienes, en primer lugar, hemos renunciado presuntuosamente -haciéndonos esclavos- a tomar en consideración todos los grandes deseos que se agitan en nosotros, porque nos es cómodo gimotear, quedarnos en nuestra mierda, hacer pequeños y miserables pecaduchos para creer que, al menos, no somos santos. ¡Bueno, un poco malos si que somos! En cambio, nuestros pecados dan risa a las gallinas; consisten todo lo más en la sensualidad, en transgresiones que en realidad hacen todos, están al alcance de todos, porque, en realidad somos sólo unos mediocres, ¡ojalá hubiese algún gran pecador, profundamente deslumbrado por el mal! Pero incluso cuando yo lo sepa todo, cómo funciona todo el universo, cómo respiro, camino, como, ¿quién -ni siquiera por un momento-, piensa en escucharte cuando te preguntas quién eres, qué haces sobre esta tierra?; todos tienen miedo de estas preguntas y no hablan de ellas; pero, ¿por qué preocuparse? No pienses, déjalo correr; hoy estás, mañana mueres y se acabó lo que se daba...
Se acabó ... !una leche! Yo existo, las preguntas existen y quiero saber; aunque fuese la única con este deseo en este mundo superficial (porque quiere serlo), yo gritaré con todas mis fuerzas -hasta que muera-, lo que siento. Hace un mes, tuve la oportunidad, casualmente, de ir a la Universidad Católica de Milán con algunos amigos de Varese y de escuchar a uno que se llama Giussani. Daba una clase de teología o de moral, algo así, ya que estos exámenes allí son obligatorios. En vez de hablar de los santos y de todo lo demás, hablaba exactamente de estas preguntas, con un entusiasmo y una fuerza que me impresionaron mucho. Explicaba todos los procedimientos prácticos y teóricos que los hombres usan para no escuchar, para hacer como si estas preguntas no existiesen o no fuesen importantes, y me parecía que hablaba exactamente de mi, y reconocía todos nuestros comportamientos habituales explicados claramente.
Había ido allí por casualidad, porque estas personas de Varese y otras de Milán que conozco me habían invitado, y yo había ido esperando escuchar las cosas de siempre: pero no fue así.
Es extraño, porque más que sus palabras me impresionó él, su mirada profunda, atenta; había algo que se escapaba: un hombre libre, abierto, que no sienta odio por la vida. No sé decirte nada más preciso, pero es como si guardase un secreto, una fuerza no suya. Siento que debo hablarle, que él no ha pisoteado las preguntas que se agitan en mi. Tendría muchas cosas que preguntarle; de una forma u otra debo encontrarme con él de nuevo.
Ahora, ya no tengo la impresión de estar sola, desesperadamente en busca de algo que a todos les trae sin cuidado. Es como si alguien, sobresaltándome inesperadamente, me hubiese dicho:
«¡Eh, estoy aqui, no grites y no te desesperes, porque siguiendo este camino saldremos de la selva!».
Yo quiero salir de la selva, porque la vida es mar, cielo, montes y llanuras, casas, árboles, rostros humanos, estrellas, sol y viento, y nosotros estamos hechos para este Infinito que existe, basta sólo mirar alrededor. Por esto seguiré a este alguien que me ha salido al encuentro en la oscuridad de la selva y que me dice: «Mira arriba, entre las hojas, ¿ves? Hay un trocito de cielo azul, azul; salgamos a verlo todo».
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