«El nombre de la rosa» es un libro que, juzgado por el número de ejemplares vendidos (cinco millones en veinticinco idiomas), podría equipararse a una obra clásica de la literatura contemporánea. Desde luego, un fin ha cumplido: hacer rico y famoso a su autor, Umberto Eco. Pero podríamos intentar analizar qué significa realmente este libro, por qué ha tenido un éxito tan arrollador, cuál es el
«misterio» que lo hace atractivo.
OCKAM Y EL NOMINALISMO
Eco se considera discípulo del pensamiento filosófico de Ockam, marcado por el pesimismo. El contexto de su desarrollo -el siglo XIV- es una época en la cual los cuatro jinetes del Apocalipsis (el Hambre, la Guerra, la Peste y la Muerte) cabalgan con violencia arrasando toda Europa. El hombre pierde su capacidad de relacionarse con la Trascendencia. Dios actúa de una forma independiente respecto a su criatura. Razón y fe se separan, incluso la propia razón se reduce, queda enclaustrada en el ámbito de lo puramente demostrable.
En un conocimiento exclusivamente experimental, sólo se pueden observar accidentes: la «substancia» jamás puede ser conocida, porque no puede ser demostrada; por tanto, conceptos como los de Belleza, Verdad, Justicia, el hombre no puede comprenderlos, sólo percibe características superficiales. De ahí que estos conceptos se conviertan para él en simples nombres (Nominalismo).
Esto se traduce dentro de la vida política, social y eclesial en el predominio de la «practicidad»; el hombre en política no puede moverse por reglas morales, no tiene capacidad para percibir el bien o el mal y, por lo tanto, el único criterio fiable es aquél que sus «pobres ojos» pueden ver: lo bueno será lo que es aceptado por la mayoría.
Semejantes postulados son llevados a sus últimas consecuencias en la obra de Eco. Pensar que el hombre no puede acceder al conocimiento de verdades absolutas, de una Trascendencia que domina el universo sólo está a un paso de considerar que estas verdades, este Ser trascendente son inexistentes.
Este es el paso que da Eco: «El verdadero sujeto del libro es la batalla sobre si existe un centro o no, o si el hombre ha perdido ese centro. Mi respuesta es que el hombre vive en un laberinto sin centro».
Pero Eco es un torpe discípulo de Ockam, porque su afirmación parte de un «fabricación mental», no de una experiencia de lo real. Su cinismo es el que le permite el juego con la realidad, despojándola de toda su dramaticidad. Su libro describe un universo en el que nada es real, nada es estable, la noche puede ser día, lo verdadero falso, todo es susceptible de cambio.
Nada puede ser conocido; por lo tanto, el hombre se ve condenado a sobrevivir inmerso dentro de un mundo para él incomprensible e incognoscible, sin la esperanza de que exista un criterio objetivo. Y frente a este cuadro dramático, Eco se limita a exclamar: «Reír es la máxima realización del hombre».
El dolor ante una realidad caótica, el sufrimiento del inocente, la muerte inevitable e incomprensible son censurados con tal cinismo por Eco que para él hasta eso es objeto de risa.
Eco ha creado de forma premeditada una obra sobre la cual cada lector puede extraer su propia interpretación (concepto de obra abierta). Esto, llevado a sus últimas consecuencias, elimina el significado de la obra, lo niega, y ésta ya no existe. «El nombre de la rosa» es una amalgama de nombres, libros, ideas, personajes (que son simples estereotipos, caricaturas, únicamente llamadas a dar cuerpo a una idea); y todo esto gira alrededor de un libro inexistente.
Se llega así al absurdo de la no-comunicación, porque la comunicación se basa en la experiencia -imposible dentro del mundo de Eco- y ésta, a su vez, en la memoria. Eco también censura la memoria, y así trata al Medioevo - marco histórico en que se escribe su libro - de una forma superficial y manipuladora. Rechaza el saber (acumulado en los libros de la biblioteca de la abadía benedictina), que representa la tradición. El conocimiento adquirido paulatinamente durante los siglos, es totalmente destruido y la risa vuelve a salir triunfante.
La obra de Eco es mera charlatanería de alguien que no tiene nada que decir. Entonces, podríamos preguntarnos: ¿dónde radica su tremendo éxito? Quizás en que el autor ha sabido reflejar con marcada astucia el ser del hombre actual, lo que espera, lo que siente.
Eco y su obra son indudablemente un fiel reflejo de la realidad contemporánea donde el hombre vive en la ausencia de significado, de algo objetivo como punto de referencia.
El hombre actual se encuentra cada vez más solo, está incomunicado, nadie puede transmitir nada a nadie, porque, ¿en base a qué puede mantener un diálogo enriquecedor con otros hombres si todo es opinable, nada puede ser demostrado, los valores son relativos, y ése es el derecho inalienable de todo ser humano?; cada hombre aparece como un «universo», trágicamente encerrado en sí mismo.
Esta soledad desesperanzada se manifiesta en un determinado «clima» social: la extrañeza, la insolidaridad, la violencia ya son algo cotidiano en nuestras vidas. Una sociedad de estas características acoge con agrado la obra de Eco. No pretende despertar irritantes enigmas de la conciencia, ni transparentar el dolor de una existencia absurda -que incomodaría, cuando menos, a sus «ligeros» lectores-, sino que es un juego que se justifica a sí mismo y cumple perfectamente el papel para el que ha sido fabricado: la distracción. El libro proporciona unas horas de juego y «entretenimiento» intelectual, fabricando lindas figurillas de ideas que se relacionan, se oponen y se desvanecen. Eco, caritativamente, evita a sus lectores que al final del día ese impreciso vacío que se siente se convierta en una conciencia aguda y dolorosa de que en sus vidas falta algo.
«Quizá la tarea del que ama a los hombres consiste en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad».
«Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad ... ».
Flaco favor les hace a sus lectores cerrándoles la única posibilidad para salir del absurdo agobiante que la obra propone al negarles cualquier resquicio de esperanza que les permita sentirse humanamente dignos, pues es sólo la adhesión a la verdad o su búsqueda lo que hace a un individuo realmente humano. Se explica, así, porqué aquellos «dispuestos a morir por la verdad», le resultan a Eco tremendamente incómodos: su presencia deja al descubierto el «secreto» de una postura como la suya y ésta es la cobardía ante el trabajo que supone enfrentarse con la reali9ad.
A pesar de su sonrisa, las últimas palabras del libro de Eco son expresión de un pesimismo aplastante, reflejan la disolución del hombre en la nada por la que ha optado:
«Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen».
Qué abismal diferencia existe entre nuestro «intelectual» autor y los grandes pensadores que han ayudado a los hombres a descubrir la dignidad de su existencia y a preguntarse seriamente por su significado: «El hombre es un misterio. Si durante toda tu vida has buscado resolverlo, no digas: he perdido el tiempo. Ya me ocupo de este misterio, porque quiero ser hombre». (F. Dostoyesvski).
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