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Huellas N.7, Agosto 1987

TRIBUNA

De la realidad, ni siquiera un eco

Irene Llabrés y Susana Torreguitard

«El nombre de la rosa» es un libro que, juzgado por el número de ejemplares vendidos (cinco millones en veinticinco idiomas), podría equipararse a una obra clásica de la literatura contemporánea. Desde luego, un fin ha cumplido: hacer rico y famoso a su autor, Umberto Eco. Pero podríamos intentar analizar qué significa realmente este libro, por qué ha tenido un éxito tan arrollador, cuál es el
«misterio» que lo hace atractivo
.

OCKAM Y EL NOMINALISMO
Eco se considera discípulo del pensamiento filosófico de Ockam, marcado por el pesimismo. El contexto de su desarrollo -el si­glo XIV- es una época en la cual los cuatro jinetes del Apocalipsis (el Hambre, la Guerra, la Peste y la Muerte) cabalgan con violencia arrasando toda Europa. El hombre pierde su capacidad de relacionar­se con la Trascendencia. Dios ac­túa de una forma independiente respecto a su criatura. Razón y fe se separan, incluso la propia razón se reduce, queda enclaustrada en el ámbito de lo puramente demos­trable.
En un conocimiento exclusi­vamente experimental, sólo se pueden observar accidentes: la «substancia» jamás puede ser co­nocida, porque no puede ser de­mostrada; por tanto, conceptos como los de Belleza, Verdad, Jus­ticia, el hombre no puede comprenderlos, sólo percibe caracte­rísticas superficiales. De ahí que estos conceptos se conviertan para él en simples nombres (Nomi­nalismo).
Esto se traduce dentro de la vida política, social y eclesial en el predominio de la «practicidad»; el hombre en política no puede mo­verse por reglas morales, no tiene capacidad para percibir el bien o el mal y, por lo tanto, el único cri­terio fiable es aquél que sus «po­bres ojos» pueden ver: lo bueno será lo que es aceptado por la ma­yoría.
Semejantes postulados son llevados a sus últimas consecuen­cias en la obra de Eco. Pensar que el hombre no puede acceder al co­nocimiento de verdades absolutas, de una Trascendencia que domina el universo sólo está a un paso de considerar que estas verdades, este Ser trascendente son inexistentes.
Este es el paso que da Eco: «El verdadero sujeto del libro es la batalla sobre si existe un centro o no, o si el hombre ha perdido ese centro. Mi respuesta es que el hombre vive en un laberinto sin centro».
Pero Eco es un torpe discípu­lo de Ockam, porque su afirma­ción parte de un «fabricación mental», no de una experiencia de lo real. Su cinismo es el que le per­mite el juego con la realidad, des­pojándola de toda su dramaticidad. Su libro describe un universo en el que nada es real, nada es estable, la noche puede ser día, lo verda­dero falso, todo es susceptible de cambio.
Nada puede ser conocido; por lo tanto, el hombre se ve conde­nado a sobrevivir inmerso dentro de un mundo para él incompren­sible e incognoscible, sin la espe­ranza de que exista un criterio ob­jetivo. Y frente a este cuadro dra­mático, Eco se limita a exclamar: «Reír es la máxima realización del hombre».
El dolor ante una realidad caótica, el sufrimiento del inocente, la muerte inevitable e incom­prensible son censurados con tal cinismo por Eco que para él hasta eso es objeto de risa.
Eco ha creado de forma pre­meditada una obra sobre la cual cada lector puede extraer su pro­pia interpretación (concepto de obra abierta). Esto, llevado a sus últimas consecuencias, elimina el significado de la obra, lo niega, y ésta ya no existe. «El nombre de la rosa» es una amalgama de nom­bres, libros, ideas, personajes (que son simples estereotipos, caricatu­ras, únicamente llamadas a dar cuerpo a una idea); y todo esto gira alrededor de un libro inexis­tente.
Se llega así al absurdo de la no-comunicación, porque la comu­nicación se basa en la experiencia -imposible dentro del mundo de Eco- y ésta, a su vez, en la me­moria. Eco también censura la me­moria, y así trata al Medioevo - marco histórico en que se escri­be su libro - de una forma super­ficial y manipuladora. Rechaza el saber (acumulado en los libros de la biblioteca de la abadía benedictina), que representa la tradición. El conocimiento adquirido paula­tinamente durante los siglos, es totalmente destruido y la risa vuelve a salir triunfante.
La obra de Eco es mera char­latanería de alguien que no tiene nada que decir. Entonces, podría­mos preguntarnos: ¿dónde radica su tremendo éxito? Quizás en que el autor ha sabido reflejar con marcada astucia el ser del hombre actual, lo que espera, lo que siente.
Eco y su obra son indudable­mente un fiel reflejo de la realidad contemporánea donde el hombre vive en la ausencia de significado, de algo objetivo como punto de referencia.
El hombre actual se encuen­tra cada vez más solo, está inco­municado, nadie puede transmitir nada a nadie, porque, ¿en base a qué puede mantener un diálogo enriquecedor con otros hombres si todo es opinable, nada puede ser demostrado, los valores son rela­tivos, y ése es el derecho inaliena­ble de todo ser humano?; cada hombre aparece como un «univer­so», trágicamente encerrado en sí mismo.
Esta soledad desesperanzada se manifiesta en un determinado «clima» social: la extrañeza, la in­solidaridad, la violencia ya son algo cotidiano en nuestras vidas. Una sociedad de estas característi­cas acoge con agrado la obra de Eco. No pretende despertar irri­tantes enigmas de la conciencia, ni transparentar el dolor de una exis­tencia absurda -que incomodaría, cuando menos, a sus «ligeros» lec­tores-, sino que es un juego que se justifica a sí mismo y cumple perfectamente el papel para el que ha sido fabricado: la distracción. El libro proporciona unas horas de juego y «entretenimiento» intelec­tual, fabricando lindas figurillas de ideas que se relacionan, se oponen y se desvanecen. Eco, caritativa­mente, evita a sus lectores que al final del día ese impreciso vacío que se siente se convierta en una conciencia aguda y dolorosa de que en sus vidas falta algo.
«Quizá la tarea del que ama a los hombres consiste en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a li­berarnos de la insana pasión por la verdad».
«Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a mo­rir por la verdad ... ».
Flaco favor les hace a sus lec­tores cerrándoles la única posibili­dad para salir del absurdo ago­biante que la obra propone al ne­garles cualquier resquicio de espe­ranza que les permita sentirse hu­manamente dignos, pues es sólo la adhesión a la verdad o su búsque­da lo que hace a un individuo real­mente humano. Se explica, así, porqué aquellos «dispuestos a mo­rir por la verdad», le resultan a Eco tremendamente incómodos: su presencia deja al descubierto el «secreto» de una postura como la suya y ésta es la cobardía ante el trabajo que supone enfrentarse con la reali9ad.
A pesar de su sonrisa, las úl­timas palabras del libro de Eco son expresión de un pesimismo aplas­tante, reflejan la disolución del hombre en la nada por la que ha optado:
«Me hundiré en la tiniebla di­vina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundi­miento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo de­sigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, es­taré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la in­timidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la di­vinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen».
Qué abismal diferencia existe entre nuestro «intelectual» autor y los grandes pensadores que han ayudado a los hombres a descubrir la dignidad de su existencia y a preguntarse seriamente por su significado: «El hombre es un misterio. Si durante toda tu vida has buscado resolverlo, no digas: he perdido el tiempo. Ya me ocupo de este misterio, porque quie­ro ser hombre». (F. Dostoyesvski).­

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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