La figura y la obra de Alexander Solyenitsin constituyen un buen ejemplo para explicar la dinámica que anima las vigencias ideológicas dominantes tanto en el bloque marxista como en el occidental.
Ambas, aunque violentamente opuestas en el marco geoestratégico de nuestros días y en las realizaciones sociales que producen, no pueden ocultar una paternidad común que se remonta al pensamiento ilustrado, y unos rasgos de estrecha fraternidad por lo tanto.
En un primer momento, la postura disidente de Solyenitsin provoca la curiosidad y hasta el aprecio de los medios intelectuales y los centros de la «inteligencia» occidental. Las revelaciones de su obra, especialmente llamativas en «Archipiélago Gulag», llegan en un momento de desprestigio generalizado de la Unión Soviética, tras la invasión de Checoslovaquia y las relecturas críticas que del marxismo hacen diversas escuelas filosóficas.
Quince años después de la concesión del Nobel de Literatura a Solyenitsin, poco o nada se dice de él en los medios más poderosos de información periodística, difusión editorial, etc. Se diría que una especie de «censura» soterrada a clasificado al autor en el «índice» de la cultura laica y radical-burguesa. Pero conviene remontarse a los lejanos días de la invasión alemana durante la Gran Guerra. Por entonces, Solyenitsin, que había estudiado Literatura y Matemáticas, alcanzó el grado de capitán y era condecorado por su valor en el combate.
Una correspondencia indiscreta, en la que se vertían duras críticas al régimen estalinista, es interceptada y le cuesta una condena de ocho años a trabajos forzados y tres más de destierro. Corría el año 1945 y de esta experiencia durísima al tiempo que rica, surgirá después «Un día en la vida de Ivan Denisovich», una de sus más esenciales obras. Precisamente esta obra será publicada más tarde, e incluso alabada circunstancialmente, cuando la caída del estalinismo, con la llegada al poder de Jruschov, suponga una rehabilitación temporal para el escritor.
Durante algún tiempo forma parre de la «Unión de Escritores de la URSS» y goza de cierta tolerancia para ir dando forma a nuevas obras. Sin embargo, su juicio sobre el sistema se hace más profundo y agudo; no se trata únicamente de una crítica a estructuras ineficaces en la administración y la producción, sino de una gran refutación a toda la trama de valores éticos y culturales que conforman la realidad soviética.
Su posición se hace difícil con la publicación de «La casa de Matriona», «Pabellón de Cáncer», e «Incidente en la estación de Krechtovka» pues el panorama que dibuja en ellas no es del agrado del poder soviético. Sin embargo, estas obras, lejos de ser farragosas controversias ideológicas anticomunistas, están traspasadas por una ternura cálida por el hombre que nos recuerda a Dostoyevski, comunicada con unos medios expresivos severos y contenidos, casi diríamos que medidos. Está aquí la mejor tradición de la literatura rusa, marcada, eso sí, por la cruda experiencia del sufrimiento bajo la opresión totalitaria del comunismo soviético.
En 1969 es expulsado de la «Unión de Escritores» al tiempo que se desencadena un duro ataque contra él en los medios de comunicación oficiales sin que tenga ocasión de defenderse. Durante la década de los setenta, Solyenitsin prepara la salida a la luz de la obra por la que alcanzó mayor fama, y que le supuso el exilio forzoso y definitivo de su patria: «Archipiélago Gulag». Esta obra de gran tamaño en comparación con las anteriores, está dedicada a todas las víctimas de los campos de concentración en la URSS, y supuso para Occidente una verdadera conmoción.
Un manuscrito había llegado clandestinamente a París a manos del editor con que Solyenitsin llevaba tiempo en contacto. La orden de imprimirla y publicarla salvó posiblemente la vida del autor, transformando una condena a muerte por «alta traición» en una expulsión fulminante después de un arresto furtivo y dos días de incertidumbre. En efecto, poco tiempo antes, la KGB había confiscado el original de la obra y, desde entonces, la detención estaba cantada.
Occidente había sido durante años para Solyenitsin, como para buena parte de la disidencia, una esperanza grande, más por el sustrato ético y humanista que le atribuían, que por sus avances económicos y tecnológicos.
El contraste entre esta idea previa y la realidad que puede observar en poco tiempo, suponen para él un choque y una toma de conciencia muy crítica respecto a muchos aspectos de Occidente.
Por otra parte, a este lado del telón de acero se esperaba un tipo de «intelectual progresista», crítico del sistema soviético pero abierto a propuestas modernizadas que partieran de una lectura renovada del marxismo (las que abanderaba buena parte de la izquierda intelectual europea). Sin embargo, el escritor proclamaba a todos los vientos que no era el sistema concreto de la URSS (una supuestamente incorrecta aplicación de las tesis marxistas) sino el núcleo de valores centrales y la cosmovisión marxista los culpables del Gulag. Para mayor disgusto, el pensamiento de Solyenitsin se va concretando cada vez más en una conclusión eminentemente religiosa y particularmente cristiana: «Decretar la muerte de Dios, significa decretar la muerte del hombre». Y este aserto, que puede aplicarse tanto a la cultura que nace del marxismo en el Este, como a la que emerge del liberalismo radical en Occidente, es posiblemente el más criticado por una posición cultural que desprecia o, todo lo más, relega el hecho religioso a la esfera de lo privado, negándole toda relevancia en el orden social.
Era natural, por lo tanto, que su fuerte personalidad, unida al carácter de testigo de una historia que se prefiere hoy olvidar antes que afrontar, y al de acusador de un Occidente adormilado y en decadencia, le valieran en los últimos años las ácidas invectivas de los portavoces del laicismo occidental, tanto como del Estado Soviético. Estas críticas no se han ahorrado el empleo de la calumnia, tanto en el plano de su vida personal como de su producción intelectual, afirmando, por ejemplo, que el escritor apoyaba los regímenes totalitarios conservadores y era crítico con el sistema democrático.
La postura de Solyenitsin ha sido siempre bien clara para los que quisieran escuchar libres de prejuicios; la democracia y la libertad de expresión, por las que tanto ha luchado él en su país, no pueden convertirse en valores absolutos cerrados en si mismos, sino que deben tener un profundo contenido ético y moral, del cual son sólo el marco y la garantía jurídica. Pero esto suena demasiado fuerte a los oídos del relativismo imperante que sólo acepta posturas de disolución de la propia identidad y, por tanto, hace autónoma toda la actividad del hombre respecto de cualquier juicio moral.
Los años pasados en el exilio no han borrado la profunda nostalgia de Solyenitsin por su país: «( ... ) En los prósperos países occidentales vivimos como prisioneros. Si mañana tuviéramos la posibilidad de regresar a la miseria de nuestro país, a pasar hambre, regresaríamos todos». Sin embargo, su destino, que para él nunca es ajeno al designio amoroso de Dios, le ha levantado entre nosotros, en esta época débil y olvidadiza, como un testigo de la opresión y de la mentira a que se ven sometidos tantos hermanos nuestros, y aunque de otro modo, todos nosotros, los que en Occidente vendemos las raíces que nos constituyeron a cambio de un plato de lentejas.
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