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Huellas N.7, Agosto 1987

MAESTROS

Solyenitsin. Una fidelidad incomoda

José Luis Restán

La figura y la obra de Alexander Sol­yenitsin constituyen un buen ejemplo para explicar la dinámica que anima las vigen­cias ideológicas dominantes tanto en el blo­que marxista como en el occidental.
Ambas, aunque violentamente opues­tas en el marco geoestratégico de nuestros días y en las realizaciones sociales que pro­ducen, no pueden ocultar una paternidad co­mún que se remonta al pensamiento ilus­trado, y unos rasgos de estrecha fraternidad por lo tanto.
En un primer momento, la postura di­sidente de Solyenitsin provoca la curiosidad y hasta el aprecio de los medios intelectua­les y los centros de la «inteligencia» occi­dental. Las revelaciones de su obra, especial­mente llamativas en «Archipiélago Gulag», llegan en un momento de desprestigio ge­neralizado de la Unión Soviética, tras la in­vasión de Checoslovaquia y las relecturas críticas que del marxismo hacen diversas es­cuelas filosóficas.
Quince años después de la concesión del Nobel de Literatura a Solyenitsin, poco o nada se dice de él en los medios más po­derosos de información periodística, difu­sión editorial, etc. Se diría que una especie de «censura» soterrada a clasificado al au­tor en el «índice» de la cultura laica y radical-burguesa. Pero conviene remontarse a los lejanos días de la invasión alemana durante la Gran Guerra. Por entonces, Solyenitsin, que ha­bía estudiado Literatura y Matemáticas, al­canzó el grado de capitán y era condecora­do por su valor en el combate.
Una correspondencia indiscreta, en la que se vertían duras críticas al régimen es­talinista, es interceptada y le cuesta una con­dena de ocho años a trabajos forzados y tres más de destierro. Corría el año 1945 y de esta experiencia durísima al tiempo que rica, surgirá después «Un día en la vida de Ivan Denisovich», una de sus más esencia­les obras. Precisamente esta obra será pu­blicada más tarde, e incluso alabada circuns­tancialmente, cuando la caída del estalinis­mo, con la llegada al poder de Jruschov, su­ponga una rehabilitación temporal para el escritor.
Durante algún tiempo forma parre de la «Unión de Escritores de la URSS» y goza de cierta tolerancia para ir dando forma a nuevas obras. Sin embargo, su juicio sobre el sistema se hace más profundo y agudo; no se trata únicamente de una crítica a es­tructuras ineficaces en la administración y la producción, sino de una gran refutación a toda la trama de valores éticos y cultura­les que conforman la realidad soviética.
Su posición se hace difícil con la publi­cación de «La casa de Matriona», «Pabellón de Cáncer», e «Incidente en la estación de Krechtovka» pues el panorama que dibuja en ellas no es del agrado del poder soviéti­co. Sin embargo, estas obras, lejos de ser farragosas controversias ideológicas antico­munistas, están traspasadas por una ternu­ra cálida por el hombre que nos recuerda a Dostoyevski, comunicada con unos medios expresivos severos y contenidos, casi diría­mos que medidos. Está aquí la mejor tradi­ción de la literatura rusa, marcada, eso sí, por la cruda experiencia del sufrimiento bajo la opresión totalitaria del comunismo soviético.
En 1969 es expulsado de la «Unión de Escritores» al tiempo que se desencadena un duro ataque contra él en los medios de comunicación oficiales sin que tenga oca­sión de defenderse. Durante la década de los setenta, Solyenitsin prepara la salida a la luz de la obra por la que alcanzó mayor fama, y que le supuso el exilio forzoso y definiti­vo de su patria: «Archipiélago Gulag». Esta obra de gran tamaño en comparación con las anteriores, está dedicada a todas las víc­timas de los campos de concentración en la URSS, y supuso para Occidente una verda­dera conmoción.
Un manuscrito había llegado clandes­tinamente a París a manos del editor con que Solyenitsin llevaba tiempo en contacto. La orden de imprimirla y publicarla salvó posiblemente la vida del autor, transfor­mando una condena a muerte por «alta trai­ción» en una expulsión fulminante después de un arresto furtivo y dos días de incerti­dumbre. En efecto, poco tiempo antes, la KGB había confiscado el original de la obra y, desde entonces, la detención estaba can­tada.
Occidente había sido durante años para Solyenitsin, como para buena parte de la di­sidencia, una esperanza grande, más por el sustrato ético y humanista que le atribuían, que por sus avances económicos y tec­nológicos.
El contraste entre esta idea previa y la realidad que puede observar en poco tiem­po, suponen para él un choque y una toma de conciencia muy crítica respecto a muchos aspectos de Occidente.
Por otra parte, a este lado del telón de acero se esperaba un tipo de «intelectual progresista», crítico del sistema soviético pero abierto a propuestas modernizadas que partieran de una lectura renovada del mar­xismo (las que abanderaba buena parte de la izquierda intelectual europea). Sin em­bargo, el escritor proclamaba a todos los vientos que no era el sistema concreto de la URSS (una supuestamente incorrecta apli­cación de las tesis marxistas) sino el núcleo de valores centrales y la cosmovisión mar­xista los culpables del Gulag. Para mayor disgusto, el pensamiento de Solyenitsin se va concretando cada vez más en una con­clusión eminentemente religiosa y particu­larmente cristiana: «Decretar la muerte de Dios, significa decretar la muerte del hom­bre». Y este aserto, que puede aplicarse tan­to a la cultura que nace del marxismo en el Este, como a la que emerge del liberalismo radical en Occidente, es posiblemente el más criticado por una posición cultural que desprecia o, todo lo más, relega el hecho re­ligioso a la esfera de lo privado, negándole toda relevancia en el orden social.
Era natural, por lo tanto, que su fuerte personalidad, unida al carácter de testigo de una historia que se prefiere hoy olvidar an­tes que afrontar, y al de acusador de un Oc­cidente adormilado y en decadencia, le valieran en los últimos años las ácidas invec­tivas de los portavoces del laicismo occiden­tal, tanto como del Estado Soviético. Estas críticas no se han ahorrado el empleo de la calumnia, tanto en el plano de su vida per­sonal como de su producción intelectual, afirmando, por ejemplo, que el escritor apo­yaba los regímenes totalitarios conservado­res y era crítico con el sistema democrático.
La postura de Solyenitsin ha sido siem­pre bien clara para los que quisieran escu­char libres de prejuicios; la democracia y la libertad de expresión, por las que tanto ha luchado él en su país, no pueden convertir­se en valores absolutos cerrados en si mis­mos, sino que deben tener un profundo con­tenido ético y moral, del cual son sólo el marco y la garantía jurídica. Pero esto sue­na demasiado fuerte a los oídos del relati­vismo imperante que sólo acepta posturas de disolución de la propia identidad y, por tanto, hace autónoma toda la actividad del hombre respecto de cualquier juicio moral.
Los años pasados en el exilio no han borrado la profunda nostalgia de Solyenit­sin por su país: «( ... ) En los prósperos países occidentales vivimos como prisioneros. Si mañana tuviéramos la posibilidad de re­gresar a la miseria de nuestro país, a pasar hambre, regresaríamos todos». Sin embar­go, su destino, que para él nunca es ajeno al designio amoroso de Dios, le ha levanta­do entre nosotros, en esta época débil y ol­vidadiza, como un testigo de la opresión y de la mentira a que se ven sometidos tan­tos hermanos nuestros, y aunque de otro modo, todos nosotros, los que en Occidente vendemos las raíces que nos constituyeron a cambio de un plato de lentejas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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