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Huellas N.7, Agosto 1987

PALABRA ENTRE NOSOTROS

La persona contra el poder

Luigi Giussani

(Apuntes de una conversa­ción de L. Giussani con grupos de universitarios).
Frente a las distintas formas de atentar contra la libertad que caracterizan al momento actual, va adquiriendo su imagen auténtica la tarea de nuestra presencia de movimiento.


1. Existe una diferencia entre los jóvenes de hoy y aquellos de hace treinta años. Existe en los jó­venes actuales una debilidad: una debilidad que no es ética, sino de energía de la conciencia. Es como si estos jóvenes hubiesen sido alcanzados por las radiaciones de Chernobyl: el organismo estructu­ralmente es como antes, pero di­námicamente ya no es el mismo. Hay una especie de alteración, de plagio fisiológico operado por el influjo nefasto de la mentalidad dominante. Ellos se vuelven, en la relación consigo mismos, abstrac­tos y afectivamente descargados (como una pila que en lugar de du­rar seis horas dura solamente seis minutos) y, como contraste, ríenden a refugiarse en la «compañía» para buscar protección. No asimi­lan verdaderamente y, por tanto, críticamente, lo que escuchan y lo que ven.
De este modo, la mentalidad dominante, la cultura prevalecien­te -el poder-, produce en ellos una extrañeza consigo mismos. No les queda ya ninguna eviden­cia real más que la moda, concep­to e instrumento típicos del poder.

2. ¿Dónde puede la persona encontrarse a sí misma? ¿Dónde puedo yo encontrarme a mí mis­mo? Desde siempre el hombre se encuentra a sí mismo sólo en el encuentro vivo con una presencia que tiene un atractivo, es decir, con una presencia que provoca a reconocer el hecho de que nuestro corazón -con las exigencias que lo constituyen- está, existe. Aquella presencia te dice: «Existe aquello de lo que está hecho tu co­razón; mira: por ejemplo, en mi existe».
El atractivo, la provocación que llega al fondo de nosotros mismos se da sólo en este encuen­tro. Esto produce una conmoción que, sin embargo, está llena de ra­cionalidad, es decir, está llena de correspondencia con nuestra vida en su propia originalidad y según la totalidad de sus dimensiones. Paradójicamente nosotros encon­tramos esta originalidad de la vida cuando nos damos cuenta de que tenemos en nosotros algo que está en todos los hombres; es esto lo que realmente no nos permite concebir a los demás como algo ajeno a nosotros.
En resumen, la persona se encuentra a sí misma cuando en­cuentra una presencia que se corresponde con la naturaleza de su vida. Es la superación auténtica de la soledad, de la que -normal­mente- el hombre trata de huir con la imaginación. La presencia es lo contrario de la imaginación, pues el encuentro se hace con un «hecho» viviente. Este encuentro presenta dos características: la dramaticidad y la alegría. La dra­maticidad consiste en la urgencia de que algo cambie en la vida, por intentar una respuesta (es lo que se llama responsabilidad). La ale­gría es aquella paz que permanece incluso en las condiciones más amargas y en la constatación de la propia mezquindad.
Usando otra expresión, po­dríamos hablar de un encuentro evangélico: un encuentro que re­constituye la vitalidad de lo huma­no, como el de Cristo con Zaqueo. Para el recaudador de Jericó, aquel hombre, que nunca había visto an­tes, fue una presencia imprevista que despertó en él una novedad sobre sí mismo, una promesa in­confundible. La mirada de Cristo, su palabra, «tocó» la humanidad de Zaqueo, de modo que en el re­ducido perímetro de su vida pene­tró, como una cuña, la perspectiva del Destino.

3. La realidad de nuestro mo­vimiento se apoya, se alimenta, se defiende y se difunde no a través de la comunidad sino a través de la persona. El redescubrimiento de la persona significa el redescubri­miento de aquello de lo que la per­sona está hecha: razón y afec­tividad.
Ha llegado el momento de re­conquistar la profundidad de la ra­zón, hoy tan peligrosamente con­vertida en algo superficial. La ra­zón es la energía con la que la per­sona conoce la realidad, es decir, con la que percibe su significado. Es hora, también, de afirmar la li­bertad, sin tener miedo ya ni de los propios límites ni del propio mal; de hecho, el valor de nuestra persona no depende en última ins­tancia de lo que hacemos, sino que depende de la relación con el Infi­nito; relación que la constituye: por eso, cualquier límite y cual­quier error es vencido por la ener­gía indomable e inagotable que surge de esta relación.

4. Debemos caer en la cuenta de que la intención del poder es exactamente la de reducir a la per­sona. No necesariamente elimi­narla (como han hecho las revolu­ciones nazi y marxista) sino, más bien -por lo menos en Occiden­te- reducirla. El poder intenta obtener el consenso de la persona y, para lograrlo, necesita que ella no se conozca a sí misma, que no sea crítica. El contenido del cono­cimiento que la persona tiene de sí misma, aquello que la hace ser crítica, es lo que en El sentido re­ligioso, con el lenguaje de la Bi­blia, se llama corazón: aquellas exigencias y evidencias fundamen­tales, inagotables, con las que el hombre lo compara todo.
Todo el esfuerzo del poder -de la cultura dominante- se centra en ahogar y reducir los de­seos, consiguiéndolo mediante una oportuna atrofia de su fuente. Por eso, la lucha contra el poder co­mienza tomando conciencia del propio deseo y expresándolo. Es la pobreza del corazón -exigencia de verdad, de felicidad, de justicia y de amor- la que vence al po­der. Y la riqueza del pobre es la petición.

5. A menudo surge una obje­ción: Cristo no es algo inmediato: nos resulta lejano. En esta (apa­rente) distancia, toma cuerpo una incertidumbre de fondo; a veces, para remediar esta incertidumbre, se desarrolla un ansia que es índice de nuestra presunción más que de un compromiso auténtico: es el ansia intelectual. Esta objeción revela un pro­blema grave: el problema moral. La respuesta a tal objeción coinci­de en el fondo con la respuesta al problema moral. Podríamos formular así esa respuesta: no apar­tarse del atractivo que nos ofrece el ideal. El problema moral con­siste en no ser cómplices de la de­bilidad que nos arrastra hacia la nada.
¿Dónde se puede encontrar este atractivo que ofrece el ideal? En el encuentro. Es necesario no sustraernos a la inevitable huella que el encuentro auténtico deja en nosotros, aquel acento inconfundi­ble que la verdad posee.
Ahora bien, la verdad nunca es una idea abstracta, está siem­pre «dentro de la carne»: el error de los escribas y de los fariseos (de todos los tiempos) frente a Cristo fue rechazar la verdad porque ella se mostraba dentro de la carne. Lo mismo sucede para nosotros: nuestra complicidad con la menti­ra se esconde dentro de un com­promiso parcial con los rostros concretos que, en la compañía, nos han hecho vivir el encuentro au­téntico.

6. La inmoralidad fundamental no es la incoherencia: la globali­dad del compromiso con el en­cuentro puede no disminuir por la incoherencia. La inmoralidad es el olvido, la pérdida de la medida de la relación con la realidad; el encuentro propone otra medida en esta relación con la realidad. La pérdida de esta medida es el peca­do. Esto produce inmediatamente un alejamiento de la realidad, que uno trata de llenar con fantasías, es decir, con ideologías.
El alejamiento de la realidad lleva siempre en sí el miedo de que lo que sucede nos cambie: así, no toleramos la corrección. Cuan­do uno llena el vacío que le sepa­ra de la realidad con sus imágenes o prejuicios, genera violencia; has­ta el punto que uno no siente ni si­quiera la necesidad de justificar su prejuicio, ni tampoco se deja «to­car» por la posibilidad de la duda.

7. Estamos llamados a defender lo humano que hay tanto en no­sotros, como en nuestros amigos o en la persona más lejana o más ajena a nosotros. Y lo que nos lla­ma a esta tarea no es una justicia, sino la Justicia-Dios hecha hom­bre: Cristo.
Existe un factor pedagógico que desarrolla la responsabilidad de esta tarea, que nos da consis­tencia y perseverancia frente al poder: estar apegado a los rostros de aquellos que más me provocan, es decir, a la compañía.
Parece siempre que la lógica del poder vence: ésta era la im­presión que tenía también el pe­queño grupo de los apóstoles. Sin embargo, la victoria del poder es aparente; la mentalidad dominan­te, por su naturaleza, es efímera. No cediendo a ella, hacemos que nuestra vida esté en función de aquello que es permanente, de lo que perdura en la historia: de la verdad, de la justicia, del amor, de la alegría.
El poder busca su victoria en el espacio de nuestra cotidianidad. Es ahí donde se juega para noso­tros la alternativa: en la cotidiani­dad, o servimos al poder o servi­mos a Otro. O al poder o al Mis­terio que pasa a través de nuestra compañía. Por eso, es la totalidad de nuestra vida cotidiana la que debe ser investida por la memo­ria, por la presencia de ese Otro.
Cuando la razón del propio vivir es afirmar a Otro, esto se lla­ma amor. El amor es afirmar a Otro como sentido de uno mismo. Todo esto está bien reflejado en la novela Barrabás, de P.F. Lagerk­vist (cfr. en el n.0 6 de esta revis­ta: n.d.r.). En nuestra vida cotidia­na la alternativa sigue estando en­tre la potencia clamorosa de Barrabás o la humildad del escla­vo armenio, aquel cristiano que ni siquiera había visto nunca a Cris­to.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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