La dinámica del poder y la petición de la paz. Proponemos algunas de las cartas que J.R.R Tolkien escribe a su hijo Christopher, alistado en la aviación inglesa durante la Segunda Guerra Mundial. En uno de los momentos más oscuros de la historia
A J.R.R. Tolkien se le conoce sobre todo por ser autor de uno de los libros más leídos del mundo, libro que sigue dando que hablar, como ha demostrado la reciente serie de Amazon (muy discutida). Pero en realidad Tolkien es mucho más que eso. Como él mismo señaló en una entrevista, lamentando el éxito (inesperado) de El señor de los anillos, a Tolkien le debemos un corpus literario mucho más vasto y complejo, al que podemos añadir un epistolario de inmensa riqueza y profundidad. De hecho, Tolkien fue un hombre con una humanidad difícil de encontrar, con una historia marcada por el dolor, arraigado en la experiencia de una fe viva y dramática. Huérfano de padre, se crio en su primera infancia con su madre, convertida al catolicismo, que más tarde «murió mártir», como diría el propio Tolkien años después.
Al terminar sus estudios en la universidad de Oxford, le enviaron al infierno de las trincheras del Somme durante la Primera Guerra Mundial, donde vio morir a sus mejores amigos. También colaboró activamente en las operaciones de la inteligencia inglesa durante la Segunda Guerra Mundial, pero ese drama lo vivió sobre todo como padre angustiado de un hijo en el frente. De ahí que no sorprenda, como reconocen muchos expertos, que la guerra sea un tema dominante en la personalidad y en la obra de Tolkien, así como las diversas actitudes que un hombre puede adoptar ante ella: reaccionar al mal y a la injusticia usando la misma lógica de violencia y poder (como hace Saruman en El señor de los anillos frente al satánico Sauron) o bien aceptar entrar en otra perspectiva distinta («la ley secreta de la Creación»), aparentemente “estúpida” e ineficaz, pero en realidad más sabia y segura (la postura de Gandalf y los hobbits, que renuncian al poder del Anillo).
Una reflexión de enorme actualidad en estos tiempos de guerra. Por ello hemos seleccionado algunos fragmentos de cartas que Tolkien le envió a Christopher, el tercero de sus cuatro hijos, alistado en la aviación inglesa durante la Segunda Guerra Mundial. Son cartas dramáticas, escritas en uno de los periodos más oscuros de la historia de la humanidad. Cartas lúcidas, pero no desesperadas, donde Tolkien comenta las dramáticas circunstancias que le toca vivir, entre ellas la destrucción de Alemania, el lanzamiento de la bomba atómica en Japón, y en general la tragedia y el horror de la guerra. Son los mismos años en los que Tolkien escribe, con gran esfuerzo, El señor de los anillos, una obra que no en vano se desarrolla en esa misma atmósfera, con los mismos problemas, tentaciones e ilusiones. El contexto histórico es obviamente distinto y no queremos sugerir correspondencia alguna entre hechos, personajes o bandos. La analogía se refiere más bien a algo más profundo, con esa tensión entre la lógica del poder y la mendicidad de la paz que se libra en el corazón humano y que nos afecta a todos.
La estupidez de la guerra
Carta 64, 30 de abril de 1944
El estúpido desperdicio de la guerra es tan enorme, no solo material, sino también moral y espiritual, que desconcierta a quienes tienen que soportarlo. Siempre lo hubo (a pesar de los poetas) y siempre lo habrá (a pesar de los propagandistas), no es que no sea necesario afrontarlo en un mundo maligno. Pero tan corta es la memoria humana y tan efímeras son sus generaciones, que en solo unos 30 años habrá poca o ninguna gente con experiencia directa de ella, que es la única que llega realmente al corazón. La mano quemada es la que más enseña del fuego.
Generaciones de nuevos Sauron
Carta 66, 6 de mayo de 1944
Sin embargo, dado cómo son los seres humanos, es inevitable, y el único remedio (a no ser la Conversión universal) sería no tener ya guerras, ni planificación, organización o regimentación. (…) Todas las grandes cosas planificadas en grande le dan esa sensación a la persona en el potro del tormento, aunque en general funcionan y cumplen su cometido. Un cometido en definitiva malvado. Porque estamos intentando conquistar a Sauron con el Anillo. Y (según parece) lo lograremos. Pero el precio es, como sabrás, criar nuevos Sauron y lentamente ir convirtiendo a Hombres y Elfos en Orcos.
Carta 81, 23-25 de septiembre de 1944
Había un solemne artículo en el periódico local que abogaba seriamente por el exterminio sistemático de la nación alemana entera como única medida adecuada después de la victoria militar: ¡pues no son más que víboras de cascabel y no conocen la diferencia entre el bien y el mal! (¿Y el autor del artículo qué?). Los alemanes tienen igual derecho a declarar a los polacos y a los judíos alimañas exterminables e infrahumanas como nosotros a los alemanes; en otras palabras, no tienen ninguno, no importa lo que hayan hecho. (…) No se puede hacer nada. No se puede luchar con el Enemigo con su propio Anillo sin convertirse uno mismo en Enemigo; pero desdichadamente la sabiduría de Gandalf parece haber desaparecido hace mucho con él en el Verdadero Oeste.
Carta 96, 30 de enero de 1945
La espantosa destrucción y miseria, productos de esta guerra, van creciendo de hora en hora: la destrucción de lo que debería ser (de hecho es) la riqueza común de Europa y del mundo, si la humanidad no estuviera tan embrutecida; esta pérdida nos afectará a todos, seamos vencedores o no. Sin embargo, la gente se complace maligna cuando se entera de la existencia de interminables colas, de 40 millas de largo, de miserables refugiados, de mujeres y niños que se vuelcan hacia Occidente y van muriendo por el camino. En esta oscura hora diabólica no parece haber entrañas para la piedad y la compasión, ni quedar imaginación alguna. Lo cual no quiere decir que todo ello no sea necesario e inevitable ante la situación provocada principalmente por Alemania (aunque no solo por ella), pero ¡por qué complacerse en ello! (…) La destrucción de Alemania, aunque se lo haya merecido cien veces, es una de las mayores catástrofes del mundo.
Carta 102, 9 de agosto de 1945
La noticia de hoy acerca de las “bombas atómicas” es tan aterradora que uno queda aturdido. La completa locura de esos físicos lunáticos al consentir llevar a cabo trabajo semejante con fines belicistas: ¡planear tranquilamente la destrucción del mundo! Semejantes explosivos en manos de los hombres, mientras su condición moral e intelectual está en declive, es poco más o menos tan seguro como dar armas de fuego a los internos de una cárcel diciendo que se espera que “eso asegure la paz”. (…) Estamos en manos de Dios. Pero Él no mira con buenos ojos a los constructores de Babel.
La esperanza y la misión de la Iglesia
Carta 64, 30 de abril de 1944
A veces me siento aterrado al pensar en la suma total de miseria humana que hay en este momento en el mundo entero: millones de personas separadas unas de otras, estremecidas, prodigándose en días sin provecho... aparte de la tortura, el dolor, la muerte, la desgracia, la injusticia. Si la angustia fuera visible, casi la totalidad de este planeta anochecido estaría envuelto en una oscura nube de vapor, oculto de la mirada asombrada de los cielos. Y la consecuencia de todo ello será fundamentalmente el mal, históricamente considerado. Pero el plano histórico no es obviamente el único. Todas las cosas y los hechos tienen un valor por sí mismos, aparte de sus “causas” y “efectos”. Ningún hombre puede apreciar lo que está aconteciendo realmente sub specie aeternitatis. Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan solo el terreno para que brote un bien inesperado. Así es en general, y así es también en nuestras propias vidas. (....) Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas (la vastedad del coraje y la resistencia humanos es prodigiosa cuando Dios quiere), aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago.
Carta 69, 14 de mayo de 1944
Un ligero conocimiento de la historia le procura a uno la deprimente sensación del sempiterno volumen y peso de la iniquidad humana: una muy, muy vieja maldad espantosa, infinitamente repetitiva, inalterable, incurable. Todas las ciudades, todas las aldeas, todos los habitáculos del hombre... ¡se hunden! Y al mismo tiempo uno sabe siempre que el bien existe: mucho más oculto, mucho menos claramente discernible, que rara vez irrumpe en las bellezas reconocibles y visibles de la palabra, la acción o la cara; ni siquiera cuando está verdaderamente presente la santidad, mucho más grande que la visible y proclamada maldad.
Carta 79, 22 de agosto de 1944
Lúgubres pensamientos sobre cosas de las que uno no puede saber nada realmente; el futuro es impenetrable, especialmente para los sabios; pues lo que en verdad tiene importancia permanece siempre oculto para los contemporáneos, y las semillas de lo que ha de ser germinan en la oscuridad en algún rincón olvidado, mientras todos están mirando a Stalin o Hitler.
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