Somos cuatro hermanas y mi padre sembró en nosotras lo más importante: el deseo de infinito. Nos enseñó Europa, nos mostró los hermosos museos, nos inició en el amor a la pintura, la música, la lectura. Pero hubo una cosa que no pudo darnos, la fe. Hijo de familia republicana y recriado en el nacional catolicismo, mi padre no practicaba. Acicateada por la necesidad, busqué y busqué y fui por fin "encontrada" por Comunión y Liberación. También mis hermanas se enamoraron del movimiento y vivimos con naturalidad la distancia entre nuestras nuevas convicciones y las de casa. Por eso ahora, con motivo de la muerte de mi padre, me admira la tenaz batalla con la que Jesús lo ha conquistado.
En la Navidad del año 2000 acudió circunstancialmente a misa y un cura viejísimo lo conmovió. El sacerdote añadió que, con motivo del cambio de milenio, se permitía comulgar sin confesión previa. Sorprendentemente, mi padre se puso en la cola. Más tarde acudió a confesarse y, muy poco tiempo después, falleció el cura anciano, de modo que se llevó al cielo, perfectamente sellados, los pecados recién contados. No por eso mi padre se hizo practicante.
Algo había cambiado, pero era un hombre obstinado, que creía saber las cosas. ¿Qué haces para ganarte un alma indómita? Hace cuatro años le diagnosticaron un cáncer de páncreas. Yo no me hice ilusiones, le aconsejé un sacerdote y no quiso oír hablar de ello. Lo acompañé al hospital donde iban a operarlo, hicimos los trámites y solo entonces, casi de tapadillo, me dijo: «¿Ese amigo tuyo cura... no podría venir?». Pedro Pablo agarró la moto y se encerraron una hora. Dice el sacerdote que se rieron mucho. Cuando entré en aquella habitación, mi padre era otro. Estaba radiante y él mismo no lo entendía. «Cristina –comentó–, si mañana muero en la operación, no os preocupéis en absoluto. Sé que existe la vida eterna».
La operación fue brutal pero se curó por completo, ni siquiera necesitó quimioterapia. Desde ese momento asistió religiosamente a misa. Dios le regaló tres años y medio de vida que han concluido ahora, esta vez por un cáncer de próstata. Mi padre no quería morirse, se aferraba a la vida con uñas y dientes.
Todos los días del verano se arrastró literalmente a la piscina para sentir el agua y el sol, se esforzaba por comer, intentaba moverse. Llegado el momento final, nos desesperaba a las hermanas que no quisiese recibir la unción, que concebía como una condena. Dijo explícitamente que no. No se nos ocurrió otra cosa que juntarnos todas en la casa paterna, poner a cientos de personas a rezar a san José y pedir a Pedro Pablo que viniese por sorpresa. Papá recibió la unción rodeado por los suyos y repitiendo: «Gracias Dios mío, gracias Jesús». Los dos amigos se alegraron mucho de verse. Aquella tarde se fue despidiendo y fue dejándonos consejos y comentarios, a veces chistes. «Es interesante asistir a la propia muerte –me dijo–, es como un salto de circo». Se refería, lo entendí muy bien, al vértigo que experimentaba. Por la mañana tenía tantos dolores que hubo que sedarlo y falleció día y medio después.
Me resulta imposible imaginarlo en el cielo. No soy partidaria del uso de la fantasía en cuestiones de fe, pero la escuela de comunidad está siendo imponente. Por la mañana, cuando desayuno, tengo delante un manifiesto de Navidad que cita a don Giussani: «Cuando Juan y Andrés se encontraron con Cristo, no entendían el más allá, no sabían lo que significaba el paraíso, pero tenían delante algo que era que era como un paraíso, un pedazo de paraíso: era un pedazo de Otra cosa».
Cristina López Schlichting
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