En el Cartel de Navidad, la Virgen de los peregrinos de Caravaggio
«La belleza se hizo carne». ¿Quién puede rendirse ante semejante evidencia, aparte de Caravaggio? La Virgen de los peregrinos, de la que el Cartel de Navidad del movimiento toma un detalle, se pintó entre finales de 1604 y los primeros meses de 1605 para honrar la memoria de un personaje extraordinario: Ermete Cavalletti. Era un poderoso notario de
Roma, amigo y devoto de San Felipe Neri, prior de una fraternidad laica dedicada a la Santísima Trinidad de los Peregrinos, que nació del carisma del santo. Según sus estatutos, esta asociación se dedicaba a las necesidades de los numerosos peregrinos que cada año llegaban a Roma, sobre todo cuando se celebraba un gran jubileo, como había sucedido cuatro años antes.
Ermete era especialmente devoto de la Virgen de Loreto, a la que quiso dedicar la capilla que adquirió en 1603 en la iglesia de San Agustín para la sepultura familiar. A ella se encomendó en 1602 cuando acudió en peregrinación con sus hermanos, saliendo desde Roma hacia el gran santuario de Las Marcas, llevando como don un precioso relicario que le había dado el papa Clemente VIII. Fueron tres semanas, según cuenta un diario escrito para la ocasión. Al llegar a Loreto, agotados y exhaustos, los peregrinos se inclinaron para besar el escalón de mármol que, desde que Sansovino esculpiera el admirable marco en que se encuadra la Santa Casa, les separaba de la preciosa reliquia de la Virgen antes de entrar por fin en el santuario. Pocos meses después de volver a Roma, Ermete cayó enfermo y murió. Su familia se encargó de llevar adelante el proyecto de la capilla, llamando a Caravaggio, al que seguramente Cavalletti ya había visto manos a la obra en la Iglesia Nueva, a la que solía asistir como todos los seguidores de Felipe Neri. Para la segunda capilla de la derecha, propiedad de los Vittrice, el pintor realizó dos años después el Descendimiento que actualmente se encuentra en la Pinacoteca Vaticana. Ermete debía haber hablado de él con gran entusiasmo a su familia, que no tuvo ninguna duda a la hora de elegir al autor para la nueva capilla de san Agustín. Muy probablemente Caravaggio había visitado Loreto, pues es conocido un viaje suyo muy breve a Las Marcas, pero aunque no hubiera estado, tal era la fama del lugar y la devoción a la Virgen de Loreto que no podía no tener noticia de ello, considerando además que los peregrinos marianos eran el pan de cada día par los que, como él, se habían criado en Caravaggio.
1604 fue además un año de gran devoción a la Virgen de Loreto, por expreso deseo de Clemente VIII, tanto que en esa época se encargó un lienzo sobre el mismo tema
a otro pintor extraordinario de Roma, Annibale Carracci. Los que hayan visto ese cuadro, que aún hoy se encuentra en la preciosa iglesia de san Onofre, sabrán que todos los artistas solían representar en aquella época el misterio de la Santa Casa: la Virgen con el Niño sentada sobre una casita de ladrillo y elevada por los Ángeles.
Pero Caravaggio percibe las cosas de otra manera.
Mantiene la idea de la Virgen en una hornacina, como la famosa imagen de la Virgen de Loreto, y reduce la estructura de ladrillo que siempre ha caracterizado la representación de la Santa Casa a un trozo de pared desconchada, pura poesía. Aquellos que normalmente quedaban excluidos son elevados al rango de coprotagonistas: dos peregrinos extraordinarios que, después de besar el escalón de entrada, levantan la cabeza y ven a su Reina en la puerta de la casa esperándoles con su Niño en brazos. Ahí sucede el milagro: un admirable cruce de miradas entre la Madre y el Niño y los humildes peregrinos con sus pies sucios y sus harapos. Roberto Longhi, el principal crítico de Caravaggio, interpretó -y con razón- este cuadro como un admirable ex voto.
Pero Caravaggio va más allá. Esa mirada inédita e inesperada de María y el Niño a los dos pobres peregrinos, inclinando hacia hacia ellos sus rostros de piel tersa y lisa, encierra la acogida y el principio de redención para esa otra piel rugosa y esos pies heridos de los dos caminantes (hombre y mujer, simbolizando a todo el género humano) que permanecen inclinados invocando la gracia.
Unos meses antes, interrogando en el gran proceso que inició contra él su enemigo acérrimo Giovanni Baglione sobre lo que significaba ser un pintor valioso, Caravaggio respondió con prontitud: «pintar bien e imitar bien las cosas naturales». Los biógrafos de su época relatan estupefactos el desdén del artista hacia la ideación de los cuadros mediante el dibujo, como herramienta de
invención pictórica y signo de un destello racional y por tanto intelectual en su arte. Aquel lombardo «rechoncho y de perilla negra» creaba sus obras, en cambio, «despojando a sus modelos y elevando las luces». Lo crucial no era su capacidad de ideación sino la realidad misma, ya fuera un ángel o una manzana. «Necesitaba la misma destreza para pintar un buen cuadro de flores o de personas», liberando así, de una vez por todas, a las pinturas de naturalezas muertas del rango inferior al que siempre habían sido confinadas. Las flores, los frutos, igual que los hombres y mujeres, todo vive en la obra del maestro, pero no solo vive, es creado.
Incluso las manzanas podridas, imperfectas, describen el humilde drama biológico del cambio que se produce desde la semilla hasta el fruto que cae en tierra, una vida perenne y eterna. «Todo es santo», como diría Pasolini, todo es santo, y todo es, al mismo tiempo, completamente verdadero, como la mano de una madre que amorosamente se hunde en la carne de su niño.
Para mí todo sucedió como la sorpresa de un «bello día», cuando un profesor del bachillerato –yo tenía 15 años– leyó y explico´ la primera página del evangelio de san Juan. «El Verbo de Dios, o bien aquello en lo que todo consiste, se hizo carne», decía. «Por esto, la belleza se hizo carne, la bondad se hizo carne, la justicia se hizo carne, el amor, la vida, la verdad se han hecho carne: el ser no esta´ en un más allá platónico, sino que se ha hecho carne, es uno entre nosotros». Y esto es todo. Porque mi vida desde muy joven ha estado literalmente impregnada de este hecho: ya sea como memoria que de forma persistente golpeaba mi pensamiento, ya sea como estímulo para una valoración nueva de la banalidad cotidiana. El instante, desde entonces, no fue ya una banalidad para mi´. Cuando un «bello día» sucede e inesperadamente se ve algo hermoso, uno no puede dejar de contarlo al amigo cercano, no puede dejar de gritar: «¡Mirad allí!». De esta forma sucedió.
Luigi Giussani
De joven, con solo quince años, le había impresionado el descubrimiento del misterio de Cristo. Había intuido –no solo con la mente sino con el corazón– que Cristo es el centro unificador de toda la realidad, es la respuesta a todos los interrogantes humanos, es la realización de todo deseo de felicidad, de bien, de amor, de eternidad presente en el corazón humano. El estupor y la fascinación de este primer encuentro con Cristo ya no lo abandonarían. Como dijo en su funeral el entonces cardenal Ratzinger: «Don Giussani siempre tuvo la mirada de su vida y de su corazón dirigida hacia Cristo. Así, comprendió que el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo; que el cristianismo es un encuentro, una historia de amor, un acontecimiento». Aquí está la raíz de su carisma. Don Giussani atraía, convencía, convertía los corazones porque transmitía a los otros lo que llevaba dentro después de su experiencia fundamental: la pasión por el hombre y la pasión por Cristo como cumplimiento del hombre.
Papa Francisco
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