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Huellas N.11, Diciembre 2022

PRIMER PLANO

La luz que brilla en las tinieblas

Isabel Almería

El Papa nos pide ahora colaborar con él en la profecía de la paz y viene vértigo solo de pensarlo. ¿La paz? ¿Acaso puedo yo, un simple trabajador de la viña, construir la paz que espera el mundo?

«Nos sentamos en el suelo del pasillo y nos quedamos allí. cayó una nueva bomba y no sabíamos qué estaba pasando en la calle, quién de nuestros amigos y vecinos habría muerto, quién estaría herido, quién habría perdido a algún ser querido. Me sentía como en un túnel oscuro y trataba de buscar una salida dentro de ese horror y, de pronto, vi en la pared el icono de Jesús. Él había estado conmigo todo ese tiempo, él está aquí, he visto su rostro. En Él no había sombra de miedo, me miró y me dijo: “No temas, yo estoy aquí por ti y contigo”. Abracé a mi mujer y a mis hijos, no conseguía decirles nada, solo los apreté junto a mí y así, juntos, esperamos a que terminaran los bombardeos». Estas palabras las escribía nuestro amigo Suolaiman, médico sirio, desde Damasco, en el año 2015. Hoy resuenan fuertemente en la memoria pensando en tantos otros amigos ucranianos que cada día, desde Jarkov, Kiev o Jersón, luchan por sobrevivir a las bombas y por encontrar un sentido a la injusticia de este sufrimiento. Otros han tenido que abandonar sus hogares y a sus familias, sin fecha de regreso o de reencuentro.
Desde el 24 de febrero la humanidad parece haber dado un paso más en el camino hacia la locura y la irracionalidad. Lo que hace menos de un año nos parecía solo una exageración improbable, el argumento de una película más o menos realista, ha tomado cuerpo encarnándose en el monstruo de la guerra, ese jinete que no deja nunca de cabalgar, y está arrasando a su paso con la vida de millones de personas. Las bombas caen sin descanso en las ciudades de Ucrania, mientras sus habitantes se preparan para el que, intuyen, será el peor invierno de sus vidas. «Ayer otra vez cayeron misiles, bombardearon la central eléctrica. Hasta las tres de la madrugada estuvimos sin luz y ahora no hay calefacción. El metro y los transportes públicos están parados. Es lo esperable, pero cada vez es más terrible», me escribía hace unos días una amiga desde Jarkov.
Pero también caen bombas al otro lado de la frontera, en el país atacante. No están cargadas de explosivos y quizá no tienen la capacidad de matar el cuerpo, pero sí de horadar el alma. En esta guerra no existen los malos y los buenos absolutos, como nos ha recordado el Papa, y Rusia, como nación, como pueblo, no puede equipararse con el enemigo. Es verdad que muchos sostienen la posición del Gobierno, la creen y la apoyan porque es su deber patriota, porque la santa Rusia debe vencer al diablo occidental, porque… ¡vaya usted a saber! ¿Ignorancia?, ¿ingenuidad? Podría ser, pero no solo. Como nos recordaba el padre Andrey Kordochkin en EncuentroMadrid, «no basta con tener la posibilidad de acceder a la verdad, hay que querer hacerlo». Quizá hay mucha gente, demasiada, que no quiere la verdad. Pero también están todos aquellos que sí la buscan, la custodian e intentan transmitirla aun a riesgo de poner en peligro su propia seguridad. Por los centros de enseñanza escolares y universitarios se pasean últimamente muchos inspectores que fiscalizan lo que se dice a los alumnos y se aseguran de que la nueva asignatura de “espíritu ruso” se imparta en las aulas. Y, aun así, hay profesores que intentan hablar con sus alumnos del mal de la guerra, que les hacen razonar y no dejan que nadie les diga lo que tienen o no que decir. Sí, varios de ellos han perdido sus trabajos, pero no han renunciado a la verdad. Las manifestaciones están prohibidas y no se puede hablar ni siquiera de la guerra (porque no hay ninguna guerra, solo una “operación especial militar”); se persigue y encarcela a los manifestantes. Y, aun así, hay grupos organizados en las redes sociales que prestan ayuda a los refugiados ucranianos que llegan a Rusia, montan cadenas de asistencia, recogen alimentos, dinero, ropa o buscan voluntarios para llevarlos a las fronteras o donde necesiten ir. Otra amiga me escribe: «Yo quiero organizar un verdadero movimiento por la paz, en todo el mundo. Parece muy genérico y muy grande para una persona como yo… pero si no soy yo, ¿quién? No tengo la más mínima idea de por dónde empezar, pero comparto este pensamiento con los que tengo al lado; puede que juntos lleguemos a un plan más preciso».

Otra cara de esta moneda poliédrica son las historias de todos los refugiados. Vivimos uno de los mayores éxodos de la historia de Europa y, gracias a Dios, la sociedad del viejo continente no ha perdido aún la humanidad. Particulares e instituciones se han volcado para acoger y ayudar a tantas familias ucranianas y, granito a granito, se ha ido perfilando una playa de solidaridad. Precisamente a la playa de Valencia llegaron, apenas un mes después de la invasión, Vera y su hija Rada. Nos conocimos por teléfono.
Una amiga italiana me dijo que eran de la parroquia de un amigo común, un sacerdote de Jersón, y que estaban solas en Valencia. Hablé con Vera y le puse en contacto con algunos amigos de CL y del Camino Neocatecumenal. Fui más o menos siguiendo en la distancia su situación (algún mensaje de whatsapp, llamadas a los amigos que la cuidaban, poco más). Hace unos meses me escribió para decirme que su marido, Vitaliy, había conseguido salir legalmente de Ucrania y venía a reunirse con ellas. Aprovechando que venía a Madrid para recogerlo y ayudarlo a poner en orden los papeles, me dijo si podíamos vernos. Pasaron tres días en Madrid y el segundo les invitamos a cenar a casa. Nos contaron su historia y cómo Vera y la niña habían ido hasta tres veces a la frontera y las tres se habían dado la vuelta porque no soportaban la idea de separarse de Vitaliy y de sus padres. Al final, el marido le convenció de que tenían que ponerse a salvo y, mientras, él seguiría buscando el modo de salir. Durante los cuatro meses que estuvieron separados los dos reconocen haber hecho un camino de fe, de esperanza. Vera contaba cómo el hecho de haberse sentido acogida y cuidada por gente desconocida le había puesto en movimiento para no encerrarse en sí misma y ayudar a otros que estaban en su misma situación, colaborando con la Cruz Roja. Vitaliy agradecía que el Señor le hubiera dado ese tiempo para que en su corazón «venciera el amor y no el odio». «Al principio –dice ella– no quería mandarle fotos a Vitaliy. Me avergonzaba que viera que estábamos bien; que la niña estaba contenta en el colegio, que yo estaba con una familia maravillosa, en una ciudad con sol, con mar… Un día se lo dije y él me contestó: “¡Pero no seas tonta! Tú has salido de Ucrania para ser feliz y eso es lo que tienes que hacer. Sé feliz y demuéstramelo”. Entonces comprendí que esta es la misión de los que hemos conseguido escapar: conservar la felicidad. Porque un corazón destruido no construye y nosotros tenemos mucho que construir. Mantener la felicidad para poder llevarla de vuelta a Ucrania». «A Ucrania y a Rusia», añade él.
Son solo algunos ejemplos, y alguien podría objetar que son pocos y aislados frente al terrible sufrimiento de la mayoría. Sí, es verdad. Pero son luces que brillan en las tinieblas, estrellas que iluminan el camino a recorrer. El Papa nos pide ahora colaborar con él en la profecía de la paz y viene vértigo solo de pensarlo. ¿La paz? ¿Acaso puedo yo, un simple trabajador de la viña, construir la paz que espera el mundo? ¿Es que mi trabajo diario incidirá en las decisiones de los poderosos que mueven las armas? Pero, ¿y si no es eso lo que el Señor nos pide? «La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como el mundo la da, no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (Jn, 14, 27-28). Si la profecía de la paz se puede realizar en cada uno de nosotros –«no hay que hablar de los políticos, sino de las personas», nos recordaba Adriano Dell’Asta en EncuentroMadrid– será solo porque, con nuestros actos, con nuestros deseos, pensamientos y acciones, pidamos la gracia de construir el Reino de Dios. Cultivando la viña, construyendo el Templo, llevando al mundo la Presencia del resucitado. El único que puede permitir que, en medio de las bombas, no tengamos miedo.
Suolaiman terminaba su carta con estas palabras, que sirven hoy para todos nosotros: «Sí, la guerra puede arrancarnos de raíz el espacio y el tiempo, y el mal puede arrastrarnos a un pozo profundo. Pero Jesús es capaz de abrir nuestra vida al encuentro con un horizonte infinito, alzarnos desde nuestros sufrimientos, nuestra desesperanza y nuestro miedo hasta la alegría celestial».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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