El manifiesto de CL apunta a la necesidad de que la paz no sea reducida a una mera apelación, sino que sea el camino más sostenible de prevenir y solucionar los conflictos. Sin embargo, el mundo parece resignado a las armas. De todos los movimientos sociales que emergieron tras las catástrofes de la Segunda Guerra Mundial, el pacifismo es el que más desgastado ha sido. Han desaparecido revistas pacifistas, centros y grupos de investigación, escuelas populares de paz, etc. Igual que las sociedades occidentales se muestran cada vez más sumisas a vivir en sociedades muy desiguales, también han renunciado a que la paz sea algo más que un valor ideal que no puede aplicarse cuando los conflictos son de verdad.
La paz no es solamente un horizonte al que podemos aspirar, sino el camino para cualquier progreso sostenible. Nada violento es duradero. Cuando solamente dejamos la palabra a los ejércitos es porque previamente hemos negado a la paz todas las posibilidades que tenía para no llegar a los campos de batalla. Hemos dejado de hacer muchas cosas que nos han llevado a las manos.
Una guerra siempre es una paz a la que no se le ha dado oportunidad. Sin duda debemos poner los medios para evitar que alguien haga daño a otro y hay que defender a la gente, pero una guerra siempre es resultado de un ambiente belicista. Por no haber apostado por crear un cuerpo de paz, parece que la guerra fuera la única solución.
Cuando el papa Francisco pide que dejemos actuar a la paz, está señalando que ha habido problemas previos en los que hemos fracasado y que hay un camino de progresiva pacificación que es el único que tiene futuro.
La resignación provoca desenganche y desinterés, cansancio en la ciudadanía, y ese es otro paso que eleva la escalada de las guerras, porque la ciudadanía es permisiva, no permanece vigilante ni exige, sino que deja su voz a los cañones. Dice muy bien el manifiesto que vivimos «el riesgo de que la confusión y el miedo… no nos lleven a desear la paz, sino únicamente a que nos dejen en paz». Es crucial que sigamos atentamente la acción de todos los implicados, vigilando y grabando los abusos en nuestra memoria colectiva para pedir cuentas, impidiendo la desproporción, buscando comprender mejor las causas para desactivar las violencias, dando salidas imaginativas y asumibles a los agresores, aspirando a que se siembre el perdón. Aunque estemos en guerra, es imprescindible que en ningún momento casemos de pacificar. Por eso no podemos menos que agradecer y apoyar todos los «gestos de oración y actos públicos de diálogo que puedan favorecer una profundización», como los que se compromete este manifiesto a emprender.
La paz es un árbol que crece muy despacio, pero se puede talar muy rápido. Cualquier construcción de paz atraviesa el tiempo y no podemos pretender que tenga la velocidad de las campañas. Los tanques siempre son más veloces que las palomas de la paz. Es preciso que demos cuerpo al diálogo de los pueblos. La paz del mundo no puede depender de sus gobernantes, sino que es crucial que se crucen lazos e instituciones entre las naciones, colectivos y regiones. Toda guerra ha venido precedida de una larga ruptura del cuerpo social. Debemos juntarnos gente de voluntad de todos los campos implicados para rezar y pensar juntos; para proclamar que nada violento es sostenible. Frente a la resignada vida bajo los cañones, debemos emprender el coraje de la paz, el perdón y la reconciliación. Volvamos a aquel mundo que confiaba en la paz, que enseñaba la paz entre generaciones, que investigaba y era capaz de hablar de paz. Cada nuevo lazo por la paz que sumemos engrosa la cuerda capaz de sacar de las trincheras a tanta gente que se ha dejado vencer por la guerra.
Vamos a crear vínculos desarmados, acompañemos —como nos pide el papa Francisco y este manifiesto de CL— en la profecía de la paz.
* Profesor de Sociología en la Universidad Pontifica Comillas
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