Va al contenido

Huellas N.09, Octubre 2022

RUTAS

La Cascinazza.
Con el alma herida

La madrugada del pasado 13 de septiembre moría Quique Bicand inesperadamente en su celda del monasterio benedictino de la Cascinazza. Aquella noche había empezado a escribir una carta donde compartía las dos últimas gracias recibidas. «En el secreto de su lavandería, poco a poco todo se estaba preparando»

Alegría es sentir el alma,
en cada instante,
nuestra y viva.
Y es, cuando más se siente el alma,
cuando la llevamos herida.
(José Hierro)


El Señor ha venido a visitarnos y se ha llevado a Quique con Él, dejándonos el alma herida, más nuestra y viva.
Cinco años de amistad antes de entrar en el monasterio y veintidós años en la comunidad, compartiendo siete veces al día el coro y tres el refectorio, reuniones de la comunidad, momentos de trabajo, de recreo, etc. pueden llevarte fácilmente a creer que conoces a un hermano. Y es verdad que podrías incluso anticipar las mociones de su carácter, pero su “yo” no acabas nunca de conocerlo, porque renace cada vez de su libertad ante Cristo y, por tanto, porta siempre un rasgo de novedad que no habías visto antes: es un acontecimiento.
Esta continua novedad en la relación con Quique se ha ido incrementando a lo largo de los años, y poco a poco ha madurado en mí no solo el afecto (en una vida como la nuestra, tan cercana, es difícil que no crezca), sino sobre todo una verdadera estima, porque cada vez le descubría más capaz de sorprenderme, más hecho por el Misterio.
Y así, de una relación inicialmente difícil por la absoluta disparidad de nuestros temperamentos, hemos ido pasando a una amistad sólida, por la que nos mirábamos “de reojo” para correr –por usar la frase con la que él describía su vocación– tras el «buen olor de Cristo».
Porque Quique, desde que jovencísimo encontró a los sacerdotes de Nueva Tierra en Ávila y dijo: «¡Yo, como ellos!», ya no había dejado de correr tras Él. Era de una laboriosidad insomne, no recuerdo haberle visto un solo momento de ocio: en todos sus ratos libres copiaba citas de todo tipo de autores; y para preparar sus homilías leía mucho, sobre todo a los Padres de la Iglesia, no solo por sentido de la responsabilidad («no quiero inventarme nada»), sino sobre todo porque –le gustaba decir con san Agustín– «con los grandes, nos hacemos grandes».

Siempre buscó compañeros de camino. «Yo necesito hermanos, amigos, con los que pueda compartirlo todo». En casa siempre estaba atento al paso de cada uno, porque le interesaba la vida de los demás, se preocupaba. Y para ello Dios le había dotado de una especial perspicacia y sensibilidad: «¿Qué tal esta este…?», te preguntaba, para inmediatamente, sin esperar tu respuesta, decirte lo que él ya había captado. Nunca pudo concebirse solo, y lo mismo con todas las personas a las que acompañaba: el camino de cada uno lo sentía parte de su camino.
Le definía una última sencillez de corazón ante la realidad, como la de un niño, que le permitía retomar siempre de nuevo con facilidad. Ningún límite ha sido capaz de detenerle, y gracias a ello ha podido comunicarnos ese abrazo del que él estaba cierto («Cristo vence siempre») a nosotros y a un gran número de amigos, de los cuales solo un pequeño número pudo estar presente en los días de la capilla ardiente y del funeral.
Una búsqueda tenaz que, a su debido tiempo, ha dado sus frutos. Desde el brote de Alzheimer de su madre, el año pasado, se le veía cambiado: había aceptado la herida y le estaba trabajando por dentro. Una tarde de invierno fui a visitarle a la lavandería y, nada más entrar, lo que vi me impactó profundamente. Quique estaba arrodillado ante un gran fregadero, lavando una manta, y toda su persona emanaba tanta paz como si estuviera ante el sagrario. La lavandería estaba habitada por una Presencia que me llenó de silencio. Me quedé observándolo sin que se diera cuenta y, al cabo de un rato, me fui sin decir nada para no distraerle. Desde ese día, a menudo volvía a visitarle, en busca de esa Presencia y ese silencio. Y los he encontrado puntualmente.
Por eso no me pilló del todo por sorpresa la gracia que el Señor le concedió en el encuentro con su madre enferma (como contó él mismo en una carta publicada en clonline.org), y que le hizo feliz y libre como no lo había sido nunca. Y –parece mentira decirlo– tampoco cuando encontré las últimas palabras que estaba escribiendo antes de morir [ver recuadro]: en el secreto de su lavandería, poco a poco todo se estaba preparando.
Ahora Quique ha llegado a su Destino y puede cantar su canción preferida: Si hay algo que quiero, si hay algo que merece la pena, es habitar en tu casa, todo lo demás es banal. Y hablar contigo de cuando era pequeño y veía las cosas con los ojos de un niño (Claudio Chieffo, Errore di prospettiva).
Gracias, amigo.
Non nobis, Domine, sed Tuo nomine da gloriam.
Rafa

Reconstrucción de la última carta de Quique
La noche del 12 de septiembre, antes de irse a dormir, Quique había comenzado a escribir una carta. En este día la Iglesia conmemora la memoria del Dulce Nombre de María, una fiesta que él celebraba cada año de modo especial por el vínculo que le unía a su madre, María Acacia, y esta vez deseaba hacerlo comunicando a sus amigos la experiencia de los últimos meses, «esos frutos de vida nueva que, de forma misteriosa, la muerte de mi madre el pasado 19 de marzo está generando en mí. Son dos gracias que me ha dado el Señor, con las que me ha sacudido desde los cimientos y me ha hecho nacer de nuevo a mis cincuenta y siete años. Son dos cosas muy sencillas...».
En este punto la carta se interrumpe, pero gracias al esquema que había hecho para escribirla, se puede reconstruir su desarrollo:
«Después del encuentro con mi madre, volví de España con una serenidad sorprendente, con una paz y una alegría que nunca había experimentado antes. La primera noche en la Cascinazza, extrañamente, había un cielo increíblemente claro y “lleno hasta los topes” de estrellas muy brillantes. Mientras lo contemplaba con asombro, me acordé de una página del libro de Bersanelli sobre la historia de la astrología, en la que imagina cómo pudo venirle a Anaxágoras su intuición sobre la estructura del cosmos:
“Después de haber plantado la tienda, padre e hijo se fueron a dormir. La noche pasó rápidamente y el niño se despertó temprano. El amanecer ya aclaraba el cielo y la luz difusa se filtraba en la tienda, revelando apenas los contornos de las cosas. Mientras su mirada vagaba, vio algo que le llamó la atención. En la tela ligeramente deshilachada de la tienda había unos pequeños agujeros por los que entraba, concentrada, la luz del cielo ya despejado. Esos puntos de luz eran tan brillantes como las estrellas del cielo. Una idea se le pasó por la mente: pensó que tal vez las estrellas, esas misteriosas luces nocturnas que tanto le fascinaban cuando era pequeño, eran en realidad agujeros de una gigantesca tienda cósmica, por los que entraba la luz de un inmenso fuego que envolvía todo el universo” (M. Bersanelli, El gran espectáculo del cielo).
Por primera vez en mi vida, gracias a la luz que me invadió en el encuentro con mi madre, he intuido que la verdadera realidad es ese fuego que está detrás de la tienda y que, en algunos puntos, irrumpe y vence a la oscuridad. Así, en estos meses, he comenzado a verificar que las circunstancias que inmediatamente me hacen sufrir (como la injusta guerra de Ucrania o las divisiones en el seno de la Iglesia) son solo una parte de esa tienda oscura que, sin embargo, no puede impedir que, por algunos agujeros, “se cuele una luz incandescente porque detrás está el Sol, el Fuego, la Luz, el Ser”.
La segunda gracia que se me ha concedido ha sido empezar a ver que esta luz entra en mi vida de todos los días, hasta el punto de que puedo decir que “Misterio y signo coinciden, de forma absolutamente existencial”.
En mi experiencia, sin negar mi debilidad sino abandonándome confiado en las manos de Dios, estoy descubriendo el salmo favorito de mi padre, el Salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque ¡¡¡¡¡¡¡TÚ ESTÁS CONMIGO!!!!!!!”» (así en los apuntes).



----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------




Madrid, 13 de septiembre de 2022

Queridos amigos de la Cascinazza:

Cuando he recibido esta mañana la noticia del fallecimiento de Quique durante la noche, la primera reacción ha sido al mismo tiempo de sorpresa y de confianza. Sorpresa porque no tenía noticias de ningún problema serio de salud que le pudiera afectar, y por lo tanto no contaba con esta posibilidad de forma inmediata; y confianza porque si alguien ha vivido esperando a Cristo durante toda su vida, buscándolo con insistencia y en todo momento es Quique. A él no le ha pillado tan desprevenido como me ha sucedido a mí.
Amigo fidelísimo, en la distancia geográfica y en la máxima cercanía del afecto y de la fe, es uno de esos rostros que resplandecen porque viven mirando a Cristo. No tengo ningún recuerdo de él fuera de esa tensión hacia Cristo presente. El tiempo le ha hecho madurar, y ha dado consistencia a su ímpetu ideal. Verle, entreverle, estos años (la última vez a través de la reja exterior de la Cascinazza) ha sido una verdadera gracia.
Ha dado continuo testimonio de la obra de Cristo para transformar su propia humanidad, y hacerla más interesante, más atractiva. Sus cartas, intensamente transparentes y tocadas con ironía hacia sí mismo, llegaban puntuales durante el año, como un diario de la victoria del Espíritu del Resucitado. No recuerdo algo similar entre nosotros.
Me uno a vuestro dolor y a vuestra letizia (aquí hay que usar la palabra italiana) porque el Señor ha cumplido hoy para él su promesa: el ciento por uno y la vida eterna. No ha tardado mucho en llamarle junto a su madre.
Ofrezco la Eucaristía por él, por su padre y hermanos, por toda la queridísima comunidad de la Cascinazza, por la comunidad de los que –incluso sin conocernos– hemos formado el grupo de sus amigos.
Ven Espíritu Santo, ven por María.
Os mando un gran abrazo
Javier Prades
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Jueves 15 de septiembre B.V.M Nuestra Señora de los Dolores

Después de la misa, la ola del torbellino que nos ha arrastrado nos lleva, impotentes y atónitos, a las puertas del cementerio. Cuando todos han llegado, nos dirigimos al lugar donde Quique descansará en la paz eterna de Dios.
Es una entrada estrecha para un ataúd tan largo, pero los encargados del entierro saben lo que hacen. Antes de entrar en la capilla, se rezan las últimas oraciones rituales y el sacerdote da la bendición; algunos cantos de la multitud reunida encomiendan el alma de Quique a la Virgen: Ave María, esplendor de la mañana.
En ese momento, el féretro es colocado en su nicho, y el primero en entrar en la capilla es su padre, Paco, quien, tocando el féretro como un sacerdote, da rápidamente y en voz alta las últimas recomendaciones a su hijo. Aunque no entiendo nada de lo que dice, ¡lo entiendo todo! Es una escena que queda impresa en mi memoria para siempre. Luego siguen los hermanos, luego nosotros, los monjes, y después algunas personas para la última despedida.
Los albañiles son ahora libres de levantar ese muro que alejará para siempre a Quique de nuestros ojos, mientras obliga a los suyos a mirar solo a Dios.
Antes de que me venga a la cabeza la pregunta «¿y ahora, qué hacer?», alguien empieza a cantar El Ebro guarda silencio. A su paso por la basílica de la Virgen del Pilar de Zaragoza, el río Ebro se vuelve casi silencioso para no molestar a la Virgen. Pero en la quinta estrofa, la canción introduce las campanas que, con clamor, llaman a oración. Y es precisamente en ese momento cuando el ensordecedor martillo de los albañiles comienza a golpear con fuerza las losas que cierran la tumba.
Al principio este ruido desentonaba con el canto, era una perturbación, pero después martillo y campanas se hacen una sola cosa. El martillo prestaba su sonido rítmicamente a las campanas. Eran golpes tan fuertes y distintos que me transportaron rápidamente, sin más velo, a la crucifixión de Jesús.
A estas alturas todo estaba claro. Jesús estaba siendo clavado en la cruz, bajo la mirada de la Virgen, antes de su elevación.
¡Qué extraño! La voz seguía cantando, acompañada de los golpes de martillo, como un canto de victoria, mientras el corazón lacerado se unía en devoto silencio al de Jesús que muere por la salvación del mundo.

Cruzando el puente de piedra,
se oye una brava canción.
Y, en las torres, las campanas
están tocando a oración
.

P. Sergio Massalongo, prior

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página