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Huellas N.09, Octubre 2022

PRIMER PLANO

El bello día

Don Luigi Giussani cuenta el momento en que –en primero de liceo- aconteció ante él la sorpresa del anuncio cristiano, que cambió su vida. «Cuando inesperadamente se ve algo bellísimo, uno no puede no gritar: “¡Mirad allí!”»

«Y EL VERBO SE HA HECHO CARNE»
¿Cómo apareció en mi horizonte esta verdad de tal forma que, de improviso, abrazó mi vida? Yo era un jovencísimo seminarista en Milán, un chico honrado, obediente, ejemplar. Pero —si mal no recuerdo lo que dice Concetto Marchesi en un texto suyo sobre literatura latina— «el arte tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes». El arte, es decir, la vida —si quiere ser creativa o, mejor, si tiene que ser “vida”—, tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes. Y yo había sido un seminarista muy reverente, salvo un paréntesis en el que el poeta Leopardi, durante un mes, me tuvo más “enganchado” que nuestro Señor.
Como escribió Camus en sus Cuadernos: «No es a través de los escrúpulos como el hombre llegará a ser grande. La grandeza viene por gracia de Dios, como un bello día». Para mí todo sucedió como la sorpresa de un «bello día», cuando un profesor del bachillerato —yo tenía 15 años— leyó y explicó la primera página del evangelio de san Juan. Entonces era obligatorio leer esta página al final de cada Misa; por lo tanto, la había oído miles de veces. Pero aconteció el «bello día»: todo es gracia.
Como dice Adrienne von Speyr, «la gracia nos inunda. Esto constituye su esencia [la gracia es el Misterio que se comunica; la esencia de la comunicación del Misterio es que nos inunda, nos penetra]. Esta no aclara punto por punto, sino que irradia su luz como el sol. El hombre sobre el que Dios se prodiga a sí mismo debiera verse preso de un vértigo tal que le hiciera ver solo la luz de Dios y no ya sus límites, la propia debilidad [por esto es innoble la actitud de quien se escandaliza del entusiasmo de un joven al que le ha sucedido el “bello día”]. Debería renunciar a todo equilibrio [buscado por sí mismo], debería renunciar a un diálogo entre él y Dios como dos partners, y ser un sencillo receptor con los brazos abiertos que no logra aferrar, pues la luz se esparce sobre todo y permanece inaferrable, y representa mucho más de lo que pueda acoger nuestro movimiento».
Después de 40 años, leyendo este fragmento de Von Speyr, he percibido lo que me sucedió cuando aquel profesor explicó la primera página del Evangelio de san Juan. «El Verbo de Dios, o bien aquello en lo que todo consiste, se ha hecho carne», decía, «por esto, la belleza se ha hecho carne, la bondad se ha hecho carne, la justicia se ha hecho carne, el amor, la vida, la verdad se han hecho carne: el ser no está en un más allá platónico, sino que se ha hecho carne, es uno entre nosotros». Me acordé en aquel momento de una poesía de Leopardi, estudiada en aquel mes de “fuga” cuando empezaba el bachillerato, titulada A su dama. Era un himno dedicado no a una de sus “amantes”, sino al descubrimiento que había hecho de improviso —en ese vértice de su vida después del cual decayó— de que lo que buscaba en la mujer amada era “algo” más allá de sí misma. Este himno bellísimo a la mujer termina con una apasionante invocación: «Si de las eternas ideas / tú eres una a la que de sensibles / formas no viste el saber eterno, / ni entre caducos restos / probar las ansias de fúnebre vida, / o si otra tierra, en los excelsos giros, / entre mundos innúmeros te acoge, / y más bella que el sol te ilumina / próxima estrella, y aire más benigno / respiras, de aquí, donde la vida / es breve y desdichada, ven, recibe / de este ignoto amante la canción». En aquel instante pensé que esta poesía de Leopardi era, 1.800 años después, mendigar aquel acontecimiento que había acaecido ya, y que anunciaba san Juan: «El Verbo se ha hecho carne». El ser (belleza, verdad) no solo no ha “desdeñado” revestir de carne Su perfección ni llevar los afanes de la vida humana, sino que ha venido a morir por el hombre: «Vino entre los suyos y los suyos no le acogieron», llamó a la puerta de su casa y no le reconocieron.
Y esto es todo. Porque mi vida desde muy joven ha estado literalmente impregnada de este hecho: ya sea como memoria que de forma persistente golpeaba mi pensamiento, ya sea como estímulo para una valoración nueva de la banalidad cotidiana. El instante, desde entonces, no fue ya una banalidad para mí. Todo lo que era —por tanto todo lo que era bello, verdadero, atrayente, fascinante, aunque fuera como posibilidad— encontraba en aquel mensaje su razón de ser, como certeza de presencia y esperanza movilizadora que hacía abrazar todo.
Por aquel entonces tenía sobre la mesa de estudio una figura de Cristo de Carracci, bajo la cual había escrito la frase de Mohler (el famoso portaestandarte del ecumenismo, del cual había leído en el colegio la Simbólica y otros escritos): «Pienso que ya no podría vivir si no Le oyera hablar de nuevo». Ahora, cuando hago examen de conciencia, me veo impelido a pedir a la misericordia de Cristo, a través de la piedad de María, que me haga volver a la sencillez y al coraje de entonces. Porque cuando un “bello día” sucede e inesperadamente se ve algo bellísimo, uno no puede dejar de contarlo al amigo cercano, no puede no gritar: «¡Mirad allí!». De esta forma sucedió.
(L. Giussani, Un movimiento en la Iglesia, pp. 80-82)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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