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Huellas N.07, Julio/Agosto 2022

LECTURAS PARA EL VERANO

El grito de la belleza

Guadalupe Arbona

Que el bien os acompañe
Vasili Grossman,
Galaxia Gutemberg
144 pp. – 18 €

Que el bien os acompañe cuenta el viaje de Vassili Grossman a Armenia en 1961. El ucraniano fue enviado por las autoridades soviéticas para que aprendiese armenio y tradujese a un poeta de esa tierra; en realidad, lo que buscaban era distraerlo de la escritura de su propia obra: la literatura de Grossman es tan hirientemente humana que un régimen totalitario no la podía soportar. No querían que se publicase una novela como Vida y destino, en la que las emociones de la inteligencia, las razones de la libertad y las exigencias de justicia se mostraban tan en carne viva. Ahora bien, durante ese periodo como exiliado, además de traducir textos armenios, tal y como se le había encomendado, compone Que el bien os acompañe. Este librito es un Cuaderno de viaje en el que va contando lo que descubre de Armenia, lo que mira y conoce de un pueblo que le ofrece muchas cosas. Así es como el castigo y el intento de disuasión del gobierno ruso se convierte para Grossman en oportunidad y ocasión de la escritura de un libro atravesado por una mirada sagaz y tierna a la vez. «Si Todo fluye es el testamento político, Que el bien os acompañe es el testamento existencial», dicen los traductores españoles de esta edición.
Elijo algunos pasajes que dan cuenta de esta existencia que se mueve ante la belleza de un país. Armenia y las hermosuras que reconoce en ella traspasan a Grossman y se ve en lo que escribe a lo largo de estas páginas. La descripción de estos impactos es tan exigente que llegan a hacerse grito y melancolía en el observador. Y es que Grossman es un observador atento que no se sustrae de lo que la hermosura o su falta produce en él.
El primer pasaje que elijo es el de la descripción enamorada de la ciudad armenia de Dilizhán:
«Dilizhán es una ciudad maravillosa (…) De Dilizhán te enamoras a primera vista. Y el primer pensamiento de quien se enamora de la ciudad es que para curar el alma, solo hay que vivir en ese lugar». Enamora y a la vez llena hasta rebosar de una inextinguible melancolía, por eso añade: «Pero no es verdad (…) La inquietud del alma humana es terrible, inextinguible, no es posible aplacarla ni huir de ella, ante ella son impotentes los silenciosos ocasos rurales, el chapoteo del mar eterno y la querida ciudad de Dilizhán (…) En el silencio no encontramos salvación del rechino de la melancolía, la frescura de la montaña no enfría el alquitrán caliente que nos quema por dentro, es imposible tapar una brecha sangrienta con la ciudad de Dilizhán». A la vez que siente cómo el corazón se ensancha ante la profunda y sentida maravilla de la ciudad, estalla el grito de su drama y por eso Grossman descubre en medio de su admiración un gemido: «Llora Raquel por sus hijos, no quiere consuelo, porque ellos ya no están» (p. 88)
Ante la belleza es necesario tomar una decisión: su manera de acontecer y presentarse ante nosotros no sucede porque sí y basta. Las cosas, mostrando los perfiles de su belleza, convocan a los ojos despiertos, llaman a una mirada atenta. Y aún sucede algo más: la realidad hiere y provoca un anuncio de cambio tan grande que es necesario aceptar su desafío y el dolor que procura.
«Cuando empezamos a subir por las curvas de la carretera asfaltada, el sol poniente iluminó de repente decenas de cumbres nevadas, y la blancura nítida de la luz diurna fue sustituida por una increíble riqueza de colores y tonos. Fue tan asombroso, tan hermoso, tan divino ese sereno anochecer, la sombra en el valle, los pinos que parecían negros en la oscuridad, las pendientes y las cumbres de las montañas se tornaban azules, violetas, cobrizas, rosadas y rojas. Cada cumbre tenía su propio color particular, y todas ellas se unieron para formar un único milagro, un milagro que era imposible contemplar sin una profunda emoción. Esta belleza exagerada e increíble de las montañas suscitaba un sentimiento mayor que el de la emoción, provocaba una turbación en el alma, casi miedo. Las cumbres nevadas parecían perfectas con sus contornos redondeados y suaves, contra el cielo de un azul pálido, y sus colores –vivos y puros, tiernos y brillantes a la vez como flores africanas, calientes, aunque nacidas del sol invernal en la nieve fría– parecían llenar el aire de una música que no perturbaba el gran silencio. En momentos como este parece que algo improbable está a punto de suceder, una transformación radical de las personas, una transformación de todo el mundo interior y de todo lo que nos rodea. Y es extraño y triste, pero esta expectativa de un cambio profundo engendró en mí no solo una insoportable alegría, sino también un sentimiento muy diferente. Quería que esa estampa insoportable se apagara deprisa: quería que esos colores cedieran a la calma del crepúsculo, a las cenizas habituales y queridas, que todo volviera a ser como antes. No había necesidad de un cambio insoportable. Que todo siguiera como siempre, no deseaba esa novedad liberadora que rompía los huesos, que laceraba…» (p. 93).
Grossman testimonia, viviendo el dolor que produce esta belleza y el cambio que implica, el deseo de huir y se siente aliviado de que no permanezca ante sus ojos. «Pronto, por supuesto, mi patético deseo se cumplió: las flores africanas se marchitaron, cayó el crepúsculo» (p. 93). Para ello, necesita emborracharse: así logra evitar –al menos momentáneamente– esa belleza que anuncia un cambio. Pero ni aun la borrachera con la que ha conseguido destruir la unidad de su yo («aquella inefable intimidad e indescriptible fusión entre mi cuerpo y yo», p. 94) logra distraerle de esta fuerza de provocación de lo que han podido ver sus ojos. Porque la experiencia de la huida de esa belleza que hiere le lleva a reconocer que la emoción más inteligente es la de personas que viven la unidad entre la verdad del mundo eterno y la verdad de su yo mortal. «Todo esto me lleva a pensar que este mundo de contradicciones, de pasajes prolijos, de erratas, de desiertos áridos, de guardianes de campos de prisioneros, de estúpidos, de cumbres montañosas teñidas por el sol poniente es un mundo bello. Si el mundo no fuera tan hermoso, la angustia de un hombre moribundo no sería tan incomparablemente terrible. Es por eso que siento tanta emoción, por eso me alegro y lloro cuando leo o miro las obras de otras personas que han unido con amor la verdad del mundo eterno y la verdad de su yo mortal» (p. 96).
Y la belleza sigue sucediendo, ante sus ojos, y puede llegar a ser espléndida, como la que se manifiesta en el lago Seván. Pero ante ella, Grossman reconoce que se puede estar distraído y entonces las cosas pasan sin llegar a quedar en la conciencia ni marcar la historia personal. La descripción de su excursión al lago es memorable: sí, es posible, como le sucedió a él –y se agradece su lealtad humana– estar más pendiente de lo que se va a comer (unas truchas en un restaurante famoso) que lo que se tiene delante. «Por lo visto, no basta con que una u otra escena sean espléndidas para que se queden impresas en nuestra alma y en nuestra vida. En ese preciso instante también en nosotros tendrá que haber algo espléndido y puro: es como un amor correspondido, es el momento en que el ser humano y el mundo se encuentran y se funden, un momento de felicidad y de infelicidad a la vez. Aquel día el mundo era maravilloso. Y el lago Seván, por supuesto, es uno de los lugares más bellos de la tierra. Yo, en cambio, no estaba bien predispuesto, tenía los oídos llenos de los relatos sobre el pequeño restaurante del lago, el Minutka (…) Mi encuentro con el Seván no fue logrado, no quedó impreso en mi alma, ni dentro de mí perduró una sensación de pureza, de belleza divina; mi única preocupación propia de un cuadrúpedo desprovisto de alas y de nobles instintos fueron las truchas» (p. 64)
Y si la belleza se puede ver en una ciudad, en un lago o en la luz del sol poniente, también la encuentra en un hombre sencillo, cuya fe se siente no por los discursos sino por la vida entera. «Al hombre que cree en Dios se le percibe en multitud de indicios, no solo se manifiesta en el contenido de las palabras, sino también en la entonación de la voz, en la construcción de las frases, en la expresión de la mirada, en los andares, en la manera de comer y beber… A los creyentes se les siente» (p. 103). Y ese es el caso del campesino Alekséi Mijáilovich. «Nos presentaron (…) al cabo de un minuto ya estábamos hablando de lo que más le interesaba en el mundo: el amor a la gente, la verdad y la mentira, el bien y el mal, la fe y la incredulidad» (p. 112) y continúa: «Había una fuerza especial en sus palabras, pues no las pronunciaba un sacerdote en un templo, sino un viejo campesino vestido con una chaqueta mugrienta, un campesino que cargaba sobre los hombros, todos los días, un trabajo duro, un campesino que vivía en una isba estrecha y sofocante. Pero ni el peso de la vida ni el peso del trabajo podían vencer su fuerza espiritual. Su anciana mujer y su nuera lo escuchaban con atención y, de vez en cuando, se entrometían en la conversación; hablaban con el mismo interés grave y profundo de la bondad y de la justicia humanas que Alekséi Mijáilovich. Y esto era, tal vez, lo más admirable también: su fe no existía fuera de su vida, sino que se había transformado en su vida larga y difícil, se había fundido y entrelazado con el borsch que cocinaban, con la ropa que lavaban, con las brazadas de leña que traían del bosque. Y en todo lo que Alekséi Mijáilovich decía, en todo con lo que estaban de acuerdo las mujeres y que escuchaban con atención Iván y los niños, tranquilos junto a la estufa, no había exaltación ni obsesión religiosa: eran palabras sencillas sobre la necesidad de compadecer a todas las personas, sobre la necesidad de desear a todos lo mismo que a nosotros. Eran palabras venidas de la vida, y no de un sermón, palabras de una vida que transcurría en una isba pobre, en el trabajo duro de cada día».
Estas cosas que Grossman vio en el exilio “forzado”: el paisaje, un lago, la luz del atardecer, un viejo campesino con fe, son realidades que le hirieron como también le hicieron anhelar lo que resuena en el título de esta obra: Que el bien os acompañe. Lo descubrió en Armenia y lo deseó para el mundo entero. «Y la cadena, la vida de la gente, era indestructible; en ella se unían la juventud y la madurez, y la tristeza de quienes estaban a punto de irse. Esa cadena parecía indestructible y eterna, no podía romperla el dolor, la muerte, la invasión ni la esclavitud (…) Que las montañas inmortales se reduzcan a esqueletos, el hombre perdurará por la eternidad. Aceptad estas líneas de un traductor de armenio que no sabe armenio (…) ¡que el bien os acompañe, armenios y no armenios!» (p. 160).


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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