El codirector de La Stampa, que ha vivido quince años en Estados Unidos, mira a la América de final de milenio. Una nación que se convierte cada vez más en único líder para guiar al mundo... pero no puede hacerlo sola
El año 1998 se ha cerrado para Estados Unidos con los misiles sobre Bagdad y con las polémicas sobre el impeachment del presidente Bill Clinton. Si hay algo que he aprendido en los quince años que he pasado cruzando las costas del Atlántico es a no hacer previsiones a largo plazo sobre un país cambiante, pragmático y complejo como Estados Unidos. Su capacidad de adaptarse a la realidad (maddening, insoportable para nosotros europeos) es infinita. Si bien es posible aventurarse a hacer previsiones sobre el comportamiento, más lineal, de los europeos, es arriesgado hacerlo sobre Estados Unidos.
¿Cómo reaccionará ante la crisis de la Casa Blanca? ¿Qué actitud tomará frente al Euro? ¿Qué conducta tendrá frente al cada vez más veloz mercado mundial? ¿Será más o menos prudente en un mundo convulso del cual es el único líder? ¿Y China? ¿Y la Tierra, con seis mil millones de habitantes (en junio de 1999)?
Crisis de confianza
Preguntas serias, dramáticas. Surgen desde la crisis interna. El verdadero pecado del presidente Bill Clinton no es (salvadas las cuestiones familiares y morales, sobre las que cada uno puede tener su sensibilidad) el cometido en el Despacho Oval, sino haber malgastado un patrimonio de confianza, interna y externa, en la que Estados Unidos había hundido sus raíces.
La pax americana, nacida de la victoria occidental en la Guerra Fría (The Long Peace, la larga paz, como la llama el histórico Gaddis) puede, todavía hoy, tener una doble fisonomía. Puede ser una alianza colectiva, garantizada por la fuerza americana (como sucedió en los tiempos del presidente Bush, 1988-1992), o ser una gestión angloamericana, contrastada a regañadientes por el Consejo de seguridad de la ONU, criticada en los cafés de las capitales europeas, detestada en el Tercer Mundo y minada por los atentados en las mecas del terrorismo.
Nosotros los europeos tenemos actitudes bastante esquizofrénicas sobre el tema. ¿Recuerdan ustedes al ministro de cultura de Mitterrand, el bronceado Jack Lang? Comenzó en 1982 tronando en Ciudad de Méjico contra "el imperialismo cultural yanqui" y terminó condecorando a Clint Eastwood y a Jerry Lewis.
Pero ciertamente la iniciativa solitaria del ataque a Saddam Hussein no facilita la solidaridad. ¿Qué será Estados Unidos en el 99? ¿Una nación multicultural capaz de gestionar el mundo o una nación de dispépticos, tendentes a pespuntear su propia paz con misiles de dudosa eficacia?
Entre aislamiento o liderato mundial
De la crisis de la Casa Blanca los americanos saldrán teniendo que enfrentarse con dos riesgos. El primero es la pérdida de la unidad nacional frente a los hechos dramáticos de la historia. El segundo es la dispersión de la política común de los valores, que lleva a un ex soldado a prender fuego a una oficina. Para personas crecidas en el mundo cristiano de Italia es difícil llegar a comprender el mundo mental de quien, en nombre de la defensa de la vida, mata a las enfermeras de un consultorio. Y sin embargo la balcanización cultural americana ha llegado incluso a esto.
¿Hay que desesperar por esto? No. Estados Unidos ha absorbido un millón de emigrantes, incluso en tiempos recientes. No puede decirse lo mismo de los países europeos. Si en Washington prevalece el pragmatismo franco de la tradición, el futuro será menos áspero. Pero si las ideologías - a la derecha un integrismo irreflexivo, a la izquierda un particularismo decadente - acaban prevaleciendo, entonces el futuro americano podría no ser alentador. La sociedad civil recibiría una pensión de tensiones, incluso violentas, y en el exterior prevalecería una actitud de aislamiento.
Demasiado a menudo nos olvidamos, nosotros europeos, de que la filosofía "natural" americana es el aislamiento. Entraron con repugnancia en la Primera Guerra mundial, entraron en la Segunda solamente después del ataque japonés a Pearl Harbour (y fueron Alemania e Italia las que declararon la guerra a Estados Unidos, no viceversa). La posguerra ve a Estados Unidos intervenir en el exterior, pero desde Vietnam vuelve a oírse la corriente de los que dicen: "dejemos que el mundo se pierda".
Si el senador Helms, durante mucho tiempo jefe de la Comisión de exterior, se divierte bloqueando la nómina de diplomáticos que no son de su agrado, si cuestiones de política interna bloquean la financiación de Estados Unidos a la ONU, la verdad es que - para muchos políticos americanos - la identidad del país vale más que su papel internacional. Es un juego arriesgado. La crisis iraquí ha provocado que Rusia retire sus embajadores de Washington y de Londres y que ponga a su flota en estado de alerta. Desde la caída del Muro de Berlín se han producido espectáculos que no nos esperábamos. El fin de las ideologías no ha producido un mundo aséptico y sin peligros. El mundo tiene necesidad de una guía y Estados Unidos es el líder que puede asumir este papel. Si lo hace de forma aislada, sin la ONU, se producirán desgracias. Pero si la Europa del euro no sabe ponerse de acuerdo sobre una política de defensa común, ni coordinar la defensa de Europa con la de la OTAN, entraremos en el tercer milenio de forma equivocada.
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