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Huellas N.6, Abril 1987

MAESTROS

Albert Einstein: la Ciencia que abre el Misterio

Isabel Navarro, Guiomar Ruiz y Javier Corona

Considerado el físico más importante del siglo XX, su nombre siempre despierta admiración. La importancia y magnitud de su legado científico, rodeado para el gran público de un halo de misterio, lo justifica. Pero además de sus aportaciones a la Física, encontramos en él un ejemplo muy interesante de lo que es un auténtico científico.

Es muy justo exigir de la ciencia resulta­dos prácticos que ayuden a mejorar las condiciones de vida de las personas. Pero la cien­cia no es esencialmente una actividad enca­minada a generar nuevas tecnologías. Así lo entendía Albert Einstein, que asume una postura fuertemente inconformista ante la concepción utilitaria de la ciencia y la vida: «No son desde luego los frutos de la investi­gación científica los que elevan al hombre y enriquecen su personalidad, sino el deseo de comprender, el trabajo intelectual creador y receptivo».
¿Por qué es esto lo que dignifica al hom­bre? ¿De dónde nace esta tensión que le de­termina no sólo como científico sino también como persona? Su genio le llevó a ver en la realidad algo más que lo estrictamente me­dible. En su búsqueda de la verdad científi­ca, Einstein intuye una dimensión profunda de la realidad ante la que se sitúa lleno de respeto y estupor: la Ciencia no elimina, si­no que abre al Misterio. «La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el Misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y la verdadera ciencia. El que no lo conozca y no pueda ya admirarse, y no pueda ya asombrarse ni ma­ravillarse, está muerto y tiene los ojos nubla­dos (...). La verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplan­deciente sólo asequibles en su forma más ele­mental para el intelecto. En este sentido y sólo en éste, pertenezco a los hombres pro­fundamente religiosos».
Es por tanto este sentido del Misterio, o como él define, esta religiosidad cósmica, el motivo más noble y fuerte a que se debe el científico.
El verdadero científico ya no es el «cien­tifista»: el saber experimental es un medio -y no un fin- en el descubrimiento de la verdad, y se ha de situar ante ella reconocien­do en las cosas una realidad más grande que la meramente observable.
En este descubrimiento de la ciencia en su totalidad como Misterio, como Orden in­vestigación de un Orden, está siempre vivo en él el sentido de la maravilla y no cabe ya una concepción parcial de los saberes cientí­ficos, el trabajo intelectual como desarrollo de una determinada disciplina: «El individuo siente la futilidad de los deseos y las metas humanas, el sublime y maravilloso orden que se manifiesta tanto en la Naturaleza como en el mundo de las ideas. Este orden lleva a sen­tir la existencia individual como una especie de prisión, y conduce al deseo de experimen­tar la totalidad del ser como un todo razo­nable y unitario».
Este deseo de comprender el universo co­mo un todo razonable y unitario se plasma continuamente en su obra científica. Tien­de en ella a la unidad y la síntesis y con un enorme esfuerzo racional construye una con­cepción más general de distintas teorías físi­cas anteriores.
Así, la teoría especial de la relatividad surge de un fuerte sentido estético y de un gusto por la economía del pensamiento. Ga­lileo ya había postulado que todas las leyes mecánicas eran las mismas en los sistemas de referencia no acelerados (llamados inercia­les) (1). Sin embargo esto no podía exten­derse a toda la Física ni era compatible por otro lado con la teoría electromagnética de Maxwell firmemente establecida. Einstein fue capaz de, superando prejuicios dictados por la experiencia (como el carácter absoluto del tiempo), unificar en una sola ley leyes fun­damentales que aparentaban ser totalmente independientes.
El valor de la nueva teoría radica en la consistencia y sencillez con que se resuelven las dificultades de las teorías clásicas asumien­do algunas hipótesis muy audaces. La mecá­nica clásica es válida ahora para velocidades pequeñas y constituye el caso límite de la nueva mecánica. En cuanto a su teoría gene­ral de la relatividad, supone una visión aún más amplia: una generalización que incluye sistemas no acelerados (no inerciales). El uni­verso como un todo unitario está algo más cercano.
Sus últimos años los dedicó sin gran éxi­to a crear una última teoría unitaria que abar­cara todas las fuerzas físicas conocidas. Fue por tanto el pionero de las investigaciones to­davía en curso, encaminadas a conseguir una Teoría del Campo unificada.
También es importante señalar que en su concepción de un universo unitario y cognos­cible no cabía una interpretación de los fe­nómenos microscópicos como la que propo­nía la Mecánica Cuántica. Esta, expresándo­lo en pocas palabras, interpreta el compor­tamiento de las partículas microscópicas en términos de probabilidad: es imposible co­nocer con certeza la posición, velocidad, etc., de una partícula en un instante dado; a lo más, se puede decir de que hay una proba­bilidad de que tenga esas características. Es­ta interpretación es sostenida por la Escuela de Copenhague.
Einstein se niega a aceptar esto como un hecho cierto, por considerarlo en contra de la inteligibilidad del universo, a la cual se afe­rra: «Dios no juega a los dados». Es en todo caso un problema de método, algo provisio­nal en espera del momento en que el cientí­fico llegue a abarcar la totalidad de la Razón que se manifiesta en la Naturaleza: «Debe poder demostrarse mediante los caminos de la deducción pura todos los fenómenos de la Naturaleza, si no fuera que tales procesos de deducción están por encima de la capacidad intelectual de los hombres. La renuncia de una imagen física del mundo en su totalidad no es, pues, una renuncia de principio. Es una alternativa, un método».
Podemos así concluir que para Einstein, la Ciencia no era una herramienta de progre­so ni un entretenimiento del espíritu. Era la forma en que él buscaba un significado com­pleto y unitario al universo entero, y por tan­to a sí mismo. Era sin embargo un significa­do demasiado lejano, que no daba más sen­tido a su vida que la posibilidad de conocer­lo superficialmente por su esfuerzo intelec­tual. Esa fue su tragedia: era un hombre so­litario y como tal sólo pudo llegar, aunque con profundidad admirable, al planteamiento del problema, pero no encontró la Respuesta. Sin embargo, la seriedad del plan­teamiento nos muestra la actitud más huma­na para hacer ciencias.

Bibliografía:
«Mi visión del mundo» -Albert Eins­tein- Tusquets Editores.
«El significado de la relatividad» -A. Einstein- Espasa Calpe.
«Sobre la teoría especial y la teoría ge­neral de la relatividad» -A. Eins­tein- Alianza Editorial.
«La evolución de la Física» -A. Eins­tein- y Leopold Infield.

(1) Un cuerpo en movimiento presenta una tra­yectoria y una velocidad diferentes según el siste­ma de referencia en que se sitúe el observador (el movimiento es «relativo»). Si se conocen las ca­racterísticas de ese movimiento visto desde un sis­tema de referencia «A» no sometido a fuerzas, ni por lo tanto aceleraciones (esto es, un sistema iner­cial), la Teoría Especial de la Relatividad permite conocer cómo será visto desde otro sistema «B», siempre que éste, con respecto a «A», esté en re­poso o moviéndose con velocidad constante (se tra­ta de otro sistema inercial).


BIOGRAFIA
Albert Einstein nació en Ulm (Würtem­berg) el 14 de marzo de 1879, en una modesta familia judía. Sus primeros estudios los realizó en el Instituto de Munich. Muestra ya claras inclinaciones aunque no aptitudes excepcionales hacia las Ciencias Exactas.
Termina sus estudios en el Instituto Po­litécnico de Zurich.
En 1905 publica una Memoria en la cual expone los fundamentos de su teoría de la relatividad especial, basada en el principio de que las leyes físicas deben ser las mismas para todo sistema de referencia inercial (no acelerado) y que la velocidad de la luz en el vacío es constante e independiente de la de la fuente luminosa. Una consecuencia fun­damental de su teoría especial es la equiva­lencia de la masa y la energía (energía y ma­teria son dos formas diferentes de presentar­se una misma realidad, como el hielo y el agua líquida son dos formas de presentarse una misma sustancia): su famosa ecuación E = m c2 (E, la energía; m, la masa; c, la velocidad de la luz en el vacío) rige las reac­ciones nucleares y marca el inicio de la era nuclear.
En 1911 enuncia el principio de equiva­lencia de las fuerzas gravitatorias e inercia­les, lo que representa una primera amplia­ción de la teoría de la relatividad.
En 1916 expone de forma definitiva su teoría de la relatividad general. Basándose en el postulado de la equivalencia de todos los sistemas, inerciales y no inerciales, for­mula una nueva teoría de la gravitación don­de el campo gravitatorio generado por los cuerpos es presentado como una modifica­ción de las propiedades geométricas del es­pacio físico.
En 1921 recibe el Premio Nóbel de Física por su explicación del efecto fotoeléctri­co.
Los últimos años de su actividad cientí­fica los consagró al intento de unificar, en una generalización total, todas las fuerzas de la física abriendo así las investigaciones en busca de una «Teoría del Campo Unifica­dor».
Murió en Princeton en 1955.


Carta de A. Einstein a Max Planck, otro gran exponente de la física contemporánea, en su LX cumpleaños.
¡Qué variedad de estilos personales presenta el templo de la Ciencia!
¡Y qué diversos son los hombres que lo frecuentan y diversas las razones que les conducen a éste! No son pocos los que se dedican a la ciencia por el gusto de poner a prueba sus superiores capacidades intelectuales. Para éstos, la ciencia se asemeja al deporte preferido que permite vivir una vida intensa y satisfacer las ambiciones propias. Hay también muchos que ofrecen el producto de su producto de su propio cerebro sobre el altar de la ciencia por motivos puramente utilitarios. Bastaría que un ángel divino echara fuera del templo a los hombres de estas dos categorías, y el edificio se variaría de manera inquietante; quedarían todavía algunos hombres del pasado y del presente. A esta minoría pertenece nuestro Max Planck, y esta es la razón por la que le apreciamos.

 
 

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