Va al contenido

Huellas N.6, Abril 1987

NUESTROS DÍAS

Ciegos para reconocer la vida

Enrique Arroyo

Derecho a la vida o derecho al aborto: uno de los problemas más debatidos hoy en España. Es mucho lo que a través de este dilema se pone en juego. A menudo se quiere hacer del aborto el símbolo de la auténtica modernización del país -¡es su desafío!-, el campo de batalla entre progreso y oscurantismo intolerante
(religioso, conservador ... ). ¿En base a qué se definen estos términos? En el fondo, la cuestión sólo es una: ¿Es la vida un valor absoluto, o es un valor relativo que puede sacrificarse en nombre de otros valores?


LA PALABRA DE LA CIENCIA
Para una consideración correc­ta del problema del aborto es im­prescindible -en primer lugar- ­tener en cuenta lo que dice la cien­cia a propósito de la vida intraute­rina del niño no nacido. Nadie me­jor que ella puede determinar qué es lo que hay y qué sucede dentro del seno materno.
La vida de cualquier ser huma­no comienza con el encuentro de dos células sexuales: el óvulo y el espermatozoide. El óvulo fecundado -en el que apenas transcurri­das 24 horas comienza una prodi­giosa multiplicación celular- po­see ya desde el principio el mensa­je genético que le prefigura y que guiará todo su desarrollo. Lo que somos cada uno de nosotros (color de la piel y del cabello, sexo, aspec­tos de nuestra personalidad, etc.) estaba ya contenido en ese mensa­je de vida y de humanidad que se genera en el momento de la fecun­dación.
La estructura genética y cromo­sómica de cada nuevo individuo es única e irrepetible. El embrión, por lo tanto, tiene una personalidad ab­solutamente diferenciada de la de la madre que lo contiene, y dirige -además- su propio desarrollo: es él -y no la madre- quien pro­duce las hormonas necesarias para suspender el ciclo menstrual, quien produce la bolsa amniótica, el cor­dón umbilical y la placenta. Es él quien decide qué alimentos tomar y en qué medida tomarlos de la sangre materna. El embrión lleva impreso en sí la naturaleza del ser humano: contiene en número todas las características del hombre maduro y está dotado de una indi­vidualidad definida. Lo único que necesita es ser ayudado, del mismo modo que lo necesita un recién na­cido o toda forma de vida humana indefensa.
El posterior desarrollo del em­brión es un perfeccionamiento pro­cesual del mensaje inicial contenido en el óvulo fecundado. A la cuarta semana el embrión tiene un cuerpo minúsculo: cabeza diferen­ciada, corazón latente, extremida­des y cerebro esbozados. Es en este momento, tras un retraso de dos se­manas en la menstruación, cuando la mujer puede comprobar la reali­dad de su embarazo.
A las ocho semanas, las manos, los pies, los órganos y el cerebro es­tán ya presentes y, en adelante, só­lo necesitarán desarrollarse. El sis­tema nervioso ya funciona y el feto es capaz de moverse y de sentir: percibe los sonidos del cuerpo de la madre e incluso su voz. No es difí­cil de imaginar que una sensación tan primaria como el dolor pueda ser capaz de sufrirla. A las doce semanas los rasgos del rostro ya están bien definidos y los órganos genitales externos a punto de diferenciarse.
En cuanto al desarrollo del ce­rebro, no hay solución de continui­dad entre la vida fetal y la primera infancia. En su proceso de continuo desarrollo, el nacimiento sólo supo­ne un cambio en el modo de respi­rar y de nutrirse. No hay ningún ti­po de salto cualitativo.
¿Cuándo puede considerarse entonces al feto como un ser humano? O lo que es lo mismo, utilizan­do la terminología de los abortis­tas, ¿cuándo es posible decir que la portentosa potencialidad que encie­rra un embrión ha entrado en ac­to? La única respuesta posible es de­cir que desde su concepción; el em­brión no es solamente un conglo­merado celular del tamaño de una bellota y parásito de su madre (co­mo señala Jesús Mosterín en El País, 18/10/86). El embrión es un cuerpo maravillosamente ordenado, que desde el primer instante lleva impreso el carácter humano y que no pierde nada de su individuali­dad por el hecho de pasar sus pri­meros meses de vida en el seno ma­terno. Conviene además no olvidar que si tal «parásito» existe es por­que es el fruto de una acción hu­mana libremente realizada.
La ciencia demuestra, por lo tanto, que no hay nada que pueda decirse del feto, que no pueda apli­carse al recién nacido. Solamente el hecho de ser, todavía más débil e indefenso.

UNA CULTURA SIN CORAZÓN
Si esto es lo que dicta la natu­raleza, ¿por qué no se la respeta? ¿ Por qué se relativiza la vida? ¿ De dónde nace la dificultad, la incapa­cidad y la indiferencia que impiden reconocer la vida del otro?
El origen está en la pretensión del hombre que -al no reconocer ningún absoluto que no sea él mismo- trata de erigirse en crite­rio de sí y de la realidad, a la que manipula a su gusto, según sus pro­pios intereses, opiniones o reaccio­nes. La consecuencia es que vivimos en un mundo cada vez más inca­paz de ser humano. Porque es in­humana una cultura que -redu­ciendo la razón- no es capaz de captar y adherirse a la realidad se­gún el significado que ella misma dicta: el feto es un individuo de la especie humana, ¡una vida huma­na!, y no hay ninguna razón jurí­dica, social o política que, siendo fiel a la realidad, pueda negarla... Pero se niega. Conviene entonces recordar aquella famosa frase de Saint Exupery: «Este es mi secreto. Es muy sencillo: sólo se ve con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
De este modo se avanza hacia una imagen de sociedad que, en nombre de la tolerancia y de una pretendida idea de libertad, reco­noce cada vez menos valores posi­tivos comunes, en base a los cuales construir una verdadera conviven­cia. ¿Qué clase de libertad es la que tiene necesidad de negar a otro pa­ra afirmarse a sí misma? La menta­lidad abortista tiene su fundamen­to en aquella concepción de la li­bertad que desliga al hombre de cualquier dependencia objetiva y convierte en criterio fundamental de actuación el propio interés per­sonal. Es la institucionalización del individualismo: si el único fin con­siste en el bienestar personal, toda afirmación de algo que comporte dolor y sacrificio es automáticamen­te rechazada, supone una agresión para mi comodidad, para mi liber­tad: «Habrá circunstancias en que (el embarazo imprevisto) represen­tará partir por la mitad la vida de una mujer, o arruinar su carrera profesional, o lo que sea» (Jesús Mosterín, cfr. El País, 18-10-86).
Semejante involución, ¿por qué no ha de llevar poco a poco a la eli­minación del subnormal, del débil, del loco o de toda persona «social­mente indigna»? Desde el momen­to en que el valor absoluto de la vi­da es negado en un solo aspecto, entramos en la senda a través de la cual es posible llegar a cualquier forma de violencia y de vejación contra el ser humano.

LA FALACIA DE LA TOLERANCIA
Precisamente por esto, porque en el tema del aborto se ponen en juego los fundamentos mismos de una sociedad, no es posible redu­cirlo a un problema de conciencia personal. Es confuso y mistificato­rio basarlo en una cuestión de to­lerancia social y política. «En estas cuestiones nadie tiene derecho a imponer su modo de ver las cosas» ha escrito recientemente J. Sádaba. «La ley debe reconocer los derechos de los afectados. No impone nada a los que no están de acuerdo», se oye en muchas ocasiones.
Se olvida aquí que el problema del aborto interesa necesariamente a todo ciudadano de un estado que reconoce como uno de sus fines pri­mordiales (según se afirma en la carta europea de los derechos del hombre) la defensa del derecho a la vida y de la integridad física y
psíquica de sus súbditos. Es una cuestión de deber cívico hacer va­ler los propios derechos -indepen­dientemente de cualquier consideración religiosa o moral- siempre que se pretende violar la misión del estado de defender el bien común de la sociedad. La aceptación del aborto no sólo conlleva la despro­tección total de una vida humana inocente e indefensa, sino que supone -se quiera o no- el fenómeno efectivo de su destrucción.­
Se exceden los límites de lo me­ramente individual cuando se pre­tende hacer que el estado apoye el derecho del más fuerte para supri­mir al más débil. La objeción al aborto no es, pues, un totalitaris­mo. Es totalitaria, sin embargo, la postura de quienes -basados en un equívoco concepto de tolerancia- quieren hacer valer sus intereses personales sobre el bien común. Porque -repitámoslo una vez más- se atenta contra el bien común, cuando se considera lícito el derecho de unas personas a dis­poner de la vida de otros seres hu­manos. Como dijo Juan Pablo II en su viaje a España: «Nunca se pue­de legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo funda­mento de la sociedad» (21-11-82).

UNA EMANCIPACIÓN QUE NO EMANCIPA
Las argumentaciones que nor­malmente utilizan los partidarios del aborto no hacen sino demostrar la mentalidad egoísta e individua­lista que la sociedad de consumo radical-burguesa hace hoy habitual. La batalla por el aborto libre se ha convertido en uno de los pilares básicos para la consecución de la emancipación de la mujer. Ahora bien, si se analiza de cerca uno de los slogans fundamentales, « ... el útero es mío y hago con él lo que me da la gana», es fácil ver refleja­dos en él los principios fundamentales de la propiedad burguesa. El feto es considerado como un objeto propiedad de la madre. El crite­rio prioritario a la hora de decidir sobre la vida del hijo es el interés personal, aunque éste se camufle bajo una capa de necesidad. Es un triunfo más de la concepción con­sumista burguesa de la vida, cuyas consecuencias configuran, en mu­chos aspectos negativamente, nues­tra sociedad. Por otra parte, el pa­so del feto objeto a la consideración del hijo objeto es muy pequeño: el modo con que se concibe hoy al embrión humano se proyecta ine­vitablemente en múltiples formas de entender la relación madre-hijo. Dentro de esta lógica se halla inmersa la consideración de las mo­tivaciones socio-económicas como causa para abortar. Parece ser que así se evitarían los privilegios de aquellas mujeres que, poseyendo suficientes recursos económicos, pueden abortar sin ningún proble­ma en el extranjero. El cuarto su­puesto no soluciona el problema y manifiesta la verdad de la lógica que venimos denunciando: en los países occidentales en los que este supuesto es legal, la mayoría de las mujeres que se acogen a él (el 70% en Italia) son mujeres casadas, con una edad media de 30 años y para las que el embarazo no entraña es­peciales dificultades. Muchas de ellas abortan en el primer año de matrimonio.
Además, la aceptación de este supuesto manifestaría la falta de vo­luntad del estado para afrontar el problema, porque evita así la tarea de planificar seriamente otro tipo de respuestas (económicas, sociales, educativas) a la situación de emba­razo de una persona necesitada, cu­yo coste sería sin duda mayor. El aborto no es en ningún caso la res­puesta a la situación de necesidad de un grupo de personas. Con la ley, los únicos beneficiados son aquellas personas para las cuales el aborto clandestino no es un proble­ma.
La petición del aborto libre lle­va también pareja una concepción de la sexualidad que -al no estar abierta a acoger una nueva vida y asumir el compromiso recíproco que comporta un posible emba­razo- queda reducida exclusivamente a sus dimensiones fisiológi­cas. De este modo nos aproxima­mos a un estilo de vida completa­mente machista. Al rechazarse la maternidad, la mujer se convierte cada vez más en un objeto de consumo sexual. El gran beneficiado del aborto libre es el varón, porque así puede descargarse de todas las responsabilidades ante un hecho, el embarazo, que no es casual, sino fruto de una relación que hace igualmente responsables a dos per­sonas.
Otro aspecto a considerar, que hoy no es dudado por nadie, está en las consecuencias nocivas para la vida de la mujer que el aborto pue­de acarrear, y no sólo físicas sino también psicológicas. Por ello, hay que decir sin ningún temor que el aborto es un ultraje contra la mu­jer, un atentado a su dignidad.
Estas tres últimas consideracio­nes ponen al descubierto la impor­tancia de luchar por una auténtica prevención del aborto, tanto a ni­vel educativo como asistencial. Es­te debería ser el auténtico papel de los centros de planificación fami­liar. Normalmente éstos -imbui­dos por la mentalidad abortista­ no son lugares en los que a través de una auténtica educación para la vida se ayude a sobrellevar (apor­tando soluciones) los riesgos de un embarazo imprevisto. Prueba de ello es que en los países donde el aborto es libre no existe una cultu­ra capaz de facilitar su prevención: el aborto es el medio anticoncepti­vo más eficaz y utilizado.

CONCLUSIÓN
La única solución digna y eficaz al problema del aborto pasa por la difusión de una cultura colectiva e individual capaz de valorar al hom­bre en todos los momentos de su existencia. De aquí surgirá una auténtica prevención y una autén­tica solidaridad: capacidad de aco­gida y sacrificio, respeto incondicio­nal a la vida humana.
Pero un respeto así a la vida, una apertura total a la realidad, só­lo es posible si se reconoce que no­sotros no somos dueños de ella.
Una toma en consideración se­ria del problema del aborto recla­ma nuestra responsabilidad en el compromiso por la creación de una cultura más humana, una cultura que reconozca su dependencia ori­ginal.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página