Vete a la calle y pregunta por Nicaragua, o por Afganistán, o por Suráfrica. La polémica se desatará sin duda, y casi todo el mundo tendrá un punto de vista sobre el tema.
Después pregunta por Indochina. Nadie habla extensamente del tema: de los miles de vietnamitas refugiados en todo el mundo, de los 300.000 camboyanos sin casa, de las decenas de campos de «reeducación».
Uno no puede menos que preguntarse qué intereses de todo tipo oculta esta guerra sin cuartel que se llama Indochina.
Es difícil que alguien sepa que hace 7 años que los khmeres rojos, los filomaoístas que sembraron con tres millones de cadáveres su país, fueron sustituidos en Camboya por una invasión vietnamita. Y casi imposible que alguien desmienta rotundamente el paraíso del Vietnam comunista (vietcong) con el que soñaba el Occidente de las revoluciones estudiantiles del '68.
Los dossiers que el año pasado, con motivo de los 10 años del final de la guerra del Vietnam, publicaban los diarios españoles podrían dejar perplejo a cualquiera que mire la realidad con honestidad. Su tesis, la tesis «progresista», es bien simple: pobres, pero contentos. No se dice la verdad.
Hasta los años '70, Camboya era un país próspero, gran productor de arroz, favorecido por la naturaleza hasta el punto de que hubiese sido imposible imaginar lo que es hoy. Entrando desde el norte, desde la frontera con Thailandia, encontrar Kao-I-Dang resulta relativamente fácil. Es uno de los campos de refugiados camboyanos, uno más de los muchos que se reparten por el país, en un intento desesperado de mantener con vida a una parte de esas personas que, desalojadas a consecuencia de la guerra, no son admitidas ya en los campos de Thailandia, absolutamente abarrotados. La ONU habla de 180.000, pero en realidad hay otros 300.000 diseminados de norte a sur en los campos de Dong Raek, Nong Samet, Nong Chang, David Camp, Site One, Sok Sann, San Ro y otros menores. En ellos es imposible no tropezar con la gente: en Site One, por ejemplo, 77. 000 personas se hacinan en un kilómetro cuadrado. Con toscos tenderetes de ramas intentan proteger a los niños del sol implacable en tanto esperan alguna de las dos raciones de arroz semanales que constituyen su único alimento.
Un poco más al sur se abre la jungla y se extiende la guerrilla: los tres grupos de la resistencia intentan expulsar de Camboya a los invasores vietnamitas que desde 1979 ocupan el país.
EL SUEÑO ERA EL VIETCONG
1962. Hace tiempo ya que el colonialismo francés ha sido sustituido en Vietnam del Norte por un estado comunista filosoviético que apetece extenderse hacia el sur. En realidad los sueños de Ho-Chi-Min, su líder, van mucho más allá: crear una federación de estados comunistas indochinos que comprendan Laos, Camboya y un Vietnam único. Empeñados en la defensa de sus intereses, los americanos contemplan con desconfianza la evolución de los acontecimientos y deciden respaldar el régimen dictatorial de Ngo Din Dien en Vietnam del Sur.
Un año después, acusados de favorecer esta tiranía, impulsan un golpe de estado que lleva a los generales al poder. Varios de ellos asumirán sucesivamente el primer puesto hasta que en 1972, Thieu ocupa el cargo, renuncia a su rango militar y, bajo el barniz presidencialista, establece su poder personal. Por entonces, la guerra de Vietnam estaba en pleno apogeo y las fuerzas desequilibradas ya a favor de los rebeldes comunistas de vietcong, apoyados por Vietnam del Norte. Todo Occidente clama indignado ante la ofensiva americana.
Cuando, después de la firma de los acuerdos de París, Estados Unidos se retira de Vietnam, quedaban allí 58.000 vidas americanas, 300.000 heridos y 150.000 millones de dólares. En el Vietnam arrasado renacía la esperanza.
Los acuerdos de París garantizaban literalmente las «elecciones generales, libres y democráticas». «La libertad personal, la libertad de palabra, de prensa, de reunión, de actividades políticas, de credo, de trabajo, el derecho a la propiedad y a la libre empresa». Con respecto al GRP (Gobierno Revolucionario Provisional), constituido por comunistas, nacionalistas y la llamada «tercera fuerza» -católicos, budistas, sindicalistas y cooperativas agrícolas, que tanto habían contribuido a la caída del régimen de Thieu- nada más expresivo que las palabras del arzobispo Hué en una carta a los católicos del Vietnam liberado. «En este momento de alegría y felicidad estamos dispuestos a colaborar con todos los hombres de buena voluntad para reconstruir nuestro país, que ha soportado tantos sufrimientos y ha padecido tantas muertes. Esto lo haremos bajo la guía del GRP... ».
Todo quedaría en una ilusión: la entrada del vietcong en Saigón ocurre el 1 de mayo de 1975; el 18 de mayo, el gobierno militar emite un decreto en el que se afirma que la ideología del estado sudvietnamita es el marxismoleninismo.
Inmediatamente, se cierran los periódicos independientes y se reducen las publicaciones a dos, de corte «revolucionario»; los periodistas extranjeros son expulsados y todas las libertades políticas suprimidas.
Un largo éxodo se inició para miles de vietnamitas que hoy residen en todos los países del mundo o en los campos de refugiados. Bernard Koucher, médico francés participante en la protesta francesa de mayo de 1968, que en 1975 lo abandonó todo para ayudar a la nación revolucionaria, comenta hoy anonadado: «La desilusión comenzó casi inmediatamente después de la caída de Saigón». Ahora se dedica a la atención de los refugiados: «En el aniversario de la caída de Saigón -comentaba en 1985- mandaremos otra nave a recoger a otros refugiados». A la pregunta de si tal gesto pretendía ser una provocación política, responde: «No, sólo una urgencia moral».
ENAMORADOS DEL COMUNISMO MAOISTA
La situación del Vietnam era, sin embargo, consoladora en comparación con la de su vecino del oeste, Camboya. El 17 de abril de 1975 se inicia allí el nuevo régimen de los llamados khmeres rojos que ocupan Phon Penn, la capital camboyana, bajo el mando de Pol Pot. Pero la historia se había iniciado mucho antes, en realidad durante el reinado del príncipe Norodom Sihanuk.
Sihanuk mantuvo al país al margen de las tensiones indochinas y se comportó como un autócrata ilustrado, gobernando bien, dentro de los términos de un gobierno del este. Había fundado una serie de facultades y envió estudiantes al extranjero con un resultado insospechado: varios de aquellos jóvenes se educaron en la Francia de la protesta estudiantil y volvieron enamorados de las propuestas del comunismo maoísta. En 1970, Lon Nol da un golpe de estado y sucede a Sihanuk. Sostenido por los Estados Unidos intentó eliminar al vietcong, que ya operaba en Camboya y por ello se empeñó en la persecución de todos aquellos que tuviesen cualquier tipo de relación con los vietnamitas, entre ellos la Iglesia católica. Su cruel propósito acabó el día mencionado: 17 de abril del 75.
Aquellos estudiantes, Pol Pot, Leng Sary, Khieu Samphan... venían a salvar a su país y a crear un hombre nuevo. Cortar las raíces con la corrupción del pasado se imponía como la necesidad imperiosa. Se abolió la moneda, se rechazó todo producto occidental y se inició un complejo programa de educación que pasaba por la vida comunal, la supresión de la familia y un trabajo manual, casi siempre la recolección de arroz, que ocupaba todo el día excepto los momentos dedicados a las comidas o a las reuniones políticas.
Laurence Picq, la maestra francesa que contrajo matrimonio con uno de sus alumnos camboyanos y que se fue con él a hacer realidad sus expectativas de una vida distinta, relataba con horror cómo tuvo que aprender a estar separada de su marido excepto en los momentos fértiles de su ciclo menstrual, -registrado y controlado por Anghar, la organización khmer omnipresente- cómo Anghar se llevó a sus dos niños pequeños para educarlos «adecuada y revolucionariamente», cómo, imposibilitada para huir, vivió aterrorizada durante años, sabiendo que si se delataba el primero en denunciarla sería su marido.
Entre 1975 y 1979, los khmeres mataron a 3 de los 8 millones de habitantes de Camboya; todo merecía una condena de muerte: bastaba, por ejemplo, estar «occidentalizado» o saber un idioma extranjero. Otro millón huyó del país. Las muertes resultaban tan costosas que se impuso el método de un golpe seco en la nuca. Si algo no tenía valor en el país de la revolución era la vida humana. Pero los khmeres no fueron «más crueles que Stalin;- como se decía desde América- sólo más consecuentes que Mao». Cuando la ideología se convierte en absoluto, el hombre pasa a segundo término.
UNA «TAPADERA» SOBRE LOS HORRORES
Hacia 1979 los vietnamitas ya tienen la excusa ideal para lanzarse a su ambicionado proyecto de una federación indochina e invaden Camboya. Es una fuerza irresistible; la del tercer ejército más fuerte del mundo después del de la URSS y los EE.UU. Expulsados de la mayor parte del territorio, los khmeres rojos, filochinos, se retiran hacia la frontera thailandesa, pro americana y, debido a su oposición a los vietnamitas, filosoviéticos, se convierten momentáneamente en aliados de los Estados Unidos.
Durante años han subsistido en la guerrilla y la gran potencia USA, interesada en su labor, ha mantenido una tapadera informativa sobre los horrores por ellos cometidos: el silencio más cerrado desde 1979 hasta 1985. Por entonces, los EE.UU. decidieron cambiar de táctica y ofrecieron a Hanoi, la capital de Vietnam del Norte, una considerable ayuda económica de la que los vietnamitas están muy necesitados, y que la URSS no puede ni quiere darles. Todo a cambio de la retirada de Camboya. No es casualidad que, perdido el interés americano en los khmeres, pueda nacer una película como «Los Gritos del Silencio» que tan duramente denuncia la crueldad de los regímenes de Lon Nol y de Pol Pot.
Entre tanto, otras voces habían intentado alzarse para proclamar lo que ocurría en Camboya y Vietnam sin éxito alguno. En 1976, por ejemplo, Piero Gheddo, un sacerdote que cuenta con una larga experiencia en la misión indochina publicó el libro «Camboya, una Revolución sin Amor»: la prensa europea lo calificó de agente de la CIA. Nadie aceptaba que el entusiasmo pro-comunista que había constituido la reivindicación europea en los años sesenta se redujese ahora a un genocidio.
En medio de tanto sufrimiento merece la pena destacar la labor de la Iglesia en todos estos años. En Vietnam, como integrante de la «tercera fuerza» reivindicó durante años la caída del régimen de Thieu, pero tampoco ha aceptado ahora el pacto con el vietcong. A diferencia de la lenta y solapada presión que sobre ella se ejerció en Vietnam del Norte, en el Sur la acción ha sido radical. Los más afectados por este intento de eliminación de todo lo que no coincida con el régimen de Hanoi fueron los budistas -quizá porque la represión contra ellos tiene menos resonancia en Occidente- pero también los católicos -que en Vietnam son un 10% de la población-, han tenido que asistir a la expulsión de sus misioneros, al cierre de los seminarios (sólo uno queda abierto y los candidatos al sacerdocio son revisados y rechazados en su mayoría por el gobierno), a la clausura de todas las publicaciones católicas y a una amenaza constante de marginación hacia los ciudadanos que asistan públicamente a la liturgia.
ORDENADO BAJO LAS BOMBAS
La represión, sin embargo, no tiene nada que ver con la que tuvo lugar en Camboya. También la religiosidad, y más el catolicismo, por su origen, era signo de occidentalización y, por lo tanto, enemigo moral de los khmeres. Expulsados todos los sacerdotes católicos, Monseñor Ramousse, obispo de Phon Penn y actual obispo de los refugiados camboyanos, apenas tuvo tiempo de ordenar obispo a su vicario antes de ser exiliado. La ceremonia hubo de interrumpirse dos veces bajo el estruendo de los bombardeos.
El recién ordenado moriría poco después y en 1976 ya no quedaban en el país ni un misionero, ni un sacerdote, ni una monja camboyanos: todos habían muerto. De los poco más de 60. 000 cristianos que había en Camboya, la minoría que escapó al asesinato carece de liturgia y no pueden celebrar los sacramentos, a excepción del bautismo, que tiene lugar en secreto. Impedidos para reunirse, su fe se reduce a una desesperada lucha individual que sólo en ocasiones muy raras encuentra expresión en un rato de oración en común.
Entretanto, la lucha prosigue y la jungla camboyana contiene el secreto de una guerra de guerrillas cruel, implacable. Día tras día, las tropas vietnamitas se enfrentan a una triple resistencia constituida por los khmeres rojos de Pol Pot, por los partidarios del príncipe Sihanuk y por los pro-americanos occidentalizantes que siguen a Son Sano bajo la denominación de khmeres blancos. Los más poderosos son los khmeres rojos con 50.000 hombres bien equipados por Pekín. Sihanuk cuenta con 5.000 y Son Sano agrupa otros 20.000 guerrilleros, en ambos casos mucho peor provistos. Las tres fuerzas integran actualmente un Gobierno de Coalición Democrática cuyo único sentido, dada la radical oposición de la ideologías que lo integran, es la común guerra contra los vietnamitas. «No puedo olvidar lo que hicieron los khmeres rojos cuando estaban en Pohn Penn. Asesinaron a cinco de mis hijos, catorce de mis nietos y cien mil de mis conciudadanos. Pero esto no puede justificar la presencia de una potencia extranjera sobre mi país» (Sihanuk).
UNA INDIFERENCIA LLAMADA SILENCIO
El Gobierno de Coalición Democrática cuenta con el apoyo de la ONU, que no ha reconocido el gobierno filovietnamita de Samrin establecido en Pohn Penn. En 1985 el príncipe Sihanuk estuvo en Europa en busca de apoyo para una oferta de paz cifrada en una conferencia internacional sobre Camboya con las superpotencias que sostienen la guerra, URSS y China, y con la presencia de EE.UU. Pero el viaje no obtuvo una respuesta consistente.
Indochina resulta ya molesta: para Europa es sólo el testimonio patético de lo que los idolatrados comunismos y maoísmos de los años sesenta no han sabido hacer y para América una pesadilla que se intenta olvidar y donde, en todo caso, se prefieren solventar los intereses políticos de forma callada, «sin escándalos». Allí se están enfrentando, como siempre, los planes de las grandes potencias y, entre tanto, es mejor que un manto de silencio recubra la podredumbre para que el ciudadano medio occidental permanezca en su sana indiferencia. Cada vez más soldados vietnamitas abandonan la guerra en Camboya y se marchan al duro exilio porque no pueden seguir matando. Sus relatos sobre cómo los khmeres rojos dejan morir al sol, atados en forma de cruz contra el suelo, a sus prisioneros, resultan de pesadilla.
Pero es mejor callar, porque el testimonio de los millones de camboyanos, de los millones de vietnamitas que hablan por la boca de Laura Picq, puede ser molesto: «Ahora el ideal ya no es la revolución; es, simplemente una vida más digna para todos».
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