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Huellas N.3, Julio/Agosto 1986

NUESTROS DÍAS

La liberación, uno entre nosotros

A propósito de la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre «Libertad cristiana y liberación» presentamos un análisis previo del
tema junto a un resumen de la citada instrucción.


Han pasado veinte años desde que el tema de la liberación irrum­pió con fuerza en la conciencia y en la cultura de los hombres en Europa y en el mundo; slogan ideológi­co para unos, método de compro­miso político para otros..., pero también razón ideal de luchas ar­madas y mensaje utópico de espe­ranzas revolucionarias. Para quien puede recordar aquellos años, el Mayo francés permanece -junto a Cuba y al Che Guevara- como símbolo de las instancias de liberación que recorrieron y sacudieron Europa a finales de los años '60 y proyec­taron sobre Latinoamérica y sobre la China de Mao Tze Tung la uto­pía europea que agigantó las pro­mesas de una nueva sociedad.
Los cristianos no tardaron en asociarse a los vientos de aquella época, poniendo las razones de su esperanza en la fragua incandescen­te de las esperanzas humanas de li­beración.
Hoy, con los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe -el de
Algunos aspectos de la teología de la liberación y el de la Instrucción sobre la libertad cris­tiana y liberación- es la Iglesia, en su máxima instancia doctrinal, la que interviene de forma exhausti­va con una excepcional contri­bución de reflexión, la que asu­me el tema de la liberación y la que lo integra en el cuerpo doctri­nal de la fe católica.
La intervención de la Congrega­ción para la Doctrina de la Fe aclara y evidencia ante todo dos datos de extraordinaria importancia:
1) El tema de la liberación no es apenas el contenido para una teología de frontera reservada para iglesias de frontera que vivan en si­tuaciones históricas y sociales de emergencia.
2) El tema de la liberación per­tenece a la esencia del mensaje cris­tiano y la praxis de liberación se identifica pues con la misma misión de la Iglesia en cuanto tal.
Quién entonces juntó en una indisoluble unidad comunión y li­beración como los factores consti­tutivos del único acontecimiento cristiano, acertó; y encuentra aho­ra, en los documentos de la Santa Sede (en realidad se trata de un único documento en dos partes), una confirmación de la verdad so­bre la esencia del Acontecimiento cristiano.
Pero aún hay más. El documen­to de la Santa Sede ofrece una apor­tación decisiva de contenido y de método, de la cual no podrá no de­rivarse un crecimiento y un desarro­llo de la autoconciencia de la Igle­sia en la tarea de su misión históri­ca que, como hemos visto, es por su misma esencia una praxis de li­beración.
Las aportaciones fundamentales que el documento ofrece creemos que son estas tres:
1) La «centralidad» del hombre y, por consiguiente, de la antropo­logía. No parece exagerado afirmar que el mayor mérito de la interven­ción de la Santa Sede está en el ha­ber colocado al hombre en el cen­tro de la reflexión sobre la libera­ción; el hombre como sujeto per­sonal, definido en su relación fundamental, de origen y de destino, con Dios. El movimiento de libe­ración que nace del Acontecimien­to de Cristo, por su misma natura­leza, no puede ser más que un mo­vimiento de liberación de la persona según la totalidad e integralidad de sus dimensiones humanas.
Merece la pena destacar el he­cho de que el planteamiento antro­pológico está sustancialmente ausente en toda o casi toda la producción de las ­«teologías de la liberación» del tipo latino-americano con influjos ideológicos europeos; así que esta parte de la segunda Ins­trucción resulta ser la más grave­mente crítica frente a esas «teolo­gías», aunque no estén nombradas nunca.
2) La unidad de Nuevo y Anti­guo Testamento. La relación entre el Éxodo y la Resurrección de Cris­to no es sólo una cuestión académi­ca de interés exegeta-teológico. La autoconciencia que la Iglesia tiene de ser movimiento de liberación in­tegral de la persona puede formar­se y alimentarse sólo en una experiencia que abarque cada vez -en cada acto humano singular- todo el recorrido de la salvación, desde la primera Alianza con Abraham hasta la nueva y eterna con Cristo.
No es difícil encontrar una rup­tura entre la experiencia del Éxodo y la experiencia de la Iglesia en las llamadas «teologías de la liberación»; esa ruptura contradice cla­morosamente la instancia de parti­cipación en el proceso histórico de liberación; más todavía: de hecho, convierte en imposible para los cris­tianos esa misma instancia.
3) La reiterada proposición de la doctrina social de la Iglesia. Aca­baba de salir la Encíclica
Laborem exercens de Juan Pablo II y ya se manifestaba con evidencia que el camino histórico de la liberación pasa hoy a través de la clave del tra­bajo y de la cultura, en su insepa­rable y fecunda reciprocidad. Con extremado realismo, la Instrucción retoma los temas del trabajo y de la cultura, en los mismos términos con los que la Encíclica los había propuesto, confirmando de esa for­ma cómo la doctrina social de la Iglesia es ciertamente la proposición de algunos grandes principios, que son norma de una auténtica praxis de liberación, pero es a la vez -y, en cierto sentido, sobre todo -el empeño de un sujeto real que ya vi­ve una experiencia de liberación, en aquel lugar de humanidad redimi­da que es la Iglesia, lo que actúa para la liberación según las moda­lidades originales y creadoras de su propia identidad y de su propia cul­tura.
También en este punto merece la pena destacar cómo las llama­das «teologías de la liberación» han ignorado la
Laborem exercens y la novedad de sus contenidos y de su propuesta y, así, han resultado ser particularmente incapaces de inter­pretar la novedad que acontece en la historia y de ayudar a una pre­sencia cristiana en las nuevas cir­cunstancias del mundo.


De la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre «Libertad cristiana y Liberación»
1. EL HOMBRE DESEA LA LIBERTAD, PERO SABE QUE ESTA ES PRECARIA

La moral y Dios, ¿obstáculos para la liberación? En relación con el movimiento moderno de libera­ción interior del hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la volun­tad de sus límites ha llegado a considerar que la moralidad como tal constituía un límite irracional que el hombre, decidido a ser due­ño de sí mismo, tenía que superar.
Es más: para muchos, Dios mis­mo sería la alienación específica del hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegaría a ser verdaderamente libre.
Interrogantes angustiosos. En esto está la raíz de las tragedias que acompañan a la historia moderna de la libertad. ¿Por qué esta historia, a pesar de las grandes conquistas -por lo demás, siempre frágiles- ­sufre recaídas frecuentes en la alie­nación y ve surgir nuevas servidumbres? ¿Por qué unos movimientos de liberación, que han suscitado in­mensas esperanzas, terminan en regímenes para los que la libertad de los ciudadanos -empezando por la primera de las libertades que es la libertad religiosa-, constituye el primer enemigo?
Cuando el hombre quiere libe­rarse de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de con­quistar su libertad, la destruye. Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo.
El profundo movimiento mo­derno de liberación resulta ambi­guo porque ha sido contaminado por gravísimos errores sobre la con­dición del hombre y su libertad. Al mismo tiempo está cargado de pro­mesas de verdadera libertad y ame­nazas de graves servidumbres.
Iglesia y libertad. La Iglesia, consciente de esa grave ambigüedad, por medio de su Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los últimos siglos, para poner en guar­dia contra las desviaciones que co­rren el riesgo de torcer el impulso liberador hacia amargas decepcio­nes. En su momento fue muchas veces incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible hacer justi­cia a su discernimiento.
La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hom­bre, creado a imagen de Dios. Se la acusa, sin embargo, de constituir por sí misma un obstáculo en el ca­mino de la liberación. Su constitu­ción jerárquica se opondría a la igualdad; su Magisterio se opondría a la libertad de pensamiento. Des­de luego, ha habido errores de jui­cio o graves omisiones de los cuales los cristianos han sido responsables a través de los siglos. Pero estas ob­jeciones desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. La diversi­dad de carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual digni­dad de las personas y a su vocación común a la santidad.
La libertad de pensamiento, co­mo condición de búsqueda de la verdad en todos los dominios del saber humano, no significa que la razón humana deba cerrarse a la luz de la Revelación cuyo depósito ha confiado Cristo a su Iglesia. La ra­zón creada, al abrirse a la verdad di­vina, encuentra una expansión y una perfección que constituyen una forma eminente de libertad. Ade­más, el Concilio Vaticano II ha re­conocido plenamente la legítima autonomía de las ciencias, como también la de las actividades de or­den político.
La libertad de los pequeños y de los pobres. Uno de los principa­les errores que, desde el Siglo de las Luces, han marcado fundamental­mente el proceso de liberación, lle­va a la convicción, ampliamente compartida; de que serían los progresos realizados en el campo de las ciencias, de la técnica y de la eco­nomía los que deberían servir de fundamento para la conquista de la libertad. De este modo, se desco­nocía la profundidad de esta liber­tad y de su exigencias.
Esta realidad de la profundidad de la libertad, la Iglesia la ha expe­rimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especial­mente en los pequeños y los po­bres. Por la fe éstos saben que son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: «Vi­vo en la fe del Hijo de Dios, el cuál me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20b). Tal es su digni­dad que ninguno de los poderosos puede arrebatársela, puesto que tal es la alegría liberadora presente en ellos. Saben que la Palabra de Je­sús se dirige igualmente a ellos: «Ya no os llamo siervos, porque el sier­vo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Esta partici­pación en el conocimiento de Dios es su emancipación ante las preten­siones de dominio por parte de los detentores del saber: «Conocéis to­das las cosas... y no tenéis necesi­dad de que nadie os enseñe» (1 Jn 2, 20b.27b). Son así conscientes de tener parte en el conocimiento más alto al que está llamada la huma­nidad. Se sienten amados por Dios como todos los demás y más que to­dos los otros. Viven así en la liber­tad que brota de la verdad y del amor.

2. LA IGLESIA ES LIBERADORA CUANDO ANUNCIA LA SALVACIÓN
La Iglesia y las inquietudes del hombre. La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquie­tudes del hombre contemporáneo, sometido a duras opresiones y an­sioso de libertad. La gestión políti­ca y económica de la sociedad no entra directamente en su misión. Pero el Señor Jesús le ha confiado la palabra de verdad capaz de ilu­minar las conciencias. El amor di­vino, que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con to­do hombre que sufre. Si sus miem­bros permanecen fieles a esta misión, el Espíritu Santo, fuente de libertad, habitará en ellos y produ­cirán frutos de justicia y de paz en su ambiente familiar, profesional y social.
Las Bienaventuranzas y la fuer­za del Evangelio. El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya des­de ahora a quienes lo reciben. Pe­ro al engendrar hombres nuevos, esta fuerza penetra en la comuni­dad humana y en su historia, puri­ficando y vivificando así sus activi­dades. Por ello es «raíz de cultura».
Las Bienaventuranzas proclama­das por Jesús expresan la perfección del amor evangélico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda la historia de la Iglesia por nu­merosos bautizados y, de una manera eminente, por los santos.
Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman un todo que no puede ser se­parado del conjunto del Sermón de la Montaña. Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas el Decálogo, la Ley de la Alianza, dándole su sentido definitivo y pleno. Las Bienaventu­ranzas leídas e interpretadas en to­do su contexto, expresan el espíri­tu del Reino de Dios que viene. Pe­ro a la luz del destino definitivo de la historia humana así manifestado aparecen al mismo tiempo más cla­ramente los fundamentos de la jus­ticia en el orden temporal.
Así pues, al enseñar la confian­za que se apoya en Dios, la espe­ranza de la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que lle­ga hasta el perdón y la reconcilia­ción, las Bienaventuranzas permi­ten situar el orden temporal en fun­ción de un orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida.
Iluminados por ellas, el com­promiso necesario en las tareas tem­porales al servicio del prójimo y de la comunidad humana es, al mis­mo tiempo, requerido con urgen­cia y mantenido en su justa pers­pectiva. Las Bienaventuranzas pre­servan de la idolatría de los bienes terrenos y de las injusticias que en­trañan su búsqueda desenfrenada. Ellas apartan de la búsqueda utó­pica y destructiva de un mundo perfecto, pues «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7, 31).
El anuncio de la salvación. La misión esencial de la Iglesia, si­guiendo la de Cristo, es una misión evangelizadora y salvífica. Saca su impulso de la caridad divina. La evangelización es anuncio de salva­ción, donde Dios. Por la Palabra de Dios y los sacramentos, el hom­bre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Malig­no que le oprime, y es introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que «vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), la Iglesia quiere la salvación de todos los hombres.
En esta misión, la Iglesia ense­ña el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abar­ca, por consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justi­cia, que debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicación del Evangelio.
Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la par­ticipación en la vida divina median­te la gracia, le hace también alcan­zar por la acción eficaz de sus miembros el verdadero bien temporal de los hombres, atender a sus necesidades, proveer a su cultura y promover una liberación integral de todo lo que impide el desarrollo de las personas. La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus di­mensiones; en primer lugar, como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.
Evangelización y promoción de la justicia. La Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la promoción de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete a los fieles laicos a tra­bajar en ellas, según su vocación propia. Sin embargo, procura que esta misión no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen al orden temporal, o que se reduzca a ellas. Por lo mismo, la Iglesia po­ne todo su interés en mantener cla­ra, y firmemente a la vez, la unidad y la distinción entre evangelización y promoción humana: unidad, por­que ella busca el bien total del hombre; distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos diversos, de su misión.

3. LA DOCTRINA SOCIAL ALIMENTA LA PRAXIS DE LIBERACIÓN
La praxis cristiana de la libera­ción. La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la dimensión socio-ética que es una consecuencia de ella. Al restituir al hombre la verdadera libertad, la li­beración radical obrada por Cristo le asigna una tarea: la praxis cris­tiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del amor. Este es el principio supremo de la mo­ral social cristiana, fundada sobre el Evangelio y en toda la tradición desde los tiempos apostólicos y la época de los padres de la Iglesia, hasta las recientes intervenciones del Magisterio.
Los grandes retos de nuestra época constituyen una llamada ur­gente a practicar esta doctrina de la acción.
Mensaje evangélico y vida so­cial. La enseñanza social de la Igle­sia nació del encuentro del mensa­je evangélico y de sus exigencias
-comprendidas en el Mandamien­to supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia- con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una doctrina, utilizando los recur­sos del saber y de las ciencias humanas; se proyecta sobre los aspec­tos éticos de la vida y toma en cuenta los aspectos técnicos de los pro­blemas, pero siempre para juzgarlos desde el punto de vista moral.
Esta enseñanza, orientada esen­cialmente a la acción, se desarrolla en función de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello, aunque basándose en principios siempre válidos, comporta también juicios contingentes. Lejos de cons­tituir un sistema cerrado, queda abierto permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de presentarse; requiere, además, la contribución de todos los carismas, experiencias y competencias.
La Iglesia, experta en humani­dad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directri­ces de acción para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una ma­nera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.
Principios fundamentales. El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la libertad, pre­rrogativa esencial de la persona hu­mana, se manifiesta en toda su pro­fundidad. Las personas son los su­jetos activos y responsables de la vi­da social.
A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están ínti­mamente ligados el principio de so­lidaridad y el principio de subsidia­riedad.
En virtud del primero, el hom­bre debe contribuir con sus seme­jantes al bien común de la socie­dad, a todos los niveles. Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de indivi­dualismo social o político. En virtud del segundo, ni el Es­tado ni sociedad alguna deberán ja­más sustituir la iniciativa y la res­ponsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que éstos puedan actuar, ni destruir el espacio nece­sario para su libertad. De este mo­do, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de co­lectivismo.


«... ENTONCES PUSIMOS COMO FORMULA ANTICONTESTATRIA COMUNIÓN Y LIBERACIÓN...»
«En los años de la contestación universitaria parecía que el cambio que todos querían podía venir a tra­vés de un análisis científico de la so­ciedad. Esta creencia dominante dejaba a un lado a un cristianismo considerado como salvaguardia de lo eterno y provocó, dentro del mo­vimiento, una crisis por la que mu­chos se fueron.
Ahora, volviendo la vista atrás, y cuando ya no queda nada de ese fervor, es posible apreciar el error de la contestación. El deseo de cam­bio que aquellos jóvenes tenían era algo justo, y nosotros lo teníamos también, pero su error fue olvidar la realidad del pecado original. El hombre en su raíz ve y desea el bien, pero en su actuación es inca­paz de ser puro y hace el mal; en su intento de crear justicia comete las mayores injusticias, en nombre de la paz es capaz de destruir. El hom­bre, para poder cambiar, teoriza su propio punto de vista, afirma un particular como salvación de todo, cae en el delito ideológico. Como dice el premio Nobel Alexis Carrell: «Nuestra época es la época del do­minio del prejuicio». En el mismo sentido, Eliot dice: «Los hombres tratan de huir del aburrimiento ex­terior e interior inventando sistemas perfectos que evitan al hombre te­ner que ser bueno».
Nosotros participábamos de ese deseo de liberación, pero para no­sotros éste venía por medio de la di­latación de las realidades en las cuales Dios ha entrado. Nosotros ya teníamos experiencia de lo que es cambiar, del perdón, del compar­tir. Así, en la pequeñez de lo que éramos, podíamos decir: venid y ved. Este fenómeno de humanidad en el que el pecado es inicialmente contestado se llama comunión. En­tonces pusimos como fórmula an­ticontestataria Comunión y Libera­ción; esto es, vivir un nivel supre­mo de unidad que no nace de la simpatía ni de la reacción ante lo exterior, sino del hecho de que Cristo se ha hecho hombre y está entre nosotros. El genio del cristia­nismo es la unidad; éste es el cam­bio que necesita el mundo: que se dilate la comunión cristiana».
(Parte de una conferencia sobre la historia de Comunión y Libera­ción, pronunciada por D. Luigi Giussani, con motivo del 30 aniver­sario del movimiento).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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