Yo vivo en Pozuelo y este hecho ha sido algo negativo para mí hasta hace pocos meses, porque mis amigos de la comunidad vivían en Madrid y se veían con frecuencia, mientras que yo no siempre podía.
En Pozuelo, desde hace poco más de un años, hay tres chicas del movimiento: Isabel, Cristina y Ana. Nos conocíamos e incluso Isabel y yo éramos buenas amigas, pero siempre que tenía tiempo libre intentaba pasarlo con mis amigos de Madrid porque eran las personas cuya compañía me resultaba más atractiva. El que ellos pudieran verse entre sí con más facilidad y tener una cotidianidad a la cual yo no podía acceder me condicionaba en mayor o menor medida; e ideas cómo «si viviera cerca de ellos..., si pudiera estar más tiempo en su compañía... aprendería, crecería más en la experiencia del movimiento», eran habituales en mí. Era como si la promesa de transformar mi vida, que fue lo que me llevó al movimiento, dependiera de unas determinadas circunstancias idóneas para su realización.
Desde hacía algún tiempo, y de forma apremiante a principio de este año, me di cuenta que no podía seguir mintiéndome a mí misma; si el ideal que intentaba vivir era verdadero debía servir para mi vida en su totalidad, no podía depender de las circunstancias y ya era hora de verificar esto personalmente.
Una tarde, en casa de Isabel y Cristina, decidimos que si éramos vecinas - y, por tanto, podíamos vernos con facilidad-, esto no se debía al simple azar y que entre nosotras debía surgir una amistad que nos ayudara a vivir la experiencia que el movimiento propone. Intentamos vernos más a menudo aunque no sabíamos en concreto qué hacer, pero sí que no importaban nuestra fragilidad, inconsecuencias o fallos, y que realmente lo importante era que estábamos juntas por Cristo y recordarnos esto como buenamente pudiéramos.
Las cosas comenzaron a cambiar a partir de este momento. Cada vez nos sentíamos más amigas, más unidas, y no importaba que fuéramos diferentes en cuanto a edad, temperamento o ambiente en que cada una se movía. Nuestra amistad crecía, se hacía más verdadera, empezaba a caracterizarse por una libertad, una acogida y un respeto cada vez mayores: amistad que crece por el ideal del que ha surgido y a la vez nos provoca continuamente a confrontar todo lo que nos ocurre, toda la realidad con ese ideal.
Nació en nosotras un deseo de aprender: ahora cada vez más comentamos juntas la Escuela de Comunidad, la revista, las Atlántidas. La Escuela de Comunidad, por ejemplo, ya no es algo que preparamos sólo para cada una de nosotras, sino pensando en cómo esto puede ayudar a las demás: es una responsabilidad que tenemos las unas con las otras que nos hace ser más serias con nosotras mismas.
También queríamos comunicar nuestra experiencia: así, fuimos a la parroquia a hablar de lo que es C.L. e invitar a la Pascua a un grupo de gente.
Lo importante, a la hora de hacer estas cosas, no son los resultados, sino el riesgo de comunicar a las personas que viven a nuestro alrededor que nos ayuda a una mayor conciencia de lo que vivimos y sobre todo que el hacer esto juntas nos une. Sentimos un mayor aprecio por nuestros otros amigos y queremos que nuestra relación con ellos este cada vez más determinada por esta conciencia.
Además, nos hemos dado cuenta y sorprendido de que Cristo construye sobre nuestra fragilidad, sobre lo poco que somos; sólo hace falta tener el deseo y pedir que cambie nuestras vidas.
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