Memorias de África, la película que más Oscars ha conseguido este año, se ha quedado a las puertas de ser una película brillante. A pesar de su pretensión de volar alto, más alto que los propios pájaros, no pasa de ser la misma pretensión de volar que tuvo el mitológico Ícaro: remonta el vuelo orgulloso con sus alas de cera hasta que el sol las derrite. Así, el impulso, ese impulso rebelde de contestación, se convierte fundamentalmente en conformismo; el sueño de libertad que se acaricia se esfuma bruscamente.
Karen, una muchacha danesa (magníficamente interpretada por Meryil Streep) se acaba de casar con Bror (Klaus María Brandauer) y ambos, arrastrados por la aventura, por lo desconocido, deciden irse a Kenia a vivir. Su boda no es más que un pacto, un contrato: asumen un papel juntos que hay que cumplir, pero ninguno debe entrometerse en la vida del otro. Es terrible la sensación de incomprensión mutua y de aislamiento; a pesar de vivir juntos están profundamente solos en un continente misterioso que les es absolutamente extraño. Es una situación de utilización, de esclavitud a que ambos se ven sometidos: el aire, ese aire fresco de la sabana, parece faltar, parece no poder penetrar en aquella casa donde viven.
En estos momentos de profunda amargura, de desazón, cuando Karen se siente decepcionada, aparece una desconcertante figura que va a cambiar todo su horizonte.
Denys Finch Hatton ( quizá el mejor papel que Roben Reford haya interpretado) es un aventurero solitario que ama la libertad porque la vive, la siente, la ve y la oye ante la desvelada potencia y el silencio majestuoso de la naturaleza en todo su esplendor: la África de los espacios abiertos. Es por ello que para él la vida entera se puede empeñar en el contacto cotidiano con aquel esplendor, con aquella sorpresa que se manifiesta salvaje e incierta.
Karen hace un encuentro con alguien que ama y vive la libertad intensamente; frente a este alguien, las cadenas de su «contrato» matrimonial se vuelven insoportables; es impresionada por alguien que rompe todos sus esquemas de relación; alguien que es capaz de tratarla y mirarla con una mirada que ella ni siquiera podía imaginar; alguien que le respeta profundamente y que, precisamente por esto, es difícil de atrapar porque se escurre entre las manos. Ella, acostumbrada a poseerlo todo, encuentra a alguien a quien no puede poseer. Y es entonces cuando entiende que la vida es algo más que lo que puede atrapar entre sus manos.
Pero el hombre está eternamente al límite, a la fragilidad. Y la película sufre un brusco cambio; un cambio que está a punto de desgarrarla. Esas alas livianas que Denys había construido, ese sueño de libertad que acariciaban, se derriten al intentar tocar el sol. Lo que era una relación hermosa entre ambos se convierte en fin en sí misma y aquella libertad parece evaporarse: se cae en la instrumentación mutua.
¿Puede no ser realmente libre sin comprometerse realmente con la vida, con todo lo que éste es y supone? ¿Es menos libre quién sólo está comprometido consigo mismo que quien está comprometido con alegría que le hace crecer?
La gran contradicción del hombre moderno es contraponer libertad a compromiso. El compromiso siempre existe, empezando por el compromiso con uno mismo. Negar esto es querer ser libre renunciado de raíz a serlo.
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