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Huellas N.2, Mayo 1986

CINEFORUM

Memorias de África

Javier Ortega García

Memorias de África, la película que más Oscars ha conseguido este año, se ha quedado a las puertas de ser una película brillante. A pesar de su pretensión de volar alto, más alto que los propios pájaros, no pasa de ser la misma pretensión de volar que tuvo el mitológico Ícaro: remonta el vuelo orgulloso con sus alas de cera hasta que el sol las derrite. Así, el impulso, ese impulso rebelde de contestación, se convierte fundamentalmente en conformismo; el sueño de libertad que se acaricia se esfuma bruscamente.

Karen, una muchacha danesa (magníficamente interpretada por Meryil Streep) se acaba de casar con Bror (Klaus María Brandauer) y am­bos, arrastrados por la aventura, por lo desconocido, deciden irse a Ke­nia a vivir. Su boda no es más que un pacto, un contrato: asumen un papel juntos que hay que cumplir, pero ninguno debe entrometerse en la vida del otro. Es terrible la sen­sación de incomprensión mutua y de aislamiento; a pesar de vivir jun­tos están profundamente solos en un continente misterioso que les es absolutamente extraño. Es una si­tuación de utilización, de esclavi­tud a que ambos se ven sometidos: el aire, ese aire fresco de la sabana, parece faltar, parece no poder pe­netrar en aquella casa donde viven.
En estos momentos de profun­da amargura, de desazón, cuando Karen se siente decepcionada, apa­rece una desconcertante figura que va a cambiar todo su horizonte.
Denys Finch Hatton ( quizá el mejor papel que Roben Reford ha­ya interpretado) es un aventurero solitario que ama la libertad porque la vive, la siente, la ve y la oye ante la desvelada potencia y el silencio majestuoso de la naturaleza en to­do su esplendor: la África de los es­pacios abiertos. Es por ello que pa­ra él la vida entera se puede empe­ñar en el contacto cotidiano con aquel esplendor, con aquella sor­presa que se manifiesta salvaje e in­cierta.
Karen hace un encuentro con alguien que ama y vive la libertad intensamente; frente a este alguien, las cadenas de su «contrato» matri­monial se vuelven insoportables; es impresionada por alguien que rom­pe todos sus esquemas de relación; alguien que es capaz de tratarla y mirarla con una mirada que ella ni siquiera podía imaginar; alguien que le respeta profundamente y que, precisamente por esto, es di­fícil de atrapar porque se escurre entre las manos. Ella, acostumbra­da a poseerlo todo, encuentra a al­guien a quien no puede poseer. Y es entonces cuando entiende que la vida es algo más que lo que puede atrapar entre sus manos.
Pero el hombre está eternamente al límite, a la fragilidad. Y la pe­lícula sufre un brusco cambio; un cambio que está a punto de desga­rrarla. Esas alas livianas que Denys había construido, ese sueño de li­bertad que acariciaban, se derriten al intentar tocar el sol. Lo que era una relación hermosa entre ambos se convierte en fin en sí misma y aquella libertad parece evaporarse: se cae en la instrumentación mutua.
¿Puede no ser realmente libre sin comprometerse realmente con la vida, con todo lo que éste es y su­pone? ¿Es menos libre quién sólo está comprometido consigo mismo que quien está comprometido con alegría que le hace crecer?
La gran contradicción del hombre moderno es contraponer liber­tad a compromiso. El compromiso siempre existe, empezando por el compromiso con uno mismo. Negar esto es querer ser libre renunciado de raíz a serlo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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