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Huellas N.2, Mayo 1986

INVITACIÓN A LA BELLEZA

El gran grito atraviesa la historia

Oliver Clément

El 27 de abril de 1937, durante la guerra civil española, la aviación alemana bombardeó Guernica, la ciudad santa del País Vasco. Era un día de fiesta, la gente se agolpaba en las calles. Hubo dos mil vícti­mas. La guerra de ideologías, las presiones de odio y de violencia que anunciaban la segunda guerra mundial habían (a partir de prin­cipios de los años 30) arrancado a Picasso de búsquedas puramente estéticas. Ya la historia penetra en su obra, no la historia anecdótica, sino la metahistoria, de la cuál el artista, proféticamente, percibe su raíz. Después del desastre de Guer­nica, pinta el inmenso fresco del mismo nombre (de 3,51 m. de al­tura por 7,82 m. de ancho) para el pabellón de la España republicana en la Exposición Internacional de París.
El Guernica es una epopeya fú­nebre, uno de los más grandes testimonios de la tragedia de nuestro siglo. La tonalidad general es la del luto: la nada absorbe todos los colo­res -quedan sólo el negro, los gri­ses sombríos y ese blanco mortuo­rio esperando, quizá, una meta­morfosis... Toda la mitad izquierda de la composición está consagrada al ho­rror sin esperanza. Se encuentran, aunque en una síntesis completa­mente nueva, los temas ya familia­res para el artista de la corrida de toros, la estatua antigua rota, y so­bre todo del Minotauro, símbolo de la violencia, al cuál acababa de con­sagrar una admirable serie de agua­fuertes.
Una corrida, en España, limita y ennoblece la violencia, a través de la belleza y el símbolo. Significa, de hecho, la victoria de lo humano sobre la bestia, del Espíritu sobre el caos, de la luz sobre las tinieblas ( el toro, a partir del arte mesopo­támico, es el animal de la noche). Aquí es todo lo contrario. Nos en­contramos frente a una corrida al revés. El caballo, animal completa­mente noble, guía de las almas en las viejas mitologías, es traspasado, herido de muerte, y se contorsiona con un grito de dolor. El hombre, el defensor de la casa, de la mujer, de la tierra, de todo este métaxu (como decía Platón) que hace de la nación y de la cultura una morada de lo universal, el hombre es iden­tificado con la estatua antigua de un guerrero muerto, con su espada rota. Una mano se contrae sobre el arma inútil: ¿qué habría podido hacer una espada, arma de una guerra «a la medida del hombre», contra los apocalípticos Stukas que vomitaban sus bombas con un estruendo que multiplicaba el páni­co? La otra mano, abierta en la muerte, está marcada en la palma por una especie de estrella, última luz de la noche, ahora apagada. Pero aquí hay mucho más que la corrida al revés, signo del caos. Dos imágenes de muerte y deses­peración enmarcan al monstruo vencedor. A la izquierda una ma­dre grita; entre los brazos, su hijo muerto. El impulso absolutamen­te rectilíneo del cuello, no es otra cosa que un grito, el brotar sin fin del grito. En la gran boca abierta aparece la lengua, aguda como la del caballo, arma irrisoria del odio y de la maldición. Una mano sos­tiene el cuerpo completamente abandonado del niño. La otra, abierta, está marcada por la misma estrella apagada.
A la derecha de la cabeza del monstruo, un pájaro fulminado grita también el dolor, con un mo­vimiento vertical del cuello análo­go a aquél sin fin de la mujer.
El toro, un verdadero Minotau­ro, impasible y triunfante, «simboliza la brutalidad y la oscuridad», ha dicho el pintor. Cuerpo noctur­no, cabeza de luz artificial, que prolonga la claridad de la enorme lámpara eléctrica que se expande ( en la parte de arriba de la tela). Lámpara de proyectores y de inte­rrogadores. La cabeza se gira, indi­ferente. ¿Qué le importa la agonía del caballo o del pájaro, signos de libertad y de fuga, de todo lo que en el hombre hay m??.grande que el propio hombre? ¿Qué le importa el guerrero vencido, el niño muerto, la mujer desesperada y disgustada? El es pu­ra opacidad de la voluntad de po­tencia, la cola alzada como un es­tandarte de orgullo. Cabeza, sin embargo, no de bestia, sino de in­teligencia fría y perversa: la frente inmensa está coronada por los cuer­nos satánicos, cuernos, signos de fuerza, y, en este perfil, los ojos es­tán de frente, insostenibles. El se gira, pero ve: un ser de potencia y de conocimiento a la vez.
Así, en la mitad izquierda de la composición todo está perdido. Es el reino de la destrucción, del Des­tructor. Un punto, sin embargo, de extraña serenidad: el rostro al revés del niño muerto. Los ojos dulce­mente cerrados contrastan con la mirada de posesión del Minotauro. La boca, sobre todo, es de una in­finita dulzura. La muerte no des­truye el rostro del niño, lo libera del horror. Vulnerable hasta el fondo, se recoge misteriosamente en el in­finito.
La mitad derecha es completa­mente otra cosa. Empezando por el extremo, hay una casa quemada, la ventana abierta a un «interior» que ya no existe, violado por el fuego. Los bombarderos han pasado y pasarán. Debajo una mujer se eleva, el cuello y los brazos se tienden, ya no en una revuelta y en el odio, según parece, sino en la imploración. De la casa aparece un rostro, y sobre todo un brazo portador de otra luz. Del mismo modo, en los aguafuertes de la Minotauromaquia una niña seria, inmóvil, intrépida, con una vela ya acabándose, se en­frenta al monstruo. También aquí este rostro de calma parece feme­nino. El inmenso brazo lleva una vieja lámpara, o mejor, la enarbo­la; lleva una pequeña llama, pero protegida, defendida: el fuego que calienta e ilumina... ¿ Será éste el án­gel de la luz y de la vida? ¿No es ante esta llama cuando la Bestia cambia de camino, se gira? Abajo una mujer se mueve hacia esa lámpara, en un movimiento de estu­por, de gratitud: si este fuego exis­te, nada puede apagarlo. Así toda la composición está atravesada por una gran diagonal de esperanza.
En la parte izquierda, líneas y superficies se cortan en ángulo rec­to, dureza de lo horizontal y verti­cal. La parte derecha, sin embargo, está construida por fuertes rectas oblicuas polarizadas por la luz. También la mujer implorante, en el extremo derecho, está cogida por este movimiento oblicuo y parece levantarse.
Y todo se reúne, se resume en lo alto del cuadro, en el cara a cara de las dos luces: la artificial y la ver­dadera la claridad eléctrica y la humilde llama. La primera se dispo­ne en horizontal, irritada por res­plandores crueles, por flechas que muerden el espacio. Ojo vacío, con un nudo irrisorio de filamentos en el centro.
La otra es vertical, la llama sale entre dos receptáculos de formas dulces, femeninas, uno fecundo y otro protector. En el centro de este corazón inflamado un punto oscu­ro, sólo un punto: la trascendencia quizá, el punto desde todo se ex­plica, un Germen. Después, la luz cae sobre el mango de la espada rota y se ve crecer del metal, tímida, apenas indicada, sin embargo de­terminante, -por lo tanto la única victoria- una flor.

(traducción de Javier Castaño)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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