El 27 de abril de 1937, durante la guerra civil española, la aviación alemana bombardeó Guernica, la ciudad santa del País Vasco. Era un día de fiesta, la gente se agolpaba en las calles. Hubo dos mil víctimas. La guerra de ideologías, las presiones de odio y de violencia que anunciaban la segunda guerra mundial habían (a partir de principios de los años 30) arrancado a Picasso de búsquedas puramente estéticas. Ya la historia penetra en su obra, no la historia anecdótica, sino la metahistoria, de la cuál el artista, proféticamente, percibe su raíz. Después del desastre de Guernica, pinta el inmenso fresco del mismo nombre (de 3,51 m. de altura por 7,82 m. de ancho) para el pabellón de la España republicana en la Exposición Internacional de París.
El Guernica es una epopeya fúnebre, uno de los más grandes testimonios de la tragedia de nuestro siglo. La tonalidad general es la del luto: la nada absorbe todos los colores -quedan sólo el negro, los grises sombríos y ese blanco mortuorio esperando, quizá, una metamorfosis... Toda la mitad izquierda de la composición está consagrada al horror sin esperanza. Se encuentran, aunque en una síntesis completamente nueva, los temas ya familiares para el artista de la corrida de toros, la estatua antigua rota, y sobre todo del Minotauro, símbolo de la violencia, al cuál acababa de consagrar una admirable serie de aguafuertes.
Una corrida, en España, limita y ennoblece la violencia, a través de la belleza y el símbolo. Significa, de hecho, la victoria de lo humano sobre la bestia, del Espíritu sobre el caos, de la luz sobre las tinieblas ( el toro, a partir del arte mesopotámico, es el animal de la noche). Aquí es todo lo contrario. Nos encontramos frente a una corrida al revés. El caballo, animal completamente noble, guía de las almas en las viejas mitologías, es traspasado, herido de muerte, y se contorsiona con un grito de dolor. El hombre, el defensor de la casa, de la mujer, de la tierra, de todo este métaxu (como decía Platón) que hace de la nación y de la cultura una morada de lo universal, el hombre es identificado con la estatua antigua de un guerrero muerto, con su espada rota. Una mano se contrae sobre el arma inútil: ¿qué habría podido hacer una espada, arma de una guerra «a la medida del hombre», contra los apocalípticos Stukas que vomitaban sus bombas con un estruendo que multiplicaba el pánico? La otra mano, abierta en la muerte, está marcada en la palma por una especie de estrella, última luz de la noche, ahora apagada. Pero aquí hay mucho más que la corrida al revés, signo del caos. Dos imágenes de muerte y desesperación enmarcan al monstruo vencedor. A la izquierda una madre grita; entre los brazos, su hijo muerto. El impulso absolutamente rectilíneo del cuello, no es otra cosa que un grito, el brotar sin fin del grito. En la gran boca abierta aparece la lengua, aguda como la del caballo, arma irrisoria del odio y de la maldición. Una mano sostiene el cuerpo completamente abandonado del niño. La otra, abierta, está marcada por la misma estrella apagada.
A la derecha de la cabeza del monstruo, un pájaro fulminado grita también el dolor, con un movimiento vertical del cuello análogo a aquél sin fin de la mujer.
El toro, un verdadero Minotauro, impasible y triunfante, «simboliza la brutalidad y la oscuridad», ha dicho el pintor. Cuerpo nocturno, cabeza de luz artificial, que prolonga la claridad de la enorme lámpara eléctrica que se expande ( en la parte de arriba de la tela). Lámpara de proyectores y de interrogadores. La cabeza se gira, indiferente. ¿Qué le importa la agonía del caballo o del pájaro, signos de libertad y de fuga, de todo lo que en el hombre hay m??.grande que el propio hombre? ¿Qué le importa el guerrero vencido, el niño muerto, la mujer desesperada y disgustada? El es pura opacidad de la voluntad de potencia, la cola alzada como un estandarte de orgullo. Cabeza, sin embargo, no de bestia, sino de inteligencia fría y perversa: la frente inmensa está coronada por los cuernos satánicos, cuernos, signos de fuerza, y, en este perfil, los ojos están de frente, insostenibles. El se gira, pero ve: un ser de potencia y de conocimiento a la vez.
Así, en la mitad izquierda de la composición todo está perdido. Es el reino de la destrucción, del Destructor. Un punto, sin embargo, de extraña serenidad: el rostro al revés del niño muerto. Los ojos dulcemente cerrados contrastan con la mirada de posesión del Minotauro. La boca, sobre todo, es de una infinita dulzura. La muerte no destruye el rostro del niño, lo libera del horror. Vulnerable hasta el fondo, se recoge misteriosamente en el infinito.
La mitad derecha es completamente otra cosa. Empezando por el extremo, hay una casa quemada, la ventana abierta a un «interior» que ya no existe, violado por el fuego. Los bombarderos han pasado y pasarán. Debajo una mujer se eleva, el cuello y los brazos se tienden, ya no en una revuelta y en el odio, según parece, sino en la imploración. De la casa aparece un rostro, y sobre todo un brazo portador de otra luz. Del mismo modo, en los aguafuertes de la Minotauromaquia una niña seria, inmóvil, intrépida, con una vela ya acabándose, se enfrenta al monstruo. También aquí este rostro de calma parece femenino. El inmenso brazo lleva una vieja lámpara, o mejor, la enarbola; lleva una pequeña llama, pero protegida, defendida: el fuego que calienta e ilumina... ¿ Será éste el ángel de la luz y de la vida? ¿No es ante esta llama cuando la Bestia cambia de camino, se gira? Abajo una mujer se mueve hacia esa lámpara, en un movimiento de estupor, de gratitud: si este fuego existe, nada puede apagarlo. Así toda la composición está atravesada por una gran diagonal de esperanza.
En la parte izquierda, líneas y superficies se cortan en ángulo recto, dureza de lo horizontal y vertical. La parte derecha, sin embargo, está construida por fuertes rectas oblicuas polarizadas por la luz. También la mujer implorante, en el extremo derecho, está cogida por este movimiento oblicuo y parece levantarse.
Y todo se reúne, se resume en lo alto del cuadro, en el cara a cara de las dos luces: la artificial y la verdadera la claridad eléctrica y la humilde llama. La primera se dispone en horizontal, irritada por resplandores crueles, por flechas que muerden el espacio. Ojo vacío, con un nudo irrisorio de filamentos en el centro.
La otra es vertical, la llama sale entre dos receptáculos de formas dulces, femeninas, uno fecundo y otro protector. En el centro de este corazón inflamado un punto oscuro, sólo un punto: la trascendencia quizá, el punto desde todo se explica, un Germen. Después, la luz cae sobre el mango de la espada rota y se ve crecer del metal, tímida, apenas indicada, sin embargo determinante, -por lo tanto la única victoria- una flor.
(traducción de Javier Castaño)
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