El nacimiento de un niño concebido por el método de la fecundación «in vitro» ha dejado ya de ser noticia. Sin embargo, el tema a vuelto a salir a la luz en España con motivo de la discusión en las Cortes ante la necesidad de crear un marco legal que regule esta técnica. Resulta inquietante la manera de acercarse al problema de nuestra sociedad, ya sea la del Congreso, la de las Facultades de Medicina o la de la televisión. La consideración del saber científico como la única forma verdadera de aproximarse a la realidad hace que nadie ponga en duda aquello que ha sido consagrado por la práctica científica. Ni siquiera cuando se trata del hombre. Como si la persona se pudiera reducir a lo cuantificable. En medio de la aridez de las largas discusiones técnicas se echa de menos algo que podría parecer imprescindible: una mirada humana sobre el misterio que constituye la génesis de un nuevo ser humano.
Recientemente, una publicación cristiana reproducía en sus páginas la carta de un lector sobre el asunto de la fecundación «in vitro» (FIV). Las razones aducidas a favor de ésta por dicho lector no dejan de ser humanitarias, pero, curiosamente, no se distinguen en nada de las esgrimidas por la sociedad laicista. La carta se cerraba con una recomendación: «todas las veces que escribáis sobre este problema pensad seriamente: ¿y si yo no pudiese tener hijos?»
FABRICAR HIJOS SIN PENSAR EN ELLOS
El nacimiento del primer «niño probeta» supuso para miles de parejas un renacer de su esperanza. En algunos casos la FIV representa la única posibilidad de tener un hijo; el ser privados de esto, incluso en un tiempo en el que el número de hijos se reduce en gran medida en búsqueda de un mayor bienestar, es una situación ciertamente dura. Nadie niega la profundidad de este dolor, pero ser fieles a la realidad nos impide realizar un juicio que tenga en cuenta exclusivamente este sufrimiento, aunque sea esto lo primero que impacte nuestra sensibilidad. No cabe hacer de ello un argumento infalible que justifique un empeño desorbitado de tener hijos a toda costa, sea como sea, por encima, incluso, de otras vidas humanas, como está ocurriendo ya con los embriones desechados o manipulados.
Hasta tal punto se centra la atención en el problema de quienes ansían ser padres, que llegamos a olvidar que tratamos de la génesis de alguien, de una persona irrepetible, cuyo destino se manipula despreocupadamente, como si comparados con la solución de una incapacidad, el modo de concepción y el comienzo de la vida de ésta careciesen de importancia.
Sin embargo, tal vez haya una pregunta en la mente de todos: ¿qué hay de malo en una intervención técnica que no sirve sino para hacer posible la vida? Conviene aquí preguntarse si cualquier forma de dar origen a una persona es digna de ella.
La eficacia y la utilidad son los parámetros de la técnica. Y éstas siempre son calculables en términos cuantitativos: «tantas» tentativas, «tantos» resultados obtenidos; y de la confrontación entre los dos «tantos» nace el juicio de valor sobre el hecho. «Hacemos» un niño a partir de materias primas proporcionadas por los donantes y medimos la eficacia del proceso matemáticamente: 20% de posibilidades de embarazo cuando se implanta un sólo embrión; 30% cuando se utilizan dos embriones y 40% en el caso de tres, introducidos simultáneamente en el mismo útero. La mayoría de los especialistas estiman que no se deben implantar más de tres embriones a la vez. Está claro que aquí no tiene importancia el proceso de génesis, sino su utilidad a la hora de generar un producto. Pero, ¿la actividad que origina una nueva vida humana puede ser una actividad productiva? ¿Podemos medir la concepción de una persona en términos de rendimiento y utilidad? La FIV es el fruto histórico de una mentalidad definida por el cálculo.
USANDO LAS LLAVES DE LA VIDA Y DE LA MUERTE
Todavía cabe objetar que la aparente distancia entre la mutua entrega en el acto sexual y la fecundación no es más que un «bache temporal», sin importancia, que no obsta para que el hijo sea, al fin y al cabo, el fruto del amor entre dos personas. Está generalizada, en efecto, la concepción de la fecundación «in vitro» como un simple método que salva un obstáculo físico y que hace posible la génesis de un hijo por una vía «Tan válida como la otra». Y es que actualmente la realización del acto sexual evitando la procreación se entiende desde una desvalorización del primero. Así tampoco supone ningún problema la procreación sin sexualidad.
Se impone un redescubrimiento del verdadero valor de la relación conyugal, como acto libre de entrega mutua, donde se expresa la apertura absoluta hacia el don de los hijos pero donde en modo alguno se genera el derecho de obtenerlos.
Resulta de fundamental importancia recordar aquí que, por el mero hecho de ser persona, nadie pertenece a nadie excepto a sí mismo: si se desea «ser de otro» no existe distinto camino que el de la donación personal voluntaria. En esto reside la esencia del amor; de ahí que sea contradictorio respecto de la naturaleza personal del hijo el buscarlo, el perseguirlo cediendo a los propios deseos, a las propias necesidades.
Un hijo es, ante todo, un don, una oferta de amor que en ningún caso cabe demandar, a la que sólo se puede responder. Pretender la obtención de un hijo no es sino un síntoma más de una mentalidad que intenta poseerlo todo, dominarlo todo, y que ha encontrado la llave de la vida y de la muerte y comienza a usarla como si en su derecho estuviese.
Por eso, y paradójicamente, es la misma sociedad la que proporciona hijos según el deseo de cada cuál (y pronto, gracias a la posibilidad actual de la selección de embriones, al gusto de cada cuál) y la que los elimina cuando resultan molestos, a través de un higiénico e indoloro aborto. Es la misma sociedad que acaricia mentalmente la eutanasia. En todos estos casos existe un denominador común: los sujetos afectados han dejado de ser personas a los ojos ajenos para convertirse en «problemas».
El hijo es un problema de esterilidad o un problema de embarazo no deseado, el enfermo es un problema de sufrimiento insoportable a la vista.
Y en el problema existe, como decía Gabriel Marce!, una distancia insalvable entre el objeto de conocimiento y el sujeto que interroga: la materia del problema es impersonal y cualquiera puede intentar descifrarlo. Situación opuesta por completo a la del misterio que constituye la génesis de una vida: el misterio «atrapa» a quien a él se acerca, no hay distancias, y el sujeto no es llamado a interrogar sino a responder. El interlocutor del misterio tiene rostro y nombre. En la FIV no importa qué técnico realice el proceso, no importa quién implanta el embrión, no importa qué embrión se implanta. Se propone incluso que quien done el óvulo sea diferente de quien recibe el embrión, que quien done el semen sea distinto del padre legal. Todo porque el misterio del nacimiento se ha reducido a un problema que resolver y, como tal, es plenamente coherente con las características del quehacer técnico.
VON BALTHASAR: EL MATRIMONIO CRISTIANO COMO LUGAR DE ACOGIDA DEL MISTERIO
«En tanto que el matrimonio se considere una institución exclusivamente natural, el hijo aparecerá siempre como un producto accidental, si bien feliz -quizá incluso anhelado- de la unión sexual. La realidad, sin embargo, es que este fruto no es el resultado de la mutua donación, y no se puede explicar en los términos de ésta. De ahí que, en esta consideración exclusivamente natural del matrimonio, se haga necesario distinguir entre los dos «fines» del matrimonio: el de la procreación y el de la mutua entrega, que también pueden ser respectivamente calificados como el «propósito» y el «significado» del matrimonio.
Pero esta distinción desaparece (y con ella muchos de los problemas que genera) cuando el matrimonio se considera en su carácter sacramental.
Porque en este momento los esposos ya no están solamente abiertos el uno al otro -y, por lo tanto, cerrados a todos los demás- sino que están primariamente situados en apertura hacia Dios y, por el hecho de estar en presencia de Dios, se entregan a Él y, al mismo tiempo, esperan recibir de Él lo inesperable: el fruto de su gracia. Y la manera en que se abren a sí mismos a Dios es ya en sí una gracia fecunda que les permite esperar la fecundidad otorgada desde lo alto, tanto como un hijo enviado por Dios como un fruto espiritual si se les niega el físico.
El acto de entrega personal dentro del sacramento es totalmente diferente del acto de amor en un matrimonio «exclusivamente natural», del mismo modo que la actitud espiritual de un creyente lo es de la de un no creyente. El creyente espera cada fruto de Dios sin querer saber previamente lo que recibirá; es esperanza sin límites, que afirma y acepta de antemano toda gracia, tome ésta la forma que tome.
De ahí que los esposos cristianos, cuando se unen, esperen siempre recibir de Dios la respuesta superabundante de su gracia, es imposible para ellos distinguir entre el «significado» y el «propósito» del matrimonio.
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