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Huellas N.2, Mayo 1986

EN VISTA DE QUE SE HABLA

De la sexualidad sin procreación, a la procreación sin sexualidad

Ana Martín Ancel y Cristina López Shlichting

El nacimiento de un niño concebido por el método de la fecundación «in vitro» ha dejado ya de ser noticia. Sin embargo, el tema a vuelto a salir a la luz en España con motivo de la discusión en las Cortes ante la necesidad de crear un marco legal que regule esta técnica. Resulta inquietante la manera de acercarse al problema de nuestra sociedad, ya sea la del Congreso, la de las Facultades de Medicina o la de la televisión. La consideración del saber científico como la única forma verdadera de aproximarse a la realidad hace que nadie ponga en duda aquello que ha sido consagrado por la práctica científica. Ni siquiera cuando se trata del hombre. Como si la persona se pudiera reducir a lo cuantificable. En medio de la aridez de las largas discusiones técnicas se echa de menos algo que podría parecer imprescindible: una mirada humana sobre el misterio que constituye la génesis de un nuevo ser humano.

Recientemente, una publicación cristiana reproducía en sus páginas la carta de un lector sobre el asunto de la fecundación «in vitro» (FIV). Las razones aducidas a favor de ésta por dicho lector no dejan de ser humanitarias, pero, curiosamente, no se distinguen en nada de las esgrimidas por la sociedad laicista. La carta se cerraba con una re­comendación: «todas las veces que escribáis sobre este problema pensad seriamente: ¿y si yo no pudiese tener hijos?»

FABRICAR HIJOS SIN PENSAR EN ELLOS
El nacimiento del primer «niño probeta» supuso para miles de pa­rejas un renacer de su esperanza. En algunos casos la FIV representa la única posibilidad de tener un hijo; el ser privados de esto, incluso en un tiempo en el que el número de hijos se reduce en gran medida en búsqueda de un mayor bienestar, es una situación ciertamente dura. Nadie niega la profundidad de es­te dolor, pero ser fieles a la reali­dad nos impide realizar un juicio que tenga en cuenta exclusivamen­te este sufrimiento, aunque sea es­to lo primero que impacte nuestra sensibilidad. No cabe hacer de ello un argumento infalible que justi­fique un empeño desorbitado de tener hijos a toda costa, sea como sea, por encima, incluso, de otras vidas humanas, como está ocurrien­do ya con los embriones desecha­dos o manipulados.
Hasta tal punto se centra la atención en el problema de quie­nes ansían ser padres, que llegamos a olvidar que tratamos de la géne­sis de alguien, de una persona irre­petible, cuyo destino se manipula despreocupadamente, como si comparados con la solución de una incapacidad, el modo de concep­ción y el comienzo de la vida de és­ta careciesen de importancia.
Sin embargo, tal vez haya una pregunta en la mente de todos: ¿qué hay de malo en una interven­ción técnica que no sirve sino para hacer posible la vida? Conviene aquí preguntarse si cualquier forma de dar origen a una persona es dig­na de ella.
La eficacia y la utilidad son los parámetros de la técnica. Y éstas siempre son calculables en términos cuantitativos: «tantas» tentativas, «tantos» resultados obtenidos; y de la confrontación entre los dos «tan­tos» nace el juicio de valor sobre el hecho. «Hacemos» un niño a partir de materias primas proporcionadas por los donantes y medimos la efi­cacia del proceso matemáticamen­te: 20% de posibilidades de emba­razo cuando se implanta un sólo embrión; 30% cuando se utilizan dos embriones y 40% en el caso de tres, introducidos simultáneamente en el mismo útero. La mayoría de los especialistas estiman que no se deben implantar más de tres em­briones a la vez. Está claro que aquí no tiene importancia el proceso de génesis, sino su utilidad a la hora de generar un producto. Pero, ¿la actividad que origina una nueva vi­da humana puede ser una actividad productiva? ¿Podemos medir la concepción de una persona en tér­minos de rendimiento y utilidad? La FIV es el fruto histórico de una mentalidad definida por el cálcu­lo.

USANDO LAS LLAVES DE LA VIDA Y DE LA MUERTE
Todavía cabe objetar que la aparente distancia entre la mutua entrega en el acto sexual y la fecun­dación no es más que un «bache temporal», sin importancia, que no obsta para que el hijo sea, al fin y al cabo, el fruto del amor entre dos personas. Está generalizada, en efecto, la concepción de la fecun­dación «in vitro» como un simple método que salva un obstáculo fí­sico y que hace posible la génesis de un hijo por una vía «Tan válida como la otra». Y es que actualmen­te la realización del acto sexual evi­tando la procreación se entiende desde una desvalorización del pri­mero. Así tampoco supone ningún problema la procreación sin sexua­lidad.
Se impone un redescubrimien­to del verdadero valor de la relación conyugal, como acto libre de entre­ga mutua, donde se expresa la apertura absoluta hacia el don de los hi­jos pero donde en modo alguno se genera el derecho de obtenerlos.
Resulta de fundamental impor­tancia recordar aquí que, por el me­ro hecho de ser persona, nadie per­tenece a nadie excepto a sí mismo: si se desea «ser de otro» no existe distinto camino que el de la dona­ción personal voluntaria. En esto re­side la esencia del amor; de ahí que sea contradictorio respecto de la na­turaleza personal del hijo el buscarlo, el perseguirlo cediendo a los propios deseos, a las propias nece­sidades.
Un hijo es, ante todo, un don, una oferta de amor que en ningún caso cabe demandar, a la que sólo se puede responder. Pretender la obtención de un hijo no es sino un síntoma más de una mentalidad que intenta poseerlo todo, domi­narlo todo, y que ha encontrado la llave de la vida y de la muerte y co­mienza a usarla como si en su de­recho estuviese.
Por eso, y paradójicamente, es la misma sociedad la que propor­ciona hijos según el deseo de cada cuál (y pronto, gracias a la posibi­lidad actual de la selección de em­briones, al gusto de cada cuál) y la que los elimina cuando resultan molestos, a través de un higiénico e indoloro aborto. Es la misma so­ciedad que acaricia mentalmente la eutanasia. En todos estos casos exis­te un denominador común: los su­jetos afectados han dejado de ser personas a los ojos ajenos para con­vertirse en «problemas».
El hijo es un problema de este­rilidad o un problema de embara­zo no deseado, el enfermo es un problema de sufrimiento insopor­table a la vista.
Y en el problema existe, como decía Gabriel Marce!, una distan­cia insalvable entre el objeto de co­nocimiento y el sujeto que interro­ga: la materia del problema es im­personal y cualquiera puede inten­tar descifrarlo. Situación opuesta por completo a la del misterio que constituye la génesis de una vida: el misterio «atrapa» a quien a él se acerca, no hay distancias, y el suje­to no es llamado a interrogar sino a responder. El interlocutor del misterio tiene rostro y nombre. En la FIV no importa qué técnico rea­lice el proceso, no importa quién implanta el embrión, no importa qué embrión se implanta. Se pro­pone incluso que quien done el óvulo sea diferente de quien reci­be el embrión, que quien done el semen sea distinto del padre legal. Todo porque el misterio del naci­miento se ha reducido a un proble­ma que resolver y, como tal, es ple­namente coherente con las caracte­rísticas del quehacer técnico.


VON BALTHASAR: EL MATRIMONIO CRISTIANO COMO LUGAR DE ACOGIDA DEL MISTERIO
«En tanto que el matrimonio se considere una institución ex­clusivamente natural, el hijo aparecerá siempre como un producto accidental, si bien feliz -quizá incluso anhelado- de la unión sexual. La realidad, sin embargo, es que este fruto no es el resulta­do de la mutua donación, y no se puede explicar en los términos de ésta. De ahí que, en esta consideración exclusivamente natural del matrimonio, se haga necesario distinguir entre los dos «fines» del matrimonio: el de la procreación y el de la mutua entrega, que también pueden ser respectivamente calificados como el «propósi­to» y el «significado» del matrimonio.
Pero esta distinción desaparece (y con ella muchos de los pro­blemas que genera) cuando el matrimonio se considera en su ca­rácter sacramental.
Porque en este momento los esposos ya no están solamente abiertos el uno al otro -y, por lo tanto, cerrados a todos los de­más- sino que están primariamente situados en apertura hacia Dios y, por el hecho de estar en presencia de Dios, se entregan a Él y, al mismo tiempo, esperan recibir de Él lo inesperable: el fruto de su gracia. Y la manera en que se abren a sí mismos a Dios es ya en sí una gracia fecunda que les permite esperar la fecundidad otor­gada desde lo alto, tanto como un hijo enviado por Dios como un fruto espiritual si se les niega el físico.
El acto de entrega personal dentro del sacramento es totalmen­te diferente del acto de amor en un matrimonio «exclusivamente natural», del mismo modo que la actitud espiritual de un creyente lo es de la de un no creyente. El creyente espera cada fruto de Dios sin querer saber previamente lo que recibirá; es esperanza sin lími­tes, que afirma y acepta de antemano toda gracia, tome ésta la for­ma que tome.
De ahí que los esposos cristianos, cuando se unen, esperen siem­pre recibir de Dios la respuesta superabundante de su gracia, es imposible para ellos distinguir entre el «significado» y el «propósi­to» del matrimonio.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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