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Huellas N.2, Mayo 1986

VIDA DE LA IGLESIA

Marcado por la fidelidad

Carmina Salgado

Un testimonio claro

Yo no le conocí personalmen­te, pero muchos de los hombres y mujeres que fueron maestros de vida para mí le tenían como un ja­lón fundamental en su itinerario de cristianos adultos; el encuentro con él -me decían- significó para ellos un redescubrimiento perma­nente de la autenticidad humana.
Nació en Cataluña (Vilanova i Geltrù) a finales del pasado siglo (1897) en el seno de una familia de religiosidad tradicional. Estudió la carrera de ingeniero industrial y tan pronto como terminó sus estudios marchó a París donde empezó a ejercer su profesión de inmediato.
Su mentalidad «científica» y ra­cionalista le llevó a perder la fe vi­vida en la casa paterna y al conven­cimiento de que sólo en a ciencia podía hallarse la verdad que el hombre puede comprender. Esto que, en un principio, supuso el obstáculo principal para perseverar en la fe, fue lo que Dios utilizaría más tarde para irrumpir en su vi­da: la búsqueda de la verdad y la noble voluntad de seguirla una vez encontrada formaron el humus en que fermentó su conversión a Cris­to y a su presencia histórica en el mundo, la Iglesia.
A los 35 años, por pura casua­lidad, entró en una iglesia de París movido por la curiosidad de ver cara a cara al arzobispo de la ciudad, cardenal Verdier. Unas palabras de éste durante la homilía
(«Todo cris­tiano debe ser un especialista en Cristo. El mejor cristiano es el que mejor sabe y mejor pone en prácti­ca el ejemplo y la doctrina de Je­sús») se le grabaron en su corazón de hombre de ciencia: su aversión al cristianismo nacía de una actitud apriorística; atacaba lo que no co­nocía. Cristo y la historia de la co­munidad cristiana debían poseer también su verdad y él tenía que buscarla; si esa verdad existía debía ser encontrable. La mediación de muchas lecturas, las conversaciones con el Padre Fariña, agustino, y la oración cada vez más sentida constituyeron la trama mediante la que Jesús fue ganando poco a poco su inteligencia y su corazón.
Experimentó en propia carne que Dios tenía un proyecto para su vida que él no había ni siquiera imaginado; el plan de Dios sobre él le inundó, y su aceptación libre y consciente, su disposición a seguir con fidelidad las indicaciones que Dios le pusiese en su camino, revolucionaron su vida y le tiraron por tierra su propio proyecto.
Regresó con su esposa -mujer profundamente creyente que había vivido el dolor de ver a su marido alejado de la fe y de la Iglesia- a España, gozoso y disponible para lo que Dios quisiera de él.
En la Navidad de 1933 hizo lo que él llamaba «su segunda Prime­ra Comunión» la que para él ten­dría en lo sucesivo el significado pleno de su comunión con la Igle­sia. A partir de entonces este hom­bre, uno de los que más influirán en el cambio que se operó en la mentalidad de la comunidad cris­tiana española durante los años 50, situará en el centro de su existen­cia a Cristo muerto y resucitado. Una de las cosas que mis amigos me contaban y que a mí más me des­concertaba entonces (nótese mi des­piste, que no era sólo mío sino de toda una generación) es que para él la unión con Cristo pasaba nece­sariamente por la comunión ecle­sial, por la obediencia a los obispos y por la fidelidad a los hermanos en la fe. La presencia de Cristo no po­día ser vivida en abstracto, sin una concreción material, histórica.


EL MUNDO OBRERO
Ahora bien, la llamada del Se­ñor a la conversión presentaba unos rasgos propios que tenían todo que ver con las circunstancias concretas que a él le había tocado vivir:
- Una primera y corta etapa (1933-1936) que coincidió con los últimos años de la República; años que no fueron precisamente de convivencia fácil en la Iglesia cató­lica.
-La guerra civil (1936-1939), que le «coge» en el Madrid republi­cano. Los sindicatos y partidos obre­ros planteaban la exigencia de un orden social más justo y su éxito e implantación social eran cada vez más evidentes. La Iglesia española estaba ausente de esta realidad: la versión que de la Doctrina Social Católica se daba entonces por los «católicos sociales» era en exceso ambigua, más acorde con una éti­ca burguesa que con los principios evangélicos. La clase obrera españo­la había sido dejada de la mano de la Iglesia y otras propuestas -anarquismo, comunismo y socialismo, sobre todo- venían desde décadas atrás ganando el corazón y la cabe­za de muchos hombres y mujeres. A Cristo se le había dejado metido en las sacristías durante mucho tiempo, alejado del hombre de la calle, porque los que tenían que anunciarle en las calles y plazas de las ciudades, en los surcos de los campos, en las fábricas, en los ta­lleres, en el «tajo» ... habían cen­surado de antemano el tipo de humanidad que despertaba en el na­ciente mundo obrero y optado por que la Verdad que se ofreció a sí misma para ser encontrable en la historia por todos y cada uno de los hombres, quedase encerrada para la propiedad y uso de unos pocos.
- Y después, la dictadura de Franco. También él fue encarcela­do: había sido elegido por unani­midad Presidente del Comité Obrero de la empresa donde traba­jaba como director-gerente y que durante la guerra había sido socia­lizada. Fue condenado por un Con­sejo de Guerra a 12 años de prisión y un día de cárcel. Permaneció dos meses sin salir de la prisión; el res­to del tiempo, gracias a las gestio­nes del director general de la em­presa, salía todos los días por la ma­ñana para trabajar en la empresa, volviendo a la noche para dormir en la cárcel. Un año después se le le­vantó la pena.
Y éstas son, a grandes trazos, las circunstancias concretas de aquel tiempo que un cristiano adulto no podía eludir; el mundo obrero es­taba objetivamente alejado de la Iglesia y, por tanto, alejado del lugar histórico donde es posible repe­tir el encuentro con el Señor, don­de la salvación se hace más posible para el hombre. Era necesario en­trar en ese mundo como testigo del Dios vivo, anunciando que la libe­ración de los hombres de las con­diciones de opresión e injusticia es una exigencia del corazón cristiano, profundamente unida a la experiencia de la salvación personal y no opuesta a ella, tal como el cristia­nismo individualista predominan­te pensaba.
Y es así como él, convertido a Cristo y a su Iglesia por un encuen­tro «casual», afronta la responsabi­lidad de dedicar su vida (hasta tal punto lo comprendió así su esposa que en 1947 desapareció de su casa para no ser algún día un obstáculo en la vida apostólica de su marido. Nadie supo nunca más de ella; mu­rió en el anonimato) a dar testimo­nio de Cristo en el mundo obrero y a aceptar la responsabilidad de crear la Hermandad Obrera de Ac­ción Católica (HOAC), movimien­to eclesial especializado para los obreros adultos dentro de la Acción Católica, a petición de la jerarquía Eclesiástica.
Era un auténtico desafío; en la Iglesia de España predominaba el espíritu de cristiandad, de cruzada de nacional-catolicismo y nuestra sociedad civil estaba gobernada por una dictadura. La HOAC iba a cho­car con una religiosidad abstracta, ingenua, pietista y moralista; la consecuencia de los hombres de la HOA C fue la sospecha primero y el ataque y la persecución después desde dentro y desde fuera de la Iglesia.
En 1957, ante la presión de cier­tos sectores de la Iglesia que le acu­saban de heterodoxia, la Jerarquía le retira oficialmente de la presi­dencia de la HOAC. Su actitud no fue altiva ni rebelde; aceptó la de­cisión de los obispos y abandonó su responsabilidad en la HOAC; con ello daba un admirable ejemplo de amor a la Iglesia y de comunión cristiana con el ministerio pastoral. Y quiso y luchó con todas sus fuer­zas para que la HOAC siempre fue­ra así.
Una vida sellada por la fideli­dad: ser fiel a la verdad le llevó a la conversión a Cristo muerto y re­sucitado, misterio de la Iglesia que se hace hecho existencial, tangible y palpable mediante una comuni­dad cristiana determinada (la HOAC, en este caso) que inició un hombre: GUILLERMO ROVIRO­SA.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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