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Huellas N.2, Mayo 1986

MAESTROS

Miguel de Unamuno

Guadalupe Arbona, Kiko Romo y Bartolomé Saro

1. SU VIDA
La sed de eternidad es una cons­tante en la obra y vida unamunianas. Esta característica es muy conocida en sus escritos literarios y filosóficos. Pero fue también perseguido en su vida y en las realidades más cercanas a él. Sin embargo, sólo encuentra respuestas o consuelos parciales; por ello, su vida, globalmente, parecerá carecer de un sentido, aunque a menudo lo acaricia.

l. EL DESEO DE UNA VIDA MÁS PLENA: EL MISTICISMO JUVENIL, SU MUJER, SUS HIJOS
El misticismo juvenil: Nace en 1864. Desde su más temprana edad, Unamuno co­mienza a vivir su niñez espiritual encarnada en el hondo mar, en las montañas de su tie­rra natal: Bilbao.
En toda su obra encontramos la nostal­gia del alma naciente infantil que se abre a la vida, al misterio del mundo. Así descubre su ambiente familiar: «Fue mi niñez la de un niño endeble, taciturno y melancólico con un enorme fondo romántico y criado en el seno de una familia vascongada devota en el más alto grado, con devoción que picaba en lo que suelen llamar... misticismo».
Esta experiencia encarnada en su niñez produce un deseo nostálgico de retorno a la infancia. Quiere volver a la frescura, a la aper­tura y estupor del despertar a la vida. Reconoce en la vida del niño la forma más plena de ser: la pertenencia. El niño que se abandona a la madre. Toda su obra está pro­vista de esta infatigable esperanza; pero la vi­ve con contrariedad, como un esfuerzo de autoafirmación (el grito del corazón -«ser­se»- está presente en toda su obra).
Este «yoísmo» cerrado en sí mismo, le lle­va en muchas ocasiones a considerar la per­tenencia y la niñez con un sueño, algo irreal, algo blando y cálido: un refugio que no sir­ve para la vida:

«Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido para mi pesar
si no me agrandas la puerta,
aclúcame por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar».


También este deseo verdadero está teñi­do de cierto romanticismo y nostalgia de al­go ya pasado: la imaginación, la no presen­cia de la muerte. Es una mirada melancólica ligada estrechamente al «orvallo» de la tierra natal: «Era una edad en que la mente no po­día fijarse en el tremendo misterio del mal, de la muerte y del sentido; era una edad en la que la imaginación se me dejaba brizar en la poesía exquisita de la vida de santidad; era una edad en que aspiraba el perfume de la flor sin gustar el fruto».
Su mujer: Con la obtención de la cáte­dra de griego, Miguel puede casarse en 1891 con Concepción Lizarraga. Esta es la segun­da realidad existencial que sostuvo su vida.
Así, habla de su noviazgo como el tiempo «de más intensa vida; fue cuando más estu­dié y fue sin duda mi amor un gran digesti­vo de mis lecturas. Y si hay algo que me ha servido de contrapeso a las tendencias hipocondriacas y algo tistes de mi espíritu es mi mujer».
Concepción en su infatigable alegría, ni­ñez perdurable, es el alba de su vida. Así Mi­guel dice: «bendito sea el día en que me ca­sé».
Unamuno intenta encontrar el sentido de su vida en su mujer e hijos e intenta comu­nicarse con el mundo por esta vivencia. Com­pone el verdadero amor con la oración: ha­blar, pasear, callar, pensar, el dormir mismo es oración. También es vida.
Pero la maternidad es lo que más le atrae de su mujer; es ella en los momentos de su­prema congoja, de llanto sobrehumano, de noche de angustia, de temor a la muerte, la que le dice: «Hijo mío, ¿qué tienes?».
Sin embargo en su relación hay algo que no comparten y que constituye gran parte de la persona de Unamuno: sus conflictos filo­sóficos y teológicos, y su labor literaria. Con­cha los denomina «cosas enrevesadas de los hombres».
Unanuno encontró en su mujer la mal entendida feminidad, algo virginal y mater­nal que sosiega y serena al hombre inquie­to.
Sus hijos: Fruto de este amor son sus ocho hijos que constituyen para Unamuno su es­peranza. Por ellos, por sus ojos, se abre al mundo y a la vida. («En ellos vivo y revivo»).
Va rehaciendo su mundo con ellos, resu­citan su niñez y así ve su vida como una crea­ción continua. Son los hijos para Unamuno la primera forma en que se plasma el deseo de inmortalidad.
El 7 de enero de 1896 le nació un hijo hidrocéfalo: Raimundo Jenaro. Al misterio de esta vida nunca le encontró el sentido. Vio en él expresada la señal celeste del fracaso de su vida de hombre que ha perdido la fe de su niñez y el silencio de Dios:
«Aún me abruma el misterio de aquel ángel encarnado...
Aún recuerdo las horas que pasaba
de su cuna a la triste cabecera preguntándole al Padre...
Y un alba se apagó, como se apaga al asomar el alba...
( ... ) Pues oigo en su silencio aquel silen­cio.
Con que responde a Dios a nuestra en­cuesta».

Aquí cabe resaltar la postura tan distinta que Mounier tuvo ante su hija Francisca, aquejada de una encefalitis serosa: «Me sen­tía aproximarme a este pequeño lecho sin voz como a un altar, a algún lugar sagrado en el que Dios hablaba por medio de un signo. Una tristeza que mordía profundamente, y alrededor de ella, no tengo otra palabra: una adoración. Sin lugar a dudas, nunca he conocido el estado de plegaria tan intensa­mente como cuando mi mano decía cosas a esa frente que no respondía nada, cuando mis ojos se arriesgaban hacia esta mirada des­truida que llevaba lejos, lejos detrás de mí, no sé qué acto parecido a una mirada, que miraba mejor que una mirada. Misterio y misterio de bondad, hay que atreverse a de­cir: una gracia demasiado pesada. Una hos­tia viva entre nosotros, muda como la hos­tia, radiante como ella».
Estas palabras expresan una vida real, completa, en la que el misterio (aunque do­loroso) no es ausencia, sino presencia.

II. RACIONALIZAR LA FE
Miguel abandonará su tierra en 1872. Va a Madrid a estudiar y allí se encuentra con el mundo intelectual español y europeo. Aquí comienza uno de sus grandes conflic­tos: el imposible abrazo entre su creencia y su razón. Su primera pérdida de la fe se de­be al escándalo que le producen los dogmas.
La oscilación que sucesivamente se pro­duce entre adhesión a la fe y abandono de la misma, éste es el problema central que está continuamente presente. El divorcio entre una y otra, aunque desesperante, es imposi­ble de superar. Por un lado, o bien abando­na la fe porque no puede racionalizarla, o bien cree teniendo que dejar fuera su razón; es decir, para abandonarse al Dios que de­sea tiene que amputar su razón. No es posi­ble entrar en el amor que desea y que se le da sin dejar fuera una parte de su humani­dad. Y entonces no hay sino un abismo que produce un vértigo insoportable donde el cre­yente tiene una certeza gozosa.
Él mismo dice: «Dios es una equis sobre una gran barrera situada en los mismos lími­tes del conocimiento humano: a medida que la ciencia avanza la barrera retrocede. De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la ba­rrera allá, ni con Él ni sin Él».
Esta situación fruto de una postura personal, tiene que entenderse en gran medida en un contexto determinado: dentro de una filosofía y de un concepto de razón presen­tes en el idealismo alemán, el racionalismo y el cientifismo decimonónicos.
La razón es pobre. Es un mero instrumen­to matemático que alcanza ideas y objetivos positivos, ausentes de todos los matices que la revelación del ser lleva consigo: ausencia de lo estético, de lo sinfónico de la verdad; en definitiva de lo irreductible, del misterio. Este concepto de razón está contrapues­to al más pleno: la razón como apertura al misterio, a la realidad. Esto es lo más real y lo más razonable.
La razón que Unamuno hace suya es par­cial y es la garganta con la que grita a Dios; no hay respuesta.
También son los siglos XVIII y XIX funestos en el seno de la teología católica. Se desarrolla una apologética en la que se pre­tende establecer una racionalidad del acto de fe con el positivista.
No siempre es así; hay veces en que Una­muno se abandona a Dios. Pero como ha de­jado el problema de su razón sin resolver, lo que pretende es una soldadura entre su hu­manidad y Cristo. Miguel pretende unirse a Él sin unirse todo él y agudamente centrado en su «yo». Este abandono lo muestran sus palabras: «Es ya gracia el deseo de creer que nos hace merecer la gracia de orar, y con la oración logramos la gracia de creer. Me com­plazco en creerlo así, y, al creerlo así, ¿no es, Señor, que creo ya en ti?».
Duele entonces el concepto de razón que ha creado la modernidad que es incapaz de afrontar el misterio y lo sitúa fuera de la realidad. Por esto, Miguel de Unamuno hacía ab­surda la fe. Pero duele más aún la ausencia y el silencio de una vida que no encuentra respuesta en lo real.

III. LA IMAGEN DE LA MUERTE
Es alrededor de 1897 cuando el pensa­miento de Unamuno alcanza de nuevo el pla­no existencial más allá del positivismo idea­lista y del intelectualismo. Unamuno se sien­te atrapado «en las garras del Ángel de la Na­da». En esta noche de angustia descubre, sorprendido, la paz nocturna de la existencia; la vida sin Dios y sin esperanza. Unamuno se ve colgado entre el cielo y la tierra, ante un porvenir que le atrae y le da miedo, y ex­perimenta en su inmovilidad una congoja que le pone al borde del ahogo.
Intenta de corazón abrirse a la humani­dad de Cristo; pero este Cristo no es concre­to, se queda en una abstracción a conseguir con gran trabajo: una imagen, una idea. Bus­ca denodadamente al hombre nuevo y ahí encuentra el sentido de la historia, del mun­do y del destino de cada uno. No se puede negar que Unamuno tiene una gran intui­ción en este sentido. Frente a las soluciones teóricas que dan los hombres del momento, él busca a partir del hombre que vive.
Esta angustia se acentúa al final de su vi­da, en donde la ausencia y la soledad son ca­da vez más desesperanzadoras.

2. RAZÓN, NADA Y FE
En sus años universitarios y si­guientes, Unamuno vivió un apasio­nado racionalismo, como él recono­ce. En aquellos momentos, «devora­ba», según sus propias palabras, a Spencer y a Hegel, maestros con los que creyó posible desafiar los enigmas del universo, lo que le llevó a un ale­jamiento de su fe juvenil.

También fue un apasionado de Kant y del Krausismo; este último movimiento, que tuvo gran importancia en el ambiente uni­versitario madrileño entre 1868 y 1875, tu­vo una doble influencia en la persona de Unamuno: por una parte, favoreció su leja­nía de Dios en cuanto no siguió el camino de la tradición cristiana y, por otra, le incitó a buscar a Dios a través de la vía interior que nos pone en conexión con lo Absoluto, vía de sumo agrado siempre para Unamuno. In­dudablemente no fue este sistema el que le llevó a su ateísmo.
La presencia de Kant en su vida, se des­cubre en dos notas: en primer lugar su des­confianza en la razón, y en segundo lugar, en la solución voluntarista a la que llega el sentimiento trágico de la vida humana.
La confianza en la razón que Unamuno tiene en su juventud fue disminuyendo de tal modo que llegó a desconfiar de ella y a despreciarla. Desprecio que llevará a sus úl­timas consecuencias cuando afirma que hay una inquisición de la ciencia y de la cultura «racionalista», que tiene por armas el ridícu­lo y el desprecio para cuantos no se rinden a la ortodoxia científica. Será en su obra «Amor y pedagogía» donde pondrá de ma­nifiesto la pretenciosa desfachatez cientifis­ta de la sociología y de la pedagogía.
Su gran problema de madurez será en­contrar motivos para apoyar su fe.
Se podría poner a Unamuno entre dos personajes: entre Nietzsche y Dostoievski. El primero perdió a Dios, pero aún, porque le odió, soñó que el mismo podría haberlo sido. A Dostoievski la afirmación que le define es: «Toda ley de la existencia humana se basa en esto: que el hombre pueda arrodillarse ante lo infinitamente grande». Unamuno no se halló lejos de Nietzsche, pero el retorno a la «cordura» de su niñez le ayudará a encontrar a Dios. El momento que marca este retorno es cuando, en 1897 se retira durante la Se­mana Santa a Alcalá.
«Ese horror a la nada ¿no es un aviso aca­so? ¿no sería más horrible que la nada una eternidad de soledad, a solas con la propia nada? Puesto que sólo en ti has pensado y a ti sólo te has buscado y te has creído centro del universo, contigo y sólo contigo estarás eternamente, con tu mundo interior, y así te penetrarás de tu nada y tendrás tu propia na­da por eterna compañía». Es este horror a la nada y el constituirse el centro del universo donde la crisis de Unamuno tiene su más pro­funda raíz.
En las bellas páginas de su «Diario ínti­mo», que escribe en esta época, señala tam­bién «(...) me he pasado los días en juzgar a los demás, y en acusar de fatuidad a casi todo el mundo. Yo era el centro del univer­so, y es claro, de aquí ese terror a la muerte. Llegué a persuadirme de que muerto yo se acababa el mundo». Y continuará diciendo más adelante: «(...) La nada es inconcebible. Y así se cae en Dios, y se revela su gloria brotando de la desolación de la nada». En los escritos de esta época es como si Dios hubie­ra descorrido para Unamuno, el velo de sus misterios y él los hubiera contemplado, al menos unos días, no desde su yo, sino desde el plano de la verdad objetiva. En aquellos momentos Unamuno habla de la verdad co­mo algo subjetivo y objetivo; más aún, se­ñala que:« ( ... ) es verdadero cuanto glorifica a Dios y cuanto nos conduce a nuestra salva­ción. Todo es, pues, verdadero y la mentira nada positivo».
Más tarde, y en su obra de madurez, «Del sentimiento trágico de la vida», no admite otra verdad que la sinceridad, es decir, la ver­dad moral, cuyo punto de referencia será el yo. Pero es evidente que hay algo antes de mi yo, y que la realidad no depende de mí, a pesar de que esta afirmación haya sido inad­misible para toda la filosofía moderna basa­da en el idealismo, y, por lo tanto, en el su­jeto. Unamuno sucumbió ante la seducción de la filosofía moderna, pero en su «Diario íntimo» queda reflejado cómo en aquellos años posteriores al retiro en Alcalá descubrió que sobre el yo y sus exigencias hay algo más hondo y más profundo que a la vez da res­puesta a esa vacuidad del yo: y es que Dios crea las cosas según un orden y un plan para ser glorificado en ellas.
Pero lo que más llama la atención no es sólo la certeza de su fe en aquellos años de 1897 a 1899, en los que escribe su «Diario íntimo», sino cómo esa fe se convierte en jui­cio de tal manera que será difícil encontrar textos e intervenciones posteriores que hablen con la claridad que aquellos lo hacen sobre el hombre, sobre el misterio, sobre la Igle­sia... , y sobre cualquier problema que le pa­reciera digno de atención.
A Unamuno, Dios se le hace encontra­ble sobre todo en el Evangelio. Es por lo que quizá tuviera siempre una veneración senti­mental hacia Jesús. Es claro cómo el Evange­lio fue su mayor alimento. Y en los días de su retiro en Alcalá, Jesús le fascina, parece como si se le fuera a revelar corporalmente y así nos lo describe en el encuentro con la samaritana, encuentro con aquella mujer que como él, siente su corazón atormentado y está tenso por saciar su sed en el agua que Jesús dio de beber a la samaritana.
A pesar de todo, Unamuno encuentra un obstáculo en su búsqueda de Dios. Como él mismo dice, le faltó sencillez. «( ... ) Tengo
que vencer este orgullo, este íntimo y calla­do endiosamiento...
» ¡qué distintas las pa­labras de Dostoievski a su hermano Mijail al poco tiempo de serle conmutada la pena de muerte! «( ... ) La vida está en nosotros mis­mos y no fuera de nosotros; junto a mí ha­brá siempre seres humanos y ser hombre en­tre los hombres es permanecerlo siempre; en ninguna desgracia sentirse humillado o per­der el ánimo: es ésto en lo que consiste la vi­da, ésta es su tarea».
Pero en estos momentos Unamuno sufre su orgullo, se identifica con el ciego del Evan­gelio, y quiere también ver. «( ... ) Dame fuer­zas, que no tengo voluntad. Y yo diré para glorificarte: si, yo soy, yo soy el que mendigaba gloria humana... ».
Este deseo de despojarse de su yo mun­dano para acercarse a Dios, no lo veremos rea­lizado en Unamuno si tenemos en cuenta sus escritos y sus actividades posteriores. Unamu­no si bien vivía unos momentos de cercanía a Dios, seguía atrapado por el racionalismo que había bebido en sus años de formación universitaria. En estos momentos no encon­tró las auténticas razones de la fe; más aún, seguía despreciando la razón y no llegó a una comprensión más amplia de aquella que lo que el racionalismo le había enseñado. Así, él mismo dirá: «( ... ) La razón humana, aban­donada a sí misma, lleva al absoluto feno­menismo, al nihilismo».
Si tenemos en cuenta, además, los ataques de Unamuno a la razón positivista vía Spencer y a la razón en sentido idealista de
Hegel, se nos hace más claro como, incluso en aquellos días de mayor claridad para Una­muno, su razón continuó siendo enemiga de
su fe. En aquellos días de su retiro en Alcalá, su razón no supo abrirse y aceptar desde ella la realidad del misterio.
Así, en sus escritos posteriores, ensayos y novelas, Unamuno vuelve a ser dominado por su «yoísmo» y su «egotismo», anatematizados en su «Diario íntimo», volviendo a ser, por lo tanto, su yo el centro y punto de referencia.


3. EL «YOISMO» Y LA SED DE ETERNIDAD
«COMO SE HACE UNA NOVELA»

Si Miguel de Unamuno leyese estas pá­ginas y se viese comentado en ellas, se imaginaría por nuestra pretensión de interpretar o definir lo más incalificable e irreductible él mismo.
Todo su orgullo de rebelde inaccesible se hace crónico en el civil desterrado a Fuerte­ventura durante la dictadura de Primo de Ri­vera. Miguel se ha trasladado a Hendaya, y se niega a aceptar el indulto, la reconcilia­ción con los azares políticos de su patria. Sin su familia, a la vista de su país natal, siem­pre uniformado con el mismo traje, y sin ad­mitir consuelo ni contraste de nadie, está solo.
La indignación de la que hablaba al co­mienzo no habría sido muy diferente de su odio hacia pedagogos y sociólogos y su repug­nancia por las simplezas de las entrevistas en periódicos de moda. En este perpetuo enfa­do se sostuvo su drama: el de haber concebi­do a los otros durante toda su vida como ame­nazas o -a lo más- como personajes abstractos y reflejos una vez más de él mismo. Pero es esta situación la que, al mismo tiem­po, nos enfrenta con lo más profundo de no­sotros mismos; la que contradice nuestra so­berbia limitación con dos hechos sin discusión: un nacimiento, y una muerte... : «¡La soledad!, la soledad es el meollo de nuestra esencia».
Imitando a S. Agustín, Unamuno qui­siera salvarse a través de esta introspección ra­biosa: «Y así, luchando civilmente, ahondan­do en mí mismo como problema, cuestión, para mí, trascenderé de mí mismo, y hacia dentro, concentrándome para irradiarme, lle­garé al Dios actual, al de la Historia».
¡El «Dios de la Historia»! Esta habría si­do una respuesta demasiado lúcida, confe­sada en mil momentos, y alejada ante el dra­ma de recorrer el problema, su novela, su vi­da. Proponer semejante respuesta a la sed de lo eterno que grita desde el fondo en cada instante de la vida nunca fue del todo ver­dad para Unamuno. Al menos nunca desde un encuentro real con ese Dios de la Histo­ria (o habrá que decir que casi nunca).
Lo único cierto y claro es la urgencia de lo individual. Lo individual se constituye en universal y «no hay otra política que la de sal­var en la historia a los individuos. Ni el ase­gurar el triunfo de una doctrina, de un par­tido, acrecentar el territorio nacional o de­rribar un orden social vale nada como no sea para salvar las almas de los hombres indivi­duales (...) La esencia de un individuo es su historia y la historia es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de lo que les sucede, de lo que sucede en ellos»: es que la historia es el «pensamiento de Dios en la tierra de los hombres» y «hacer historia y pa­ra siempre es amasar la eternidad».
Hacer la historia de la propia vida, con­tarla, como se cuenta una novela, leyenda no menos cierta que el conjunto de sucesos que la originaron. Unamuno escribe en su des­tierro sobre este elaborar día a día una nove­la cuyo protagonista (agonista a secas) pudo ser el de Niebla tanto como Miguel de Una­muno, o cualquiera de nosotros. Se llamará en este relato imaginado Jugo de la Raza. También él lee a su vez un libro con el te­mor de morir al concluirlo. Y es que el autor se lo ha advertido: «Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá con­migo». No se puede renunciar a la lectura, a esta muerte de cada instante, porque mo­riríamos también ... Pero ¡ay! qué pasaría si esta historia no fuese más que un sueño, ca­jitas en cuyo interior sólo encontramos nue­vas cajitas. Si es así qué Dios será ese que la gobierna. Y si ese Dios no es, acaso nosotros no seamos sino burla. «Esta leyenda, esta his­toria, me devora, y cuando ella acabe me aca­baré yo con ella». Preguntar acerca del fin de la novela es hacerlo sobre el destino. Para­dójico Unamuno, desconocido hasta para él mismo, puesto que junto a estas desolaciones es capaz de citar: «Dios no es capaz de ironía, y el amor es una cosa demasiado san­ta, es demasiado la cosa más pura de nuestra naturaleza para que no nos venga de Él» de una carta de Mazzini a su madre, y afirmar junto a su insobornable soledad otra encaña del vivir radicalmente distinta: «Lo propio de una individualidad viva, siempre presente y siempre cambiante y siempre la misma, que aspira a vivir siempre (y esa aspiración es su esencia), lo propio de una individualidad que lo es, y existe, consiste en alimentarse de las demás individualidades y darse a ellas en ali­mento. En esta consistencia se sostiene su existencia, y resistir a ella es desistir de la vi­da eterna». Ansia de vivir siempre... ¿en su mujer e hijos?, ¿en su obra? Miguel coloca finalmente a su Jugo de la Raza ante los pai­sajes de su niñez, y le hace encontrar en ella a ese hombre interior, capaz de fundir su en­traña con la de otro, y de recobrar la inge­nuidad y confianza de la primera fe. ¿Locu­ra? ... «El más divino de los locos fue y sigue siendo Jesús el Cristo (...) y es curioso que el término griego con el que se expresa que uno está loco sea el de estar fuera de sí, aná­logo al latino ex-sístere, existir. Y es que la existencia es una locura y el que existe, el que está fuera de sí, el que se da, el que trascien­de, está loco. Ni es otra la santa locura de la cruz. Contra lo cuál la cordura, que no es sino tontería, de estarse en sí, de reservarse, de recogerse».
Cabría preguntarse aquí si Unamuno lle­gó a existir de esa manera. Si llegó a trascen­derse en un gesto de comunión para dar cum­plimiento en el «Dios de la Historia» a su sed de eternidad. Dostoievski en su contacto con la mediocridad mendicante de amor, y su vi­vencia de la salvación de un mal abismático, afirmó esta trascendencia; Mounier, y tantos otros vivieron por ella ... ¿ Y usted D. Miguel? ¿es que acaso no palpó más de una vez có­mo se hace y termina una novela?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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