1. SU VIDA
La sed de eternidad es una constante en la obra y vida unamunianas. Esta característica es muy conocida en sus escritos literarios y filosóficos. Pero fue también perseguido en su vida y en las realidades más cercanas a él. Sin embargo, sólo encuentra respuestas o consuelos parciales; por ello, su vida, globalmente, parecerá carecer de un sentido, aunque a menudo lo acaricia.
l. EL DESEO DE UNA VIDA MÁS PLENA: EL MISTICISMO JUVENIL, SU MUJER, SUS HIJOS
El misticismo juvenil: Nace en 1864. Desde su más temprana edad, Unamuno comienza a vivir su niñez espiritual encarnada en el hondo mar, en las montañas de su tierra natal: Bilbao.
En toda su obra encontramos la nostalgia del alma naciente infantil que se abre a la vida, al misterio del mundo. Así descubre su ambiente familiar: «Fue mi niñez la de un niño endeble, taciturno y melancólico con un enorme fondo romántico y criado en el seno de una familia vascongada devota en el más alto grado, con devoción que picaba en lo que suelen llamar... misticismo».
Esta experiencia encarnada en su niñez produce un deseo nostálgico de retorno a la infancia. Quiere volver a la frescura, a la apertura y estupor del despertar a la vida. Reconoce en la vida del niño la forma más plena de ser: la pertenencia. El niño que se abandona a la madre. Toda su obra está provista de esta infatigable esperanza; pero la vive con contrariedad, como un esfuerzo de autoafirmación (el grito del corazón -«serse»- está presente en toda su obra).
Este «yoísmo» cerrado en sí mismo, le lleva en muchas ocasiones a considerar la pertenencia y la niñez con un sueño, algo irreal, algo blando y cálido: un refugio que no sirve para la vida:
«Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido para mi pesar
si no me agrandas la puerta,
aclúcame por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar».
También este deseo verdadero está teñido de cierto romanticismo y nostalgia de algo ya pasado: la imaginación, la no presencia de la muerte. Es una mirada melancólica ligada estrechamente al «orvallo» de la tierra natal: «Era una edad en que la mente no podía fijarse en el tremendo misterio del mal, de la muerte y del sentido; era una edad en la que la imaginación se me dejaba brizar en la poesía exquisita de la vida de santidad; era una edad en que aspiraba el perfume de la flor sin gustar el fruto».
Su mujer: Con la obtención de la cátedra de griego, Miguel puede casarse en 1891 con Concepción Lizarraga. Esta es la segunda realidad existencial que sostuvo su vida.
Así, habla de su noviazgo como el tiempo «de más intensa vida; fue cuando más estudié y fue sin duda mi amor un gran digestivo de mis lecturas. Y si hay algo que me ha servido de contrapeso a las tendencias hipocondriacas y algo tistes de mi espíritu es mi mujer».
Concepción en su infatigable alegría, niñez perdurable, es el alba de su vida. Así Miguel dice: «bendito sea el día en que me casé».
Unamuno intenta encontrar el sentido de su vida en su mujer e hijos e intenta comunicarse con el mundo por esta vivencia. Compone el verdadero amor con la oración: hablar, pasear, callar, pensar, el dormir mismo es oración. También es vida.
Pero la maternidad es lo que más le atrae de su mujer; es ella en los momentos de suprema congoja, de llanto sobrehumano, de noche de angustia, de temor a la muerte, la que le dice: «Hijo mío, ¿qué tienes?».
Sin embargo en su relación hay algo que no comparten y que constituye gran parte de la persona de Unamuno: sus conflictos filosóficos y teológicos, y su labor literaria. Concha los denomina «cosas enrevesadas de los hombres».
Unanuno encontró en su mujer la mal entendida feminidad, algo virginal y maternal que sosiega y serena al hombre inquieto.
Sus hijos: Fruto de este amor son sus ocho hijos que constituyen para Unamuno su esperanza. Por ellos, por sus ojos, se abre al mundo y a la vida. («En ellos vivo y revivo»).
Va rehaciendo su mundo con ellos, resucitan su niñez y así ve su vida como una creación continua. Son los hijos para Unamuno la primera forma en que se plasma el deseo de inmortalidad.
El 7 de enero de 1896 le nació un hijo hidrocéfalo: Raimundo Jenaro. Al misterio de esta vida nunca le encontró el sentido. Vio en él expresada la señal celeste del fracaso de su vida de hombre que ha perdido la fe de su niñez y el silencio de Dios:
«Aún me abruma el misterio de aquel ángel encarnado...
Aún recuerdo las horas que pasaba
de su cuna a la triste cabecera preguntándole al Padre...
Y un alba se apagó, como se apaga al asomar el alba...
( ... ) Pues oigo en su silencio aquel silencio.
Con que responde a Dios a nuestra encuesta».
Aquí cabe resaltar la postura tan distinta que Mounier tuvo ante su hija Francisca, aquejada de una encefalitis serosa: «Me sentía aproximarme a este pequeño lecho sin voz como a un altar, a algún lugar sagrado en el que Dios hablaba por medio de un signo. Una tristeza que mordía profundamente, y alrededor de ella, no tengo otra palabra: una adoración. Sin lugar a dudas, nunca he conocido el estado de plegaria tan intensamente como cuando mi mano decía cosas a esa frente que no respondía nada, cuando mis ojos se arriesgaban hacia esta mirada destruida que llevaba lejos, lejos detrás de mí, no sé qué acto parecido a una mirada, que miraba mejor que una mirada. Misterio y misterio de bondad, hay que atreverse a decir: una gracia demasiado pesada. Una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia, radiante como ella».
Estas palabras expresan una vida real, completa, en la que el misterio (aunque doloroso) no es ausencia, sino presencia.
II. RACIONALIZAR LA FE
Miguel abandonará su tierra en 1872. Va a Madrid a estudiar y allí se encuentra con el mundo intelectual español y europeo. Aquí comienza uno de sus grandes conflictos: el imposible abrazo entre su creencia y su razón. Su primera pérdida de la fe se debe al escándalo que le producen los dogmas.
La oscilación que sucesivamente se produce entre adhesión a la fe y abandono de la misma, éste es el problema central que está continuamente presente. El divorcio entre una y otra, aunque desesperante, es imposible de superar. Por un lado, o bien abandona la fe porque no puede racionalizarla, o bien cree teniendo que dejar fuera su razón; es decir, para abandonarse al Dios que desea tiene que amputar su razón. No es posible entrar en el amor que desea y que se le da sin dejar fuera una parte de su humanidad. Y entonces no hay sino un abismo que produce un vértigo insoportable donde el creyente tiene una certeza gozosa.
Él mismo dice: «Dios es una equis sobre una gran barrera situada en los mismos límites del conocimiento humano: a medida que la ciencia avanza la barrera retrocede. De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la barrera allá, ni con Él ni sin Él».
Esta situación fruto de una postura personal, tiene que entenderse en gran medida en un contexto determinado: dentro de una filosofía y de un concepto de razón presentes en el idealismo alemán, el racionalismo y el cientifismo decimonónicos.
La razón es pobre. Es un mero instrumento matemático que alcanza ideas y objetivos positivos, ausentes de todos los matices que la revelación del ser lleva consigo: ausencia de lo estético, de lo sinfónico de la verdad; en definitiva de lo irreductible, del misterio. Este concepto de razón está contrapuesto al más pleno: la razón como apertura al misterio, a la realidad. Esto es lo más real y lo más razonable.
La razón que Unamuno hace suya es parcial y es la garganta con la que grita a Dios; no hay respuesta.
También son los siglos XVIII y XIX funestos en el seno de la teología católica. Se desarrolla una apologética en la que se pretende establecer una racionalidad del acto de fe con el positivista.
No siempre es así; hay veces en que Unamuno se abandona a Dios. Pero como ha dejado el problema de su razón sin resolver, lo que pretende es una soldadura entre su humanidad y Cristo. Miguel pretende unirse a Él sin unirse todo él y agudamente centrado en su «yo». Este abandono lo muestran sus palabras: «Es ya gracia el deseo de creer que nos hace merecer la gracia de orar, y con la oración logramos la gracia de creer. Me complazco en creerlo así, y, al creerlo así, ¿no es, Señor, que creo ya en ti?».
Duele entonces el concepto de razón que ha creado la modernidad que es incapaz de afrontar el misterio y lo sitúa fuera de la realidad. Por esto, Miguel de Unamuno hacía absurda la fe. Pero duele más aún la ausencia y el silencio de una vida que no encuentra respuesta en lo real.
III. LA IMAGEN DE LA MUERTE
Es alrededor de 1897 cuando el pensamiento de Unamuno alcanza de nuevo el plano existencial más allá del positivismo idealista y del intelectualismo. Unamuno se siente atrapado «en las garras del Ángel de la Nada». En esta noche de angustia descubre, sorprendido, la paz nocturna de la existencia; la vida sin Dios y sin esperanza. Unamuno se ve colgado entre el cielo y la tierra, ante un porvenir que le atrae y le da miedo, y experimenta en su inmovilidad una congoja que le pone al borde del ahogo.
Intenta de corazón abrirse a la humanidad de Cristo; pero este Cristo no es concreto, se queda en una abstracción a conseguir con gran trabajo: una imagen, una idea. Busca denodadamente al hombre nuevo y ahí encuentra el sentido de la historia, del mundo y del destino de cada uno. No se puede negar que Unamuno tiene una gran intuición en este sentido. Frente a las soluciones teóricas que dan los hombres del momento, él busca a partir del hombre que vive.
Esta angustia se acentúa al final de su vida, en donde la ausencia y la soledad son cada vez más desesperanzadoras.
2. RAZÓN, NADA Y FE
En sus años universitarios y siguientes, Unamuno vivió un apasionado racionalismo, como él reconoce. En aquellos momentos, «devoraba», según sus propias palabras, a Spencer y a Hegel, maestros con los que creyó posible desafiar los enigmas del universo, lo que le llevó a un alejamiento de su fe juvenil.
También fue un apasionado de Kant y del Krausismo; este último movimiento, que tuvo gran importancia en el ambiente universitario madrileño entre 1868 y 1875, tuvo una doble influencia en la persona de Unamuno: por una parte, favoreció su lejanía de Dios en cuanto no siguió el camino de la tradición cristiana y, por otra, le incitó a buscar a Dios a través de la vía interior que nos pone en conexión con lo Absoluto, vía de sumo agrado siempre para Unamuno. Indudablemente no fue este sistema el que le llevó a su ateísmo.
La presencia de Kant en su vida, se descubre en dos notas: en primer lugar su desconfianza en la razón, y en segundo lugar, en la solución voluntarista a la que llega el sentimiento trágico de la vida humana.
La confianza en la razón que Unamuno tiene en su juventud fue disminuyendo de tal modo que llegó a desconfiar de ella y a despreciarla. Desprecio que llevará a sus últimas consecuencias cuando afirma que hay una inquisición de la ciencia y de la cultura «racionalista», que tiene por armas el ridículo y el desprecio para cuantos no se rinden a la ortodoxia científica. Será en su obra «Amor y pedagogía» donde pondrá de manifiesto la pretenciosa desfachatez cientifista de la sociología y de la pedagogía.
Su gran problema de madurez será encontrar motivos para apoyar su fe.
Se podría poner a Unamuno entre dos personajes: entre Nietzsche y Dostoievski. El primero perdió a Dios, pero aún, porque le odió, soñó que el mismo podría haberlo sido. A Dostoievski la afirmación que le define es: «Toda ley de la existencia humana se basa en esto: que el hombre pueda arrodillarse ante lo infinitamente grande». Unamuno no se halló lejos de Nietzsche, pero el retorno a la «cordura» de su niñez le ayudará a encontrar a Dios. El momento que marca este retorno es cuando, en 1897 se retira durante la Semana Santa a Alcalá.
«Ese horror a la nada ¿no es un aviso acaso? ¿no sería más horrible que la nada una eternidad de soledad, a solas con la propia nada? Puesto que sólo en ti has pensado y a ti sólo te has buscado y te has creído centro del universo, contigo y sólo contigo estarás eternamente, con tu mundo interior, y así te penetrarás de tu nada y tendrás tu propia nada por eterna compañía». Es este horror a la nada y el constituirse el centro del universo donde la crisis de Unamuno tiene su más profunda raíz.
En las bellas páginas de su «Diario íntimo», que escribe en esta época, señala también «(...) me he pasado los días en juzgar a los demás, y en acusar de fatuidad a casi todo el mundo. Yo era el centro del universo, y es claro, de aquí ese terror a la muerte. Llegué a persuadirme de que muerto yo se acababa el mundo». Y continuará diciendo más adelante: «(...) La nada es inconcebible. Y así se cae en Dios, y se revela su gloria brotando de la desolación de la nada». En los escritos de esta época es como si Dios hubiera descorrido para Unamuno, el velo de sus misterios y él los hubiera contemplado, al menos unos días, no desde su yo, sino desde el plano de la verdad objetiva. En aquellos momentos Unamuno habla de la verdad como algo subjetivo y objetivo; más aún, señala que:« ( ... ) es verdadero cuanto glorifica a Dios y cuanto nos conduce a nuestra salvación. Todo es, pues, verdadero y la mentira nada positivo».
Más tarde, y en su obra de madurez, «Del sentimiento trágico de la vida», no admite otra verdad que la sinceridad, es decir, la verdad moral, cuyo punto de referencia será el yo. Pero es evidente que hay algo antes de mi yo, y que la realidad no depende de mí, a pesar de que esta afirmación haya sido inadmisible para toda la filosofía moderna basada en el idealismo, y, por lo tanto, en el sujeto. Unamuno sucumbió ante la seducción de la filosofía moderna, pero en su «Diario íntimo» queda reflejado cómo en aquellos años posteriores al retiro en Alcalá descubrió que sobre el yo y sus exigencias hay algo más hondo y más profundo que a la vez da respuesta a esa vacuidad del yo: y es que Dios crea las cosas según un orden y un plan para ser glorificado en ellas.
Pero lo que más llama la atención no es sólo la certeza de su fe en aquellos años de 1897 a 1899, en los que escribe su «Diario íntimo», sino cómo esa fe se convierte en juicio de tal manera que será difícil encontrar textos e intervenciones posteriores que hablen con la claridad que aquellos lo hacen sobre el hombre, sobre el misterio, sobre la Iglesia... , y sobre cualquier problema que le pareciera digno de atención.
A Unamuno, Dios se le hace encontrable sobre todo en el Evangelio. Es por lo que quizá tuviera siempre una veneración sentimental hacia Jesús. Es claro cómo el Evangelio fue su mayor alimento. Y en los días de su retiro en Alcalá, Jesús le fascina, parece como si se le fuera a revelar corporalmente y así nos lo describe en el encuentro con la samaritana, encuentro con aquella mujer que como él, siente su corazón atormentado y está tenso por saciar su sed en el agua que Jesús dio de beber a la samaritana.
A pesar de todo, Unamuno encuentra un obstáculo en su búsqueda de Dios. Como él mismo dice, le faltó sencillez. «( ... ) Tengo
que vencer este orgullo, este íntimo y callado endiosamiento... » ¡qué distintas las palabras de Dostoievski a su hermano Mijail al poco tiempo de serle conmutada la pena de muerte! «( ... ) La vida está en nosotros mismos y no fuera de nosotros; junto a mí habrá siempre seres humanos y ser hombre entre los hombres es permanecerlo siempre; en ninguna desgracia sentirse humillado o perder el ánimo: es ésto en lo que consiste la vida, ésta es su tarea».
Pero en estos momentos Unamuno sufre su orgullo, se identifica con el ciego del Evangelio, y quiere también ver. «( ... ) Dame fuerzas, que no tengo voluntad. Y yo diré para glorificarte: si, yo soy, yo soy el que mendigaba gloria humana... ».
Este deseo de despojarse de su yo mundano para acercarse a Dios, no lo veremos realizado en Unamuno si tenemos en cuenta sus escritos y sus actividades posteriores. Unamuno si bien vivía unos momentos de cercanía a Dios, seguía atrapado por el racionalismo que había bebido en sus años de formación universitaria. En estos momentos no encontró las auténticas razones de la fe; más aún, seguía despreciando la razón y no llegó a una comprensión más amplia de aquella que lo que el racionalismo le había enseñado. Así, él mismo dirá: «( ... ) La razón humana, abandonada a sí misma, lleva al absoluto fenomenismo, al nihilismo».
Si tenemos en cuenta, además, los ataques de Unamuno a la razón positivista vía Spencer y a la razón en sentido idealista de
Hegel, se nos hace más claro como, incluso en aquellos días de mayor claridad para Unamuno, su razón continuó siendo enemiga de
su fe. En aquellos días de su retiro en Alcalá, su razón no supo abrirse y aceptar desde ella la realidad del misterio.
Así, en sus escritos posteriores, ensayos y novelas, Unamuno vuelve a ser dominado por su «yoísmo» y su «egotismo», anatematizados en su «Diario íntimo», volviendo a ser, por lo tanto, su yo el centro y punto de referencia.
3. EL «YOISMO» Y LA SED DE ETERNIDAD
«COMO SE HACE UNA NOVELA»
Si Miguel de Unamuno leyese estas páginas y se viese comentado en ellas, se imaginaría por nuestra pretensión de interpretar o definir lo más incalificable e irreductible él mismo.
Todo su orgullo de rebelde inaccesible se hace crónico en el civil desterrado a Fuerteventura durante la dictadura de Primo de Rivera. Miguel se ha trasladado a Hendaya, y se niega a aceptar el indulto, la reconciliación con los azares políticos de su patria. Sin su familia, a la vista de su país natal, siempre uniformado con el mismo traje, y sin admitir consuelo ni contraste de nadie, está solo.
La indignación de la que hablaba al comienzo no habría sido muy diferente de su odio hacia pedagogos y sociólogos y su repugnancia por las simplezas de las entrevistas en periódicos de moda. En este perpetuo enfado se sostuvo su drama: el de haber concebido a los otros durante toda su vida como amenazas o -a lo más- como personajes abstractos y reflejos una vez más de él mismo. Pero es esta situación la que, al mismo tiempo, nos enfrenta con lo más profundo de nosotros mismos; la que contradice nuestra soberbia limitación con dos hechos sin discusión: un nacimiento, y una muerte... : «¡La soledad!, la soledad es el meollo de nuestra esencia».
Imitando a S. Agustín, Unamuno quisiera salvarse a través de esta introspección rabiosa: «Y así, luchando civilmente, ahondando en mí mismo como problema, cuestión, para mí, trascenderé de mí mismo, y hacia dentro, concentrándome para irradiarme, llegaré al Dios actual, al de la Historia».
¡El «Dios de la Historia»! Esta habría sido una respuesta demasiado lúcida, confesada en mil momentos, y alejada ante el drama de recorrer el problema, su novela, su vida. Proponer semejante respuesta a la sed de lo eterno que grita desde el fondo en cada instante de la vida nunca fue del todo verdad para Unamuno. Al menos nunca desde un encuentro real con ese Dios de la Historia (o habrá que decir que casi nunca).
Lo único cierto y claro es la urgencia de lo individual. Lo individual se constituye en universal y «no hay otra política que la de salvar en la historia a los individuos. Ni el asegurar el triunfo de una doctrina, de un partido, acrecentar el territorio nacional o derribar un orden social vale nada como no sea para salvar las almas de los hombres individuales (...) La esencia de un individuo es su historia y la historia es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de lo que les sucede, de lo que sucede en ellos»: es que la historia es el «pensamiento de Dios en la tierra de los hombres» y «hacer historia y para siempre es amasar la eternidad».
Hacer la historia de la propia vida, contarla, como se cuenta una novela, leyenda no menos cierta que el conjunto de sucesos que la originaron. Unamuno escribe en su destierro sobre este elaborar día a día una novela cuyo protagonista (agonista a secas) pudo ser el de Niebla tanto como Miguel de Unamuno, o cualquiera de nosotros. Se llamará en este relato imaginado Jugo de la Raza. También él lee a su vez un libro con el temor de morir al concluirlo. Y es que el autor se lo ha advertido: «Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo». No se puede renunciar a la lectura, a esta muerte de cada instante, porque moriríamos también ... Pero ¡ay! qué pasaría si esta historia no fuese más que un sueño, cajitas en cuyo interior sólo encontramos nuevas cajitas. Si es así qué Dios será ese que la gobierna. Y si ese Dios no es, acaso nosotros no seamos sino burla. «Esta leyenda, esta historia, me devora, y cuando ella acabe me acabaré yo con ella». Preguntar acerca del fin de la novela es hacerlo sobre el destino. Paradójico Unamuno, desconocido hasta para él mismo, puesto que junto a estas desolaciones es capaz de citar: «Dios no es capaz de ironía, y el amor es una cosa demasiado santa, es demasiado la cosa más pura de nuestra naturaleza para que no nos venga de Él» de una carta de Mazzini a su madre, y afirmar junto a su insobornable soledad otra encaña del vivir radicalmente distinta: «Lo propio de una individualidad viva, siempre presente y siempre cambiante y siempre la misma, que aspira a vivir siempre (y esa aspiración es su esencia), lo propio de una individualidad que lo es, y existe, consiste en alimentarse de las demás individualidades y darse a ellas en alimento. En esta consistencia se sostiene su existencia, y resistir a ella es desistir de la vida eterna». Ansia de vivir siempre... ¿en su mujer e hijos?, ¿en su obra? Miguel coloca finalmente a su Jugo de la Raza ante los paisajes de su niñez, y le hace encontrar en ella a ese hombre interior, capaz de fundir su entraña con la de otro, y de recobrar la ingenuidad y confianza de la primera fe. ¿Locura? ... «El más divino de los locos fue y sigue siendo Jesús el Cristo (...) y es curioso que el término griego con el que se expresa que uno está loco sea el de estar fuera de sí, análogo al latino ex-sístere, existir. Y es que la existencia es una locura y el que existe, el que está fuera de sí, el que se da, el que trasciende, está loco. Ni es otra la santa locura de la cruz. Contra lo cuál la cordura, que no es sino tontería, de estarse en sí, de reservarse, de recogerse».
Cabría preguntarse aquí si Unamuno llegó a existir de esa manera. Si llegó a trascenderse en un gesto de comunión para dar cumplimiento en el «Dios de la Historia» a su sed de eternidad. Dostoievski en su contacto con la mediocridad mendicante de amor, y su vivencia de la salvación de un mal abismático, afirmó esta trascendencia; Mounier, y tantos otros vivieron por ella ... ¿ Y usted D. Miguel? ¿es que acaso no palpó más de una vez cómo se hace y termina una novela?
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