Hay algo en la vida benedictina que la convierte en un modelo de vida cristiana; hay algo que la hace ser más que una entre las muchas reglas de vida religiosa en las que es rica la historia de la Iglesia. Hay en la vida benedictina una síntesis prodigiosa de los factores constructivos de la experiencia cristiana; están en ella todas las dimensiones esenciales de la existencia humana refundada en la fe. Esta es su fascinación perenne y también el motivo por el que a los cristianos de hoy nos cuesta trabajo comprenderla en un modo no sólo psicológico y estimarla de un modo no sentimental: nosotros, cristianos contemporáneos, que no sabemos conciliar acción y contemplación, libertad y autoridad, singularidad y comunidad; somos demasiado indiferentes para comprender que todo nace sólo de «no anteponer nada al amor de Cristo», como está escrito en la Regla.
QUIEN observe la presencia del cristianismo en la historia con los ojos del historiador serio no puede dejar de notar que la cristiandad medieval ha estado «presente» en el mundo: ha afrontado la vida y sus problemas con la cultura que nacía de la realidad no para la propia gloria sino para la gloria de Dios. Precisamente por esto ha vivido intensamente la propia vida.
Muchos lugares comunes sobre el Medioevo forman parte, todavía hoy, de nuestro bagaje cultural. Los prejuicios que desde el Renacimiento y a través del Iluminismo han llegado hasta nosotros han sido ciertamente desechados por los estudios más recientes. Sin embargo, ya se sabe que las adquisiciones en materia histórica tardan en convertirse en mentalidad común; de este modo, o por pereza mental o por preconclusiones ideológicas, la manualistica continúa dando a los estudiantes ideas viejas e imágenes abusivas.
Uno de estos lugares comunes trata de la actitud que el monacato medieval ha tenido de cara al mundo. La acusación es bastante concreta: huida del mundo y desprecio de las realidades terrenas son las notas dominantes del Medioevo, como demuestra el monacato. La imagen que resulta es, en la mayoría de los casos, la de un movimiento determinado por la voluntad de una fuga del mundo, de un aislamiento de la realidad, para llegar, en un oasis de paz, a una vida angélica, descolgada de las realidades terrenas.
FUGA DEL MUNDO
Tal interpretación, al menos en parte, refleja aquella que fue la tendencia de algunos monjes medievales. Sin embargo, en los manuales escolares la desvalorización del mundo tiende a convertirse en el motivo caracterizante. Más aún: frecuentemente, tal juicio sobre el monacato se amplía a la visión que habría tenido la Iglesia sobre el mundo en el Medioevo; ésta empujaría a los fieles a pensar solamente en el más allá, despreciando así la positividad de la vida terrena y sus manifestaciones.
¿En qué consiste, pues, la «fuga del mundo» y cual es el significado de las realidades «mundanas»? Jean Leclercq, uno de los máximos estudiosos vivos del monacato, afirma que en la literatura monástica es muy rara la expresión «fuga del mundo» como causa de la vocación monástica. Casi siempre el motivo manifestado es un deseo, una inspiración, un amor. El monje medieval está animado por un deseo de Dios y de la patria celestial; así pues, el monasterio es un lugar de espera y de deseo, de la preparación a la realidad final. Por otra parte, la tensión escatológica es propia del monasterio eclesiástico: aquel deseo de plenitud que pone a los cristianos en estado de peregrinaje hacia las «últimas cosas». Por ello, el fin último al que se tiende determina la relación que se debe tener con las realidades «profanas». El estado monástico es por ello, ante todo, voluntad de cristianismo integral. La apelación a la fuga del mundo, incluso cuando implicó, como en la experiencia eremítica, una separación real y una huida a lugares desiertos y deshabitados, se comprende por la voluntad y el deseo de seguir totalmente a Cristo.
¿Significa entonces «fuga del mundo» una separación del contexto y de la realidad social como nos hace ver una imagen usual?
Un historiador laico, Giorgio Falco, refiriéndose a la obra de San Benito escribe: «Huir, pero -éste es su gran significado- no para renegar, sino por el contrario para afirmar, para salvar el resto de los valores de la civilización». Y subraya la construcción de los valores espirituales y culturales: «El monasterio se incorporó al mundo y desarrolló una grandiosa acción económica, social y cultural que hizo de los benedictinos los maestros y agricultores de Europa»(1)
LA RECONSTRUCCIÓN BENEDICTINA
La obra benedictina, nacida en el siglo VI en una Europa sacudida por los bárbaros, privada de poderes estatales y sustancialmente anárquica, ha sido justamente considerada el punto de partida de la reconstrucción. Los grupos de benedictinos, formados por predicadores, agricultores y maestros, andaban por todas partes, araban la tierra, enseñaban a leer y a escribir, educaban a la convivencia social; en torno a ellos se reconstruía un tejido social. Eran, en definitiva, fuerzas constructivas de la Europa que comenzaba a surgir.
Muy importante fue la labor de estímulo al proceso agrario. Los monjes y quienes viven en el monasterio roturan terrenos abandonados, talan bosques, sanean pantanos. El ejemplo más famoso es el del monacato cisterciense, surgido en Francia a fines del siglo XI. Estos monjes eligen para establecerse lugares solitarios, desiertos o pantanosos y, gracias a un trabajo tenaz y continuo, dieron origen a obras de saneamiento y roturación.
Con sus tierras, sus aparejos, la mano de obra de los monjes y dependientes de todo género, el monasterio se convierte en centro de producción y en modelo económico. Se debe a ellos una buena parte, por ejemplo, la introducción de nuevos tipos de contratos agrarios, que constituían formas de arrendamiento más justas y favorables al campesino respecto a las del período romano; pero además, en las tierras del monasterio los colonos y cuantos trabajan gozan de una tratamiento mejor respecto al que posteriormente será dispensado por los señores feudales.
Además de una tarea económica los monasterios desarrollan una acción social. En los tiempos de las incursiones de Sarracenos, Magiares y Normandos (siglos IX y X) serán lugares de refugio y protección. Así, las grandes abadías de Cluny (surgidas durante el siglo X) contribuyen de forma determinante a la difusión de un gran movimiento de paz entre los siglos X y XI, en un momento en el que los desórdenes y la violencia parecían no tener solución. Importante fue, además, la actividad caritativa-asistencial hacia los pobres, peregrinos y enfermos; en todo monasterio hay un centro de distribución de comidas, una enfermería y una albergue. Del desarrollo de la hospitalidad monástica surgirán después los hospitales.
«Fuga del mundo» por lo tanto, pero no para encerrarse en un aislamiento desresponsabilizante, sino «para crear, en medio de la tempestad, la isla de la paz, donde la fe está presente, donde son sagrados el trabajo y las meditaciones, la pureza de las costumbres y la caridad fraterna»(2) El monasterio benedictino se convierte en el lugar en el que se experimenta el principio de una nueva convivencia, que construirá la civilización europea.
DESPECHO DE LAS REALIDADES TERRENAS
La otra acusación que se suele lanzar al monacato medieval, y en general a la Iglesia, es la de haber despreciado las realidades terrenas. Ciertamente, la doctrina del desprecio del mundo está presente en los autores monásticos del Medioevo. Existe toda una tradición literaria que partiendo de los Padres de la Iglesia (sobre todo san Ambrosio y san Gregario Magno) llega hasta los autores espirituales de los siglos X y XI proveniente de varias órdenes monásticas (en particular cluniacenses y cistercienses). Pero la espiritualidad medieval no coincide esencialmente con la fuga y el desprecio del mundo y, normalmente, estas ideas aparecen integradas dentro de una visión global. La conciencia del mundo, como emerge de los escritos medievales, tiene su fundamento y su punto de referencia en una visión fuertemente teológica, en la cual Dios es el Bien Total. Entonces resulta inútil perseguir realidades mundanas que aparecen como transitorias. Esto no significa que los bienes del mundo no tengan su propio valor; al contrario, los ascetas afirman la belleza y la bondad de las cosas en sí mismas, pero los consideran valores indignos de ser perseguidos debido a su naturaleza finita y precaria, que sólo adquieren valor en cuanto son signos de una naturaleza infinita. El motivo del desprecio del mundo es, por consiguiente, esencialmente religioso.
TRES ASPECTOS PARTICULARES: TRABAJO, CULTURA, AMOR
Tres aspectos en particular pueden ayudarnos en esta dirección: el trabajo, la cultura y el amor conyugal.
En cuanto al trabajo, ya hemos visto cómo ha estado directamente realizado por los monjes y cómo a través suyo el monacato ha contribuido a un progreso agrícola y también tecnológico. Baste recordar que la misma Regla de san Benito da plena dignidad al trabajo manual, mientras que en el período clásico y también en el feudal era considerado como propio de la condición servil. Para san Benito el monje debe comer del trabajo de sus propias manos. Es cierto que durante la Alta Edad Media esta visión positiva del trabajo manual no siempre fue vivida por todas las órdenes monásticas. Sólo en el siglo XII con las Ordenes Mendicantes, en el trabajo es reconocido todo su valor en cuanto instrumento de salvación; pero esto fue posible porque el principio ya había sido enunciado por san Benito y vivido, si bien no siempre fielmente, por sus monjes.
Bastante notorio es también el valor que el monacato atribuye a la cultura, en particular a la del mundo greco-romano.
Al trabajo paciente y minucioso de los monjes durante los «siglos oscuros» del Medioevo (del siglo VI al X) se debe la conservación de la mayor parte de los escritos de la Antigüedad. Los grandes monasterios del Occidente se convierten en centros intelectuales, bibliotecas y «scriptoris»; los monjes recopilan los textos antiguos en varias copias permitiendo la transmisión del patrimonio clásico.
De hecho, es propio del monacato el desarrollo de un comportamiento «humanístico», que encontró su expresión en el siglo XII. Se trata de una apertura convencida a toda experiencia y civilización ( el mundo clásico, el islamismo, el mundo hebraico), de la persuasión de que no se debe renunciar a ningún valor realmente humano.
Es un «humanismo cristiano» que no se agota o reduce en el estudio y en la imitación de los modelos clásicos, sino que utiliza a éstos para el descubrimiento de la naturaleza y del hombre. Ironía del destino, los monjes del Medioevo salvaron aquellos valores y aquel mundo antiguo al cual los hombres del renacimiento se referían para denigrar la civilización medieval contraponiéndola a la clásica.
Particularmente enraizado en la mentalidad común es el prejuicio, según el cual en la Edad Media se tenía una hostilidad en lo referente al amor humano y conyugal. Pero en el siglo XII fue el propio Bernardo de Claraval, el gran monje cisterciense, el que legitimó claramente la unión física entre cónyuges sin supeditarla exclusivamente a la procreación. El medioevo cristiano no ha ignorado para nada el deseo y la ternura entre esposos, excluyendo el amor del matrimonio o aceptándolo solo en función de la prole.
Son los monjes los que aplican al amor de pareja conceptos bíblicos-patrísticos reservados a la comunión espiritual o bien que tratan de resistir a la tradición feudal y laica del matrimonio, exigiendo el libre consentimiento de los cónyuges. Además, aquello que concierne a la mujer y al sexo no les escandaliza; más aún, mujer y sexo son asuntos para indicar la experiencia religiosa, la relación del hombre con Dios y de Cristo con la Iglesia. Por lo tanto, los monjes que entienden las realidades humanas promueven y exaltan la dignidad del matrimonio fundado sobre el afecto de los cónyuges, su libertad de elección y la igualdad de derechos.
Basten estas alusiones para comprender cómo el monacato y en general la civilización medieval no ha rechazado o despreciado nada de aquello que forma parte de la experiencia humana.
A lo más, en el largo período de la historia (casi mil años), la actitud hacia el mundo asume tonos y modalidades diversas, según el momento histórico, en ciertos períodos parece más oportuno alejarse y en otros salir a la luz.
Ciertamente, hasta el siglo XI prevalece una doctrina espiritual que basa la perfección cristiana en un ideal de retiro de la vida terrena. Esta no queda circunscrita a los monjes sino que influye también en los laicos que se dejan fascinar por las tendencias ascéticas de la espiritualidad monástica y se esfuerzan en vivir como los monjes.
LAS ORDENES MENDICANTES: UNA NUEVA ACTITUD
El cambio de un ideal basado en alejarse del mundo a una preocupación de intervenir en el mismo sucede con el siglo XI. El gran desarrollo de la sociedad medieval después del Año Mil contribuye a una maduración de los laicos respecto a su posición en el mundo y el valor de su estado. La nueva predicación religiosa favorece el deseo de los laicos de aspirar a la salvación sin renunciar al propio estado. El ápice de esta evolución se tiene con la experiencia de las Ordenes Mendicantes, sobre todo con los franciscanos, en el siglo XIII. San Francisco manda a sus hermanos a predicar en medio del mundo o sea en la ciudad burguesa y mercantil y no sostiene que quien habita allí para salvarse debe entrar en un monasterio, sino que debe desarrollar su propia profesión de cristiano en este ambiente.
La actitud de Francisco no es contradictoria con la de Benito. En los orígenes del monacato Occidental, frente a la disgregación del tejido social y político, san Benito comprendió que era necesario «aislarse» para fundar una comunidad familiar basada en nuevos principios y partir de aquí para reconstruir la compañía civil y cultural de Occidente. En tiempos de Francisco, sin embargo, con un desarrollo ciudadano y comercial, un progreso económico, una afirmación de los laicos era necesario actuar en la realidad ciudadana y proponer a todos, cada uno en su estado, la vía de la perfección cristiana. Distintos eran los tiempos, distinto fue pues el modo de realizar el mismo ideal: llevar al hombre al encuentro de Cristo.
1. Giorgio Falco, La Santa Romana Republica. Nápoles, 1973.
2. Giorgio Falco, La Santa Romana Republica. Nápoles, 1973.
BENITO nace en Norcia hacia 480, en el momento en que el Imperio Romano de Occidente se acercaba a su fin. Continuas incursiones, matanzas y saqueos generaron en la población la angustia del fin inminente. Benito, leyendo los signos de los tiempos, no se propone perseguir ningún proyecto propio de reconstrucción, ni defender a toda costa las instituciones y la cultura romana, sino que trata de fijar una forma de vida útil para todos los hombres, en cualquier tiempo y en cualquier lugar. La preocupación de Benito no fue tanto la de hablar abstractamente de la verdad de Cristo, sino la de mostrar cómo de su misterio nace una vida más verdadera.
La esencia del mensaje de Benito y la originalidad de su institución está en la síntesis entre fe, cultura y trabajo.
«Nada debe ser antepuesto al amor de Cristo», dice la Regla. Benito enseña, por consiguiente, a abrir los ojos y el corazón, a alzar la mirada y escuchar. Es la oración la que constituye el fundamento en torno al cuál giran la convivencia y la vida benedictinas, hace renacer a la persona e inaugura en el corazón del hombre su propio valor: aquél de ser hijo.
Para orar continuamente y con devoción, Benito quiso que los monjes aprendiesen a leer sobre la Biblia. Los monjes comenzaron a aprender una lengua y una cultura comunes. Con el tiempo, los monjes serán capaces incluso de interpretar, copiar y transmitir, convirtiéndose de este modo en los promotores de la nueva cultura europea.
Todo tipo de trabajo, desde el más oculto y humilde al más importante, participa de la nueva creación comenzada en Cristo. El trabajo deberá, por este motivo, ser desarrollado con alegría: « Ve, trabaja y estate contento».
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