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Huellas N.2, Mayo 1986

POR LA CULTURA

El monacato medieval. Por una batalla cultural

Susana Torreguitart y Elena Serrano

Hay algo en la vida benedictina que la convierte en un modelo de vida cristiana; hay algo que la hace ser más que una entre las muchas reglas de vida religiosa en las que es rica la historia de la Iglesia. Hay en la vida benedictina una síntesis prodigiosa de los factores constructivos de la experiencia cristiana; están en ella todas las dimensiones esenciales de la existencia humana refundada en la fe. Esta es su fascinación perenne y también el motivo por el que a los cristianos de hoy nos cuesta trabajo comprenderla en un modo no sólo psicológico y estimarla de un modo no sentimental: nosotros, cristianos contemporáneos, que no sabemos conciliar acción y contemplación, libertad y autoridad, singularidad y comunidad; somos demasiado indiferentes para comprender que todo nace sólo de «no anteponer nada al amor de Cristo», como está escrito en la Regla.

QUIEN observe la presencia del cristianismo en la historia con los ojos del historiador serio no pue­de dejar de notar que la cristiandad medieval ha estado «presente» en el mundo: ha afrontado la vida y sus problemas con la cultura que nacía de la realidad no para la propia glo­ria sino para la gloria de Dios. Pre­cisamente por esto ha vivido inten­samente la propia vida.
Muchos lugares comunes sobre el Medioevo forman parte, todavía hoy, de nuestro bagaje cultural. Los prejuicios que desde el Renacimien­to y a través del Iluminismo han lle­gado hasta nosotros han sido cier­tamente desechados por los estudios más recientes. Sin embargo, ya se sabe que las adquisiciones en materia histórica tardan en conver­tirse en mentalidad común; de es­te modo, o por pereza mental o por preconclusiones ideológicas, la ma­nualistica continúa dando a los es­tudiantes ideas viejas e imágenes abusivas.
Uno de estos lugares comunes trata de la actitud que el monacato medieval ha tenido de cara al mun­do. La acusación es bastante concre­ta: huida del mundo y desprecio de las realidades terrenas son las notas dominantes del Medioevo, como demuestra el monacato. La imagen que resulta es, en la mayoría de los casos, la de un movimiento deter­minado por la voluntad de una fu­ga del mundo, de un aislamiento de la realidad, para llegar, en un oasis de paz, a una vida angélica, descolgada de las realidades terre­nas.

FUGA DEL MUNDO
Tal interpretación, al menos en parte, refleja aquella que fue la ten­dencia de algunos monjes medie­vales. Sin embargo, en los manua­les escolares la desvalorización del mundo tiende a convertirse en el motivo caracterizante. Más aún: frecuentemente, tal juicio sobre el monacato se amplía a la visión que habría tenido la Iglesia sobre el mundo en el Medioevo; ésta empu­jaría a los fieles a pensar solamente en el más allá, despreciando así la positividad de la vida terrena y sus manifestaciones.
¿En qué consiste, pues, la «fu­ga del mundo» y cual es el signifi­cado de las realidades «mundanas»? Jean Leclercq, uno de los máxi­mos estudiosos vivos del monacato, afirma que en la literatura monástica es muy rara la expresión «fuga del mundo» como causa de la vo­cación monástica. Casi siempre el motivo manifestado es un deseo, una inspiración, un amor. El mon­je medieval está animado por un deseo de Dios y de la patria celestial; así pues, el monasterio es un lugar de espera y de deseo, de la preparación a la realidad final. Por otra parte, la tensión escatológica es propia del monasterio eclesiástico: aquel deseo de plenitud que pone a los cristianos en estado de pere­grinaje hacia las «últimas cosas». Por ello, el fin último al que se tiende determina la relación que se debe tener con las realidades «profanas». El estado monástico es por ello, ante todo, voluntad de cristianismo integral. La apelación a la fuga del mundo, incluso cuando implicó, como en la experiencia eremítica, una separación real y una huida a lugares desiertos y deshabitados, se comprende por la voluntad y el de­seo de seguir totalmente a Cristo.
¿Significa entonces «fu­ga del mundo» una separación del contexto y de la realidad social como nos hace ver una imagen usual?
Un historiador laico, Giorgio Falco, refiriéndose a la obra de San Benito escribe: «Huir, pero -éste es su gran significado- no para re­negar, sino por el contrario para afirmar, para salvar el resto de los valores de la civilización». Y subra­ya la construcción de los valores es­pirituales y culturales: «El monas­terio se incorporó al mundo y de­sarrolló una grandiosa acción eco­nómica, social y cultural que hizo de los benedictinos los maestros y agricultores de Europa»(1)

LA RECONSTRUCCIÓN BENEDICTINA
La obra benedictina, nacida en el siglo VI en una Europa sacudida por los bárbaros, privada de pode­res estatales y sustancialmente anár­quica, ha sido justamente conside­rada el punto de partida de la re­construcción. Los grupos de bene­dictinos, formados por predicado­res, agricultores y maestros, anda­ban por todas partes, araban la tie­rra, enseñaban a leer y a escribir, educaban a la convivencia social; en torno a ellos se reconstruía un teji­do social. Eran, en definitiva, fuer­zas constructivas de la Europa que comenzaba a surgir.
Muy importante fue la labor de estímulo al proceso agrario. Los monjes y quienes viven en el mo­nasterio roturan terrenos abandona­dos, talan bosques, sanean panta­nos. El ejemplo más famoso es el del monacato cisterciense, surgido en Francia a fines del siglo XI. Es­tos monjes eligen para establecerse lugares solitarios, desiertos o pan­tanosos y, gracias a un trabajo te­naz y continuo, dieron origen a obras de saneamiento y roturación.
Con sus tierras, sus aparejos, la mano de obra de los monjes y de­pendientes de todo género, el mo­nasterio se convierte en centro de producción y en modelo económi­co. Se debe a ellos una buena par­te, por ejemplo, la introducción de nuevos tipos de contratos agrarios, que constituían formas de arrenda­miento más justas y favorables al campesino respecto a las del perío­do romano; pero además, en las tie­rras del monasterio los colonos y cuantos trabajan gozan de una tra­tamiento mejor respecto al que posteriormente será dispensado por los señores feudales.
Además de una tarea económi­ca los monasterios desarrollan una acción social. En los tiempos de las incursiones de Sarracenos, Magiares y Normandos (siglos IX y X) serán lugares de refugio y protección. Así, las grandes abadías de Cluny (sur­gidas durante el siglo X) contribu­yen de forma determinante a la di­fusión de un gran movimiento de paz entre los siglos X y XI, en un momento en el que los desórdenes y la violencia parecían no tener so­lución. Importante fue, además, la actividad caritativa-asistencial hacia los pobres, peregrinos y enfermos; en todo monasterio hay un centro de distribución de comidas, una enfermería y una albergue. Del de­sarrollo de la hospitalidad monás­tica surgirán después los hospitales.
«Fuga del mundo» por lo tan­to, pero no para encerrarse en un aislamiento desresponsabilizante, sino «para crear, en medio de la tempestad, la isla de la paz, donde la fe está presente, donde son sa­grados el trabajo y las meditaciones, la pureza de las costumbres y la ca­ridad fraterna»(2) El monasterio be­nedictino se convierte en el lugar en el que se experimenta el principio de una nueva convivencia, que construirá la civilización europea.

DESPECHO DE LAS REALIDADES TERRENAS
La otra acusación que se suele lanzar al monacato medieval, y en general a la Iglesia, es la de haber despreciado las realidades terrenas. Ciertamente, la doctrina del desprecio del mundo está presente en los autores monásticos del Me­dioevo. Existe toda una tradición li­teraria que partiendo de los Padres de la Iglesia (sobre todo san Am­brosio y san Gregario Magno) lle­ga hasta los autores espirituales de los siglos X y XI proveniente de va­rias órdenes monásticas (en particu­lar cluniacenses y cistercienses). Pe­ro la espiritualidad medieval no coincide esencialmente con la fuga y el desprecio del mundo y, nor­malmente, estas ideas aparecen in­tegradas dentro de una visión glo­bal. La conciencia del mundo, co­mo emerge de los escritos medie­vales, tiene su fundamento y su punto de referencia en una visión fuertemente teológica, en la cual Dios es el Bien Total. Entonces re­sulta inútil perseguir realidades mundanas que aparecen como transitorias. Esto no significa que los bienes del mundo no tengan su propio valor; al contrario, los asce­tas afirman la belleza y la bondad de las cosas en sí mismas, pero los consideran valores indignos de ser perseguidos debido a su naturale­za finita y precaria, que sólo ad­quieren valor en cuanto son signos de una naturaleza infinita. El mo­tivo del desprecio del mundo es, por consiguiente, esencialmente re­ligioso.

TRES ASPECTOS PARTICULARES: TRABAJO, CULTURA, AMOR
Tres aspectos en particular pue­den ayudarnos en esta dirección: el trabajo, la cultura y el amor conyugal.
En cuanto al trabajo, ya hemos visto cómo ha estado directamente realizado por los monjes y cómo a través suyo el monacato ha contri­buido a un progreso agrícola y tam­bién tecnológico. Baste recordar que la misma Regla de san Benito da plena dignidad al trabajo ma­nual, mientras que en el período clásico y también en el feudal era considerado como propio de la con­dición servil. Para san Benito el monje debe comer del trabajo de sus propias manos. Es cierto que durante la Alta Edad Media esta vi­sión positiva del trabajo manual no siempre fue vivida por todas las ór­denes monásticas. Sólo en el siglo XII con las Ordenes Mendicantes, en el trabajo es reconocido todo su valor en cuanto instrumento de sal­vación; pero esto fue posible por­que el principio ya había sido enunciado por san Benito y vivido, si bien no siempre fielmente, por sus monjes.
Bastante notorio es también el valor que el monacato atribuye a la cultura, en particular a la del mundo greco-romano.
Al trabajo pa­ciente y minucioso de los monjes durante los «siglos oscuros» del Me­dioevo (del siglo VI al X) se debe la conservación de la mayor parte de los escritos de la Antigüedad. Los grandes monasterios del Occi­dente se convierten en centros in­telectuales, bibliotecas y «scriptoris»; los monjes recopilan los textos antiguos en varias copias permitien­do la transmisión del patrimonio clásico.
De hecho, es propio del mona­cato el desarrollo de un comporta­miento «humanístico», que encon­tró su expresión en el siglo XII. Se trata de una apertura convencida a toda experiencia y civilización ( el mundo clásico, el islamismo, el mundo hebraico), de la persuasión de que no se debe renunciar a nin­gún valor realmente humano.
Es un «humanismo cristiano» que no se agota o reduce en el es­tudio y en la imitación de los modelos clásicos, sino que utiliza a és­tos para el descubrimiento de la na­turaleza y del hombre. Ironía del destino, los monjes del Medioevo salvaron aquellos valores y aquel mundo antiguo al cual los hombres del renacimiento se referían para denigrar la civilización medieval contraponiéndola a la clásica.
Particularmente enraizado en la mentalidad común es el prejuicio, según el cual en la Edad Media se tenía una hostilidad en lo referen­te al amor humano y conyugal. Pe­ro en el siglo XII fue el propio Ber­nardo de Claraval, el gran monje cisterciense, el que legitimó clara­mente la unión física entre cónyu­ges sin supeditarla exclusivamente a la procreación. El medioevo cris­tiano no ha ignorado para nada el deseo y la ternura entre esposos, ex­cluyendo el amor del matrimonio o aceptándolo solo en función de la prole.
Son los monjes los que aplican al amor de pareja concep­tos bíblicos-patrísticos reservados a la comunión espiritual o bien que tratan de resistir a la tradición feudal y laica del matrimonio, exi­giendo el libre consentimiento de los cónyuges. Además, aquello que concierne a la mujer y al sexo no les escandaliza; más aún, mujer y se­xo son asuntos para indicar la ex­periencia religiosa, la relación del hombre con Dios y de Cristo con la Iglesia. Por lo tanto, los monjes que entienden las realidades huma­nas promueven y exaltan la digni­dad del matrimonio fundado sobre el afecto de los cónyuges, su liber­tad de elección y la igualdad de de­rechos.
Basten estas alusiones para com­prender cómo el monacato y en general la civilización medieval no ha rechazado o despreciado nada de aquello que forma parte de la ex­periencia humana.
A lo más, en el largo período de la historia (casi mil años), la ac­titud hacia el mundo asume tonos y modalidades diversas, según el momento histórico, en ciertos pe­ríodos parece más oportuno alejar­se y en otros salir a la luz.
Ciertamente, hasta el siglo XI prevalece una doctrina espiritual que basa la perfección cristiana en un ideal de retiro de la vida terrena. Esta no queda circunscrita a los monjes sino que influye también en los laicos que se dejan fascinar por las tendencias ascéticas de la es­piritualidad monástica y se esfuer­zan en vivir como los monjes.

LAS ORDENES MENDICANTES: UNA NUEVA ACTITUD
El cambio de un ideal basado en alejarse del mundo a una preo­cupación de intervenir en el mismo sucede con el siglo XI. El gran desarrollo de la sociedad medieval después del Año Mil contribuye a una maduración de los laicos res­pecto a su posición en el mundo y el valor de su estado. La nueva pre­dicación religiosa favorece el deseo de los laicos de aspirar a la salvación sin renunciar al propio estado. El ápice de esta evolución se tiene con la experiencia de las Ordenes Men­dicantes, sobre todo con los fran­ciscanos, en el siglo XIII. San Fran­cisco manda a sus hermanos a predicar en medio del mundo o sea en la ciudad burguesa y mercantil y no sostiene que quien habita allí para salvarse debe entrar en un mo­nasterio, sino que debe desarrollar su propia profesión de cristiano en este ambiente.
La actitud de Francisco no es contradictoria con la de Benito. En los orígenes del monacato Occiden­tal, frente a la disgregación del te­jido social y político, san Benito comprendió que era necesario «ais­larse» para fundar una comunidad familiar basada en nuevos princi­pios y partir de aquí para recons­truir la compañía civil y cultural de Occidente. En tiempos de Francis­co, sin embargo, con un desarrollo ciudadano y comercial, un progre­so económico, una afirmación de los laicos era necesario actuar en la realidad ciudadana y proponer a to­dos, cada uno en su estado, la vía de la perfección cristiana. Distintos eran los tiempos, distinto fue pues el modo de realizar el mismo ideal: llevar al hombre al encuentro de Cristo.

1. Giorgio Falco, La Santa Romana Re­publica. Nápoles, 1973.
2. Giorgio Falco, La Santa Romana Re­publica. Nápoles, 1973.


BENITO nace en Norcia ha­cia 480, en el momento en que el Imperio Romano de Oc­cidente se acercaba a su fin. Continuas incursiones, matan­zas y saqueos generaron en la población la angustia del fin inminente. Benito, leyendo los signos de los tiempos, no se propone perseguir ningún pro­yecto propio de reconstrucción, ni defender a toda costa las ins­tituciones y la cultura romana, sino que trata de fijar una for­ma de vida útil para todos los hombres, en cualquier tiempo y en cualquier lugar. La preo­cupación de Benito no fue tan­to la de hablar abstractamente de la verdad de Cristo, sino la de mostrar cómo de su miste­rio nace una vida más verdade­ra.
La esencia del mensaje de Benito y la originalidad de su institución está en la síntesis entre fe, cultura y trabajo.
«Nada debe ser antepuesto al amor de Cristo», dice la Regla. Benito enseña, por consi­guiente, a abrir los ojos y el co­razón, a alzar la mirada y escu­char. Es la oración la que cons­tituye el fundamento en torno al cuál giran la convivencia y la vida benedictinas, hace rena­cer a la persona e inaugura en el corazón del hombre su pro­pio valor: aquél de ser hijo.
Para orar continuamente y con devoción, Benito quiso que los monjes aprendiesen a leer sobre la Biblia. Los monjes co­menzaron a aprender una len­gua y una cultura comunes. Con el tiempo, los monjes se­rán capaces incluso de interpre­tar, copiar y transmitir, convir­tiéndose de este modo en los promotores de la nueva cultu­ra europea.
Todo tipo de trabajo, desde el más oculto y humilde al más importante, participa de la nue­va creación comenzada en Cris­to. El trabajo deberá, por este motivo, ser desarrollado con alegría: « Ve, trabaja y estate contento».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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